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Parte de Octavio (Inicio del manuscrito)

Para entender todo, tuve que escribirlo. Sucedió hace unos dos meses, espero ser fiel a los hechos, tal y como los recuerdo, lo que ocasionaron en mí. Quiero relatar esta historia para ti, pero también para la persona que la continuará. Estela Córdova es la última heredera directa de una de las familias más ricas, o que antes lo fueron, de la ciudad de Bahías. Por medio de uno de sus parientes, me enteré que se fue del puerto hace algunos diez años, junto con su esposo. A lo que he investigado, quizá por nostalgia, vive también cerca del

mar, en una modesta cabaña.

          Lo cierto es que mantengo la esperanza de que Estela pueda ser la llave que abra por fin el candado y me permita continuar con mi trabajo. Sí, el proyecto en el que me vi embarcado hace dos meses no es nada más que ser asesor para la compra de un abandonado hotel, el cual había pertenecido a los Córdova.

          Eran una de esas familias grandes, viviendo todos en un mismo hogar. Lo curioso es que los Córdova no vivían en una casa en sí, sino más bien en la parte alta del lujoso hotel. Tenían pues su propia terraza, su propia piscina y un elevador de uso exclusivo para ellos. Muy pocos huéspedes que llegaban sabían que los verdaderos dueños se encontraban allí. El gerente no era ni siquiera un Córdova, ya que les gustaba más que otra gente administrara el negocio.

          En el momento en el que escribo esto tengo una fotografía de la familia al lado, sacada de un viejo periódico. Está a color pero ya malgastada de lo antigua que es. Parece ser que se encuentran justo en la terraza, en alguna pequeña fiesta en el día. En el medio están los señores Doña Gracia de Córdova y su marido Luis Adolfo Córdova. Cada uno lleva de la mano a una niña, una más grande que la otra. Entre su brazo derecho y pecho Gracia sostiene a un bebé, apenas visible. Al lado de ellos están los abuelos paternos, y de lado de Luis su hermano Ricardo, alto y calvo, con una gran sonrisa. Del lado de Gracia sus cuñadas María y Patricia, ambas vistiendo de negro y muy serias. María sostiene a su único hijo, de pelo negro corto y traje

de marinerito, quien en el momento de la fotografía parecía estar haciendo un

berrinche.

          Aquellos personajes conformaban la familia principal del hotel. Y sí, una de las niñas, la más grande, es Estela. En ese entonces resaltaba lo rubio de sus cabellos, su vestido rosado. Debía tener algunos quince años. Su hermana, más chica, tenía en cambio un cabello lacio y rostro redondo. Los cuatro niños en la foto, incluso el del berrinche, eran felices viviendo allí, tal y como los adultos. La fiesta en la foto no era nada comparada con otras grandes y excesivas que el tío Ricardo ofrecía por las noches. Invitaba a gente importante de Bahías, compraba los mejores licores, mandaba traer la mejor banda de música. Al hotel le iba muy bien en aquellos tiempos, y la gente empezaba a murmurar.

          Pero de eso hace ya algunos cincuenta años. Ahora el hotel está abandonado y yo he sido contratado para verificar si vale o no la pena la inversión. A eso me dedico. A través de mis manos han pasado al menos algunos diez proyectos que han logrado concretarse, y la firma donde trabajo está muy agradecida con los resultados. Nos llaman asesores de riesgo, aunque también instamos a que los buenos proyectos se lleven a cabo. Y la restauración del hotel se veía remunerable. En esta ocasión los clientes son extranjeros, apenas y saben del hotel, y poco están interesados en su historia. Lo único que quieren es levantar esa gran estructura de las cenizas y ganar mucho dinero.

          Cuando me llegó el caso del hotel de los Córdova apenas y estaba empapado de información. Mi compañera de la firma, Daniela, me marcó por teléfono muy temprano un día para preguntarme si había

leído el correo electrónico que el jefe nos había hecho llegar.

—Sí –le contesté—. ¿No se supone que ese hotel está lleno de problemas legales?

—Lo estaba –respondió Daniela del otro lado del teléfono—. Según han llegado a un acuerdo y todos los papeles están en orden. Sólo ocupaban la firma del último heredero y al final ha cedido.

          En ese momento yo no sabía que se referían a Estela. El caso es que todo parecía estar en orden y esa misma mañana teníamos que ir al abandonado hotel para tomar fotografías tanto en el

interior como el exterior.  Colgué el celular y me dirigí a la cocina de mi casa, donde ya estaba mi esposa e hija en la mesa.

—Se te nota contento –hizo notar Ana, mi hija de dieciocho años.

—Sí –le guiñé un ojo.

—¿Se puede saber? –preguntó mi esposa, sirviendo el plato a la mesa, a la vez que yo

tomaba asiento.

—Un nuevo proyecto –les dije, y las dos giraron a verse, contentas.

          Mientras desayunábamos platicamos un rato sobre el hotel. Elisa, mi mujer, comentó que si no mal recordaba su padre había trabajado allí. Ana decía que era un lugar muy tétrico, y que había rumores de que muchos jóvenes se metían a drogarse. Yo dudaba esto último, pues alrededor del hotel se habían mandado poner unos cercos que tapizaban de publicidad.

