20 (Final)

Octavio entregó las llaves de su auto al muchacho del hotel, para que éste lo llevara al estacionamiento. Y él se plantó ahí, ante las escaleras de mármol, y de fondo la estatua de la palmera de plata. Era de noche y sentía lo fresco, subió.

—Tengo una reservación –le dijo a la muchacha de recepción. Ella le pidió su nombre y lo buscó en el sistema. No tardó en entregarle la tarjeta llave.

—Será en el piso ocho –le dijo—, ¡qué disfrute su estancia!

—Gracias —Octavio miró alrededor, al lado derecho se miraba el elevador al que días atrás había entrado—. ¿Tomo ese elevador? –preguntó.

—Ese es sólo para empleados, tome aquel –le dijo la recepcionista señalando hacia un elevador más grande y que se construyó en especial para la remodelación.

Octavio asintió y se dirigió a él. Una vez dentro presionó el botón con el “8”, y fue subiendo. Eran cerca de las diez de la noche, su mujer e hija ya sabían que pasaría esa noche fuera de casa. Les dijo en parte que tenía que pasar una noche en el hotel. Elisa pensó que era otro de sus achaques de viajero, pero Ana, que ya había estado leyendo parte del manuscrito, frunció el entrecejo. El ascensor se detuvo en el piso ocho y buscó la habitación que decía su tarjeta. Llegó e insertó la tarjeta para que la puerta se abriera.

La habitación tenía una alfombra y un ventanal que daba a parar al mar. La cama era grande y un televisor con pantalla de sesenta pulgadas. Se acostó en la cama y miró la hora en su reloj de mano. Ahora tenía que esperar a las tres de la mañana. Se puso en pie de un salto y abrió la mochila con la que había llegado. Dentro sacó una nueva libreta que había comprado, una pluma y un gis. En la primera página de la libreta había escrito Irinam, solo por si se le olvidaba. Las instrucciones eran sencillas.

Recibió un mensaje en su celular por parte de Elisa, para preguntarle si ya estaba en algún lugar acostado, y él le respondió que sí, dándole las buenas noches. Apagó su celular y se quedó acostado. Durmió hasta que el despertador le levantó a las dos y media de la mañana. Se puso en pie y tomó el gis para guardarlo en el bolsillo de su pantalón. Sonrió a la imagen de sí mismo en el espejo, le parecía en cierto sentido algo absurdo lo que haría. Pero la instrucción venía de la misma Estela Córdova, quien hacía cincuenta años había vivido en ese mismo hotel. Salió hacia el pasillo desalojado, todos los demás huéspedes debían estar durmiendo en sus habitaciones. Tenía que encontrar el elevador de empleados, debía estar allí mismo. Pasó de largo el de huéspedes y casi al final del pasillo vio la puerta del antiguo elevador. Sintió algo de escalofríos, volver a subir en él. El elevador donde, ahora sabía, había muerto a tiros Ricardo Córdova.  El elevador donde tuvo la visión. Las puertas se abrieron.

Ahora estaba tapizado de metal, habían retirado las partes de madera y el espejo. En apariencia era otro.  La puerta se cerró, quedó solo. No había necesidad de presionar ningún botón, si tenía suerte ningún empleado nocturno utilizaría aquel elevador. Eran casi las tres de la mañana, ¿qué necesidad había? Pero era un hotel lleno de huéspedes, todo podría ocurrir. Así que tenía que darse prisa. Miró los últimos segundos antes de las tres en su reloj. Se agachó y con el gis trazó el circulo a su alrededor, en el también suelo de metal. Respiró profundo, se puso en pie. Las tres de la mañana.

—Irinam –dijo—. Irinam.

Y luego lo dijo más bajo, como las oraciones de Jesús que había investigado. Entonces un botón se activó, y el elevador fue subiendo con lentitud, se sintió el golpeteo, el mover de la maquinaria, pero él no dejó de decirlo, de mencionar Irinam hasta que no lo mencionó y fue su mente quien lo dijo. Llegó al piso diecinueve, el penúltimo de esa torre. Las puertas se abrieron y fue como si la oscuridad entrara al elevador, estaba en un pasillo oscuro, como si se hubiera decidió no usar. Empezó a presionar el botón del piso ocho, sólo para bajar, pero no ocurría nada. Entonces al fondo de la oscuridad le vio, al espectro. Se acercaba hacia él con su altura, para querer entrar también al elevador. Octavio gritó entonces la palabra, y ese ser oscuro se detuvo antes de entrar, pareció mirarlo, quererle penetrar con su nuca negra. Y luego se esfumó. La luz blanca del elevador se hizo roja, de emergencia.

Y el elevador seguía sin moverse. ¿Dónde estaba? Ahora podía ver aquel pasillo todo rojizo, dio unos pasos afuera y se encontró con más puertas de hace mucho, el único punto en la torre donde no se restauró nada. Incluso las puertas eran antiguas, con sus antiguos picaportes y números. En un recodo encontró aluzada por las mismas luces rojas una puerta negra. En la puerta había una placa, la cual aluzó con la luz de su celular. La placa decía: “El Hotel de todos”. Alguien le llamó detrás, más bien un alarido débil. Giró y encontró dentro del círculo a una figura negra, encorvada, añorando salir, gritando de dolor. Las luces rojas se prendían y se apagaban. La puerta se abrió. Se podía ver una especie de celda… la celda. Aún existía, no la habían derribado. La cosa en el círculo logró salir. Octavio se hizo a un lado porque el ser parecía dirigirse a la celda. Las puertas del elevador se cerraron de golpe y él pudo escuchar cómo éste se iba. Ahora estaba solo en aquel antiguo pasillo con la celda y el ser.

—Irinam –volvió a decir. Encontró de lado unas escaleras y las subió, totalmente oscuras pues en ellas no habían lámparas. No dejaba de decir la oración, y al fondo les vio, aluzados por una luz de luna. Algunos diez cuerpos que se dejaron venir sobre él. Se cubrió el rostro, pero los cuerpos le traspasaban. Les vio disparos, les vio sangre, cuerpos antiguos de un asesinato. Los pasó, logró salir de las escaleras.

Se trataba de la terraza, donde en antaño fiestas habían ocurrido… y la masacre. Pero ahora era diferente. Se había eliminado la piscina y la figura de un gran tigre ilustraba el piso. Un tigre con la mandíbula abierta y las garras. Octavio salió y vio el barandal de fondo, y a lo lejos el mar y los demás hoteles. Entonces el elevador volvió a cerrarse y luego de unos segundos se volvió a abrir. La silueta oscura salió, como un torrente oscuro, se lanzó por los barandales, uniéndose al viento.

Octavio se dejó caer de lado del elevador, respirando aprisa, cansado. Sabía que lo había logrado. Se sentía muy cansado, como si hubiera gastado toda la energía. Miró a su alrededor, en cierto sentido deseaba que el tigre le devorara.

 

 

***

 

A las cinco de la mañana fue despertado por otro huésped, el cual se había levantado para beber café y mirar el amanecer. Le encontró echado, dormido. Lo zarandeó para despertarle.

—Señor, dios, ¿está bien? Pensé que estaba muerto –le dijo—. Debe de haber sido una buena fiesta.

—Algo así –mencionó Octavio, poniéndose en pie ayudado por aquel viejo de cabello blanco y piel clara.

—¿Está usted en estas suites?

—No, claro que no… yo estoy en el piso ocho.

—Oh vaya, unos pisos más abajo. Pero bueno, todos tienen derecho a la terraza –dijo el viejo—. ¿Gusta café?

—Yo… sí –respondió.

El anciano volvió a su suite. Octavio caminó a la boca del tigre, se miraba ya el sol salir, iluminar el mar.El hombre volvió con otra taza de café en su mano.

—Esto es para que se te quite un poco la resaca –le sonrió el viejo.

—Eso espero. ¿Y usted ha dormido cómodo? –le preguntó Octavio, siguiéndole la corriente.

—A decir verdad –le dijo el hombre—, nunca había dormido tan bien como estos días. Este nuevo hotel sí que es confortable.

—¿Cuántos días lleva aquí?

—Sólo tres, pero vaya que lo he disfrutado.

             Octavio echó una ojeada a las suites, sus puertas de cristales, casi como Estela les había descrito, donde quizá apenas y habían hecho cambios. Tomó del café. Liberación.