—Daniela quedó de verme a las once –les dije—. A lo que le entendí ella sabe un poco más de eso. Ojalá estos extranjeros paguen bien –sonreí.

—¿Lo harán sabiendo lo que pasó allí? –me preguntó Elisa.

          Esta vez fuimos mi hija y yo quienes cruzamos miradas.

—¿Qué pasó, mamá?

—¿Cómo? Bueno, salió en los periódicos y todo: mucha gente murió en ese hotel. Fue una

tragedia.

—Qué feo –comentó Ana.

          Sentí un frío en el estomago, me apresuré a tomar agua.

—Se me hace tarde –les dije, levantándome. Fui al fregadero y me lavé las manos.

 

***

Manejé hacia el área de hoteles en la ciudad. El puerto de Bahías no era muy grande, y

aquella área estaba a unos quince minutos de mi casa. Ahora había más hoteles

lujosos que antes, muchos más comercios y visitas de turistas. Es por eso que

la idea de los extranjeros de levantar de nuevo el viejo hotel de los Córdova

no me parecía tan descabellada. Cuando llegué Daniela ya estaba allí. Teníamos

apenas dos meses trabajando juntos. Ella conocía algunas cosas del negocio que

yo ignoraba, y viceversa. Bajé del auto y la saludé. Era unos años menor que

yo; en ese momento portaba el uniforme: un pantalón café y una camisa blanca

con el logo de la empresa.

—Buenos días, Octavio. –Me saludó de mano y me entregó luego una carpeta. La abrí: no

era otra cosa que los planos del mismo hotel. Eché una ojeada y luego contemplé

al real. Los pisos de arriba estaban con la pintura descarapelada, algunas

habitaciones ya sin ventanas y la segunda torre había sido rayada con garabatos

por los vándalos. A simple vista era lo único visible, pues la parte baja

estaba detrás de una larga y alta cerca de publicidad que teníamos enfrente.

—¿Se puede ingresar? –pregunté.

—Sí –sonrió Daniela, mostrándome un juego de llaves. Se acercó entre dos cercos y

metió la mano con una llave, pareciendo jugar con algún candado detrás. Se

escuchó una apertura leve, y empujó los dos cercos con publicidad: uno

promocionando el puerto y el otro una marca de refresco.

          La entrada principal estaba más al fondo, y de verdad parecía un lugar tétrico. Daba la bienvenida una fuente seca, que en el medio tenía lo que parecía ser el medio cuerpo de una gaviota o un pájaro muy grande. Los escalones hacia la primera torre estaban llenos de tierra, y una de las alas de la entrada había sido derribada. Entre el medio de las dos torres se encontraba el desemboque al estacionamiento, el cual era

bloqueado por una tira amarilla.

—Es como viajar en el tiempo, ¿eh? –hizo notar Daniela, y sin más prisa caminó directo hacia las escaleras que conducían al vestíbulo principal. La seguí.

          El lugar estaba casi en total oscuridad de no ser por los rayos del sol que alcanzaban a entrar. Y lo confirmé, de verdad era como retroceder al pasado. El silencio era total, el piso de madera cubierto de polvo, la barra de recepción al fondo. Y macetas antiguas, circulares, de una pintura opaca. Saqué mi celular y prendí la luz, alucé a los lados. Había espejos, cuadros antiguos y al fondo un  elevador viejo.

—Pensar que hace cincuenta años esto estaba… lleno de vida –siguió Daniela, cruzada de manos—. Increíble que ahora piensen revivirlo.

—¿Qué hacemos aquí exactamente?

—El arquitecto y los encargados de la nueva obra ya han venido, por eso tengo una copia de las llaves principales. Creo que en un mes se encargaran de suministrar luz eléctrica, pues no podemos tomar fotos, y ni ellos pueden evaluar los daños que ha sufrido el hotel con el paso del tiempo.

—¿Entonces está confirmado?

—¿El proyecto? Por supuesto, no podemos pasar esta oportunidad y… ¿qué ocurre?

          Había caminado hacia la barra de recepción, casi sin darme cuenta, en automático. Me había llamado la atención el antiguo teléfono rojo que seguía allí. De verdad era como si todo se hubiese paralizado

en el tiempo.

—¿Qué pasó en este lugar? –pregunté

—¿Cómo? Ah, eso. Pues ya sabes, son rumores. La verdad es que no tenemos que mencionar ni de broma eso a los inversionistas, así que sácalo de tu cabeza. Ven, quiero mostrarte la parte trasera.

          Salimos y caminamos por el pasillo entre las dos torres, cada una con veinte pisos. En su momento el hotel de los Córdova había sido el más alto de Bahías. Ahora había al menos algunos cinco más que lo pasaban. Daniela me condujo por fin a la piscina sin agua, tapizada de mosaicos cuadrados color verde. Mientras ella hablaba agradecí ver el mar al fondo, sentirme a salvo, de alguna manera. ¿Acaso no me había gustado estar en el interior del hotel?

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