         Octavio dejó su habitación antes del mediodía. Se sentó en uno de los muebles del vestíbulo

antes de irse. Miró al joven maletero y le hizo una seña para que se acercara.

—Disculpa, ¿puedo hacerle una pregunta?

—Dígame –le dijo el chico.

—¿Para que usan la puerta negra?

—¿La puerta…? ¿Cómo usted sabe eso?

—Nada más dime.

—Es un almacén, allí guardamos escobas, trapeadores, cubetas. Lo usan más los de limpieza. ¿Por qué, señor?

—Creo que nadie sabe –le dijo Octavio—. Este de verdad, es un nuevo hotel.

 

 

Epílogo

Manuel esperaba en una de las mesas de la cafetería. Ana era muy puntual, y a él le gustaba serlo más que ella. Tan sólo un minuto antes de la hora acordada su novia entró por la puerta del local y le buscó con la mirada. Él le hizo señas para que le viera. Ana llevaba una libreta entre sus manos, aparte de su bolso rojo.

—Ya he ordenado –le dijo él.

—Bien –le sonrió Ana. Sintió la mano de él tomarle la suya—. Gracias por venir.

—Ahora dime… ¿qué es eso que quieres que lea?

             Ana le soltó para tomar la libreta que había dejado en sus piernas y se la pasó.

—Esto lo ha escrito mi padre –le dijo—. Con ayuda de alguien, es la historia del… El Córdova azul.

—¿El Córdova azul? –repitió Manuel—. ¿Ese hotel que ahora es el Ocean Deluxe?

—Qué sí, al que fuimos la otra vez.

—Vaya… pues sí que hay muchas historias entorno a ese hotel –hojeó el manuscrito—. Mi abuelo contó haber trabajado una temporada en el Córdova, cuando estaba en pleno apogeo. Dice que había gente que desaparecía dentro del mismo hotel… huéspedes y empleados.

—¿De verdad? Creo que tu abuelo podría…

—No, él falleció hace tiempo, pero siempre contaba cosas sobre el Córdova… Oye y la otra persona, ¿quién es?

—Estela Córdova –respondió Ana—. Mi padre logró que Estela Córdova escribiera lo que en

 realidad ocurrió y… —Bajó la voz un poco—. El porqué el hotel cerró.

—¿Estela Córdova? ¿La heredera? Dicen que se volvió loca luego de lo que pasó. ¿Es en serio?

—Sí, sí –respondió algo molesta—. Por favor, sólo léelo, ocupo que me hagas correcciones de estilo y esas cosas. Mi padre me lo encargó a mí… y ahora te lo encargo yo a ti. Luego que lo leas quiero que hagamos algo.

—Ajá… ¿Qué cosa? ¿Lo van a publicar?

—No… no  lo sé, no sé qué planes tenga mi padre. Lo que quiero que hagamos es que vayamos al pueblo donde vive Estela. Pero primero léelo, termínalo y ya después me preguntas todo lo que quieras preguntarme.

—Bueno, eso… está bien –soltó Manuel con una sonrisa, con el manuscrito en sus manos. La mesera se acercó con las dos tazas de café.

        Hacía días que Octavio había terminado de escribir el manuscrito, la parte que hacía falta. En ella contaba lo que había vivido en el hotel la noche que se hospedó, y todo lo que le ocurrió luego de las tres de la mañana. Entregó esa nueva libreta a su hija para que ella la uniera a la vieja y pasara todo el relato al ordenador. Su duda era si debía contactar a Estela Córdova, pero ella no tenía teléfono y la única manera era ir al pueblo a buscarle. Pero la cotidianidad lo envolvió de nuevo, la paz, aquel ser había dejado de acecharle, tanto a él como su familia. Había funcionado.

           Supo que tenía, al menos durante ese tiempo, lo que siempre había querido: una tarde en la sala de su casa, con su mujer y su hijo de tres meses en brazos, y en otro mueble Ana leyendo uno de sus libros, estirada con las piernas en el reposabrazos.

             Ana y Manuel iban en el autobús de pasajeros rumbo al pueblo. Miraban el paisaje de aquellas tierras de su estado por las que nunca habían pasado. Seguían por el lado del pacifico, rumbo al sur.

—¿A qué vamos al pueblo de Estela? –le preguntó Manuel, quien ya había leído también lo escrito en la segunda libreta.

—Hay algo que le quiero preguntar. Algo que no quedó muy claro en su relato.

—¿Qué cosa?

—Espera a que lleguemos –le guiñó un ojo ella, cosa que a él le encantaba y la atrajo hacia si para abrazarle.

Llegaron al pueblo cerca de las tres de la tarde. Caminaron hacia el muelle y no tardaron en encontrar el pequeño hotel que su padre describía en su relato. Fueron a hospedarse, y luego de dejar sus maletas en el hotel (porque pensaban pasar la semana allí), salieron para ir en busca de la casa de la anciana.

—Disculpe señor, ¿es aquella la casa de Estela Córdova?

        El pescador que amarraba una red en un poste de madera les miró de pies a cabeza y les contestó:

—Sí… y no. ¿Si saben?

—No.

—Ella falleció hace una semana exactamente.

—¿Pero cómo? –soltó Manuel.

—La encontraron a unos metros de su casa… el mar la había arrastrado.

—No puede ser –murmuró Ana, y su novio la abrazó.

—Gracias –le dijo Manuel al pescador, y sin saberlo bajaron hacia la arena para caminar hacia la casa.

—¿Será conveniente ir? –le preguntó Ana, con lagrimas visibles en sus ojos. Se sentía sorprendida así misma de saber que por sólo letras había logrado tener sentimientos por aquella mujer.

—Vamos –le instó Manuel.

           Caminaron por la playa hasta llegar a la casa de la anciana. Vieron la poltrona afuera, nadie se había atrevido a moverla. Increíble, pensó Ana, pareciera que alguien vive todavía aquí. Subieron las escalerillas y Manuel movió el picaporte de la puerta, la cual, para su sorpresa, accedió. Entraron a la casa, casi en oscuridad de no ser por la luz que entraba por las ventanas. Vieron la mesa donde Estela debió haber escrito, uno que otro cuadro y cajones con figuras de porcelana, platos, vasos y una lámpara de piso en una esquina. Las telarañas y el polvo empezaban a hacer su trabajo.

—¿Qué era? –preguntó Manuel—. ¿Qué le ibas a preguntar? Anda, dime.

—Yo –empezó Ana, tocando con sus dedos la mesa de cedro—. Quería preguntarle cómo es que sabía qué palabra mi padre tenía que usar. ¿De dónde ella sacó eso de Irinam? Nunca lo menciona, sólo… lo dice en las instrucciones y ya.

—Bueno, de seguro su tía Patricia se lo dijo.

—No lo sé –soltó Ana—. Estela escribía al parecer sin omitir ningún detalle. Pero eso… siento que eso lo omitió. Pero ahora nunca lo sabremos. Salgamos de aquí.

      Manuel no dejaba de tocar las figurillas en la alacena, pero decidió seguir a Ana quien ya salía de casa. Caminaron de regresó al hotel, por lo largo de la playa. Ana sintió que en un punto Manuel se quedó parado detrás de ella.

—¿Qué ocurre?

—Yo… —Sostenía algo en sus manos y lo miraba. Ana se le acercó.

—¿Qué es eso?

—Esto…, creo que es la respuesta, la respuesta a tu pregunta –le dijo Manuel, y le entregó una fotografía instantánea—. Creo que es por eso que Estela sabía lo de Irinam y cómo actuar… las instrucciones y todo eso. Ella…

      Ana estaba boquiabierta, mirando la fotografía. Era Estela con unas personas de negro, y atrás una mansión. A su lado un muchacho de cabello aplastado y del otro un señor de porte elegante. Entre la gente destacaba también damas de vestidos. Giró la fotografía y escrito con pluma negra decía: “Para Estela, recuerdo de su estancia en Extremadura, España. Sinceramente La casa de todos”.

Ana miró a Manuel, confundida.

—¿De dónde sacaste esto?

—Estaba allí… entre los platos –le contestó él—. Ana, esto significa que ella… ¿por qué?

—Así es… ¿Por qué viajó a ese país, a esa casa, si se supone ya había destruido a su demonio?

           Y de pronto sonaron más fuerte las olas del mar, como sacándolos de su ensimismamiento. De un lado el pueblo, y del otro la cabaña, y ellos en el medio, así como los tramos del tiempo.

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