10

Cuando el sol bajaba me gustaba sacar al bebé Iváncito junto conmigo a los barandales de la terraza y mirar el mar. A lo lejos podían divisarse dos islas, en aquel entonces totalmente deshabitadas. Recuerdo que antes de la cena de aquel día, yo llevaba puesto mi vestido blanco y tenía a Iváncito entre manos, balbuceando, sonriendo. Pensé en lo inocente que se miraba, en que él  desconocía qué clase de familia le había tocado vivir. Lo presioné con cariño hacía mi pecho y le dije que lo amaba, es lo que más recuerdo de él, antes de

todo lo demás.

—Aquella es la isla FrenteBahías, y dicen que hay lobos –le susurré. Y como si me escuchara el bebé levantó una ceja—. No, no te asustes, nunca han nadado hacia acá.

—¡Estela!

          Giré y miré a mi tío Ricardo. Llevaba puesto su traje café y sus gafas oscuras entre la camisa de botones.

—Que dicen que la cena está lista. –Me guiñó un ojo y le sonreí. Lo seguí hacia la parte de la terraza que pertenecía a la casa de mis abuelos. Al entrar vi que ya todos estaban sentados ante la larga mesa donde solíamos cenar casi todas las  noches, desde que tenía memoria.

—Andaba en la terraza –anunció Ricardo, y se sentó del lado contrario a mi abuelo, quien encabezaba toda la mesa, al fondo. Yo me senté junto a mi madre y ella cargó a Iváncito para ponerlo en su silla de bebé. Mis tías platicaban con mi abuela  y mi padre estaba entablando conversación con mi abuelo. No habían servido aún.

Pero ya dos meseros esperaban en la puerta que daba a la cocina, en espera de  la señal. Para mí ésa era la manera normal de cenar, ignoraba todos los  detalles, todos los lujos.

          Sin embargo estar ahí esa tarde era diferente. Era la primera vez que veía a mis tías desde la noche anterior, cuando me colé en su habitación. Traté de casi no cruzar la mirada con ellas,  pero parecían tan normales. Llevaban vestidos oscuros, pero no los raídos que  habían usado en aquel tipo de ritual.

—Bella esclava –le dijo Patricia a mi madre, y ella estiró la mano cuando ésta le pidió acercarse—. ¿Cuántos quilates?

—Es de catorce –respondió mi madre.

—Es regalo de mi hermanito –susurró María.

—Sí, es regalo de Luis de aniversario, ¿verdad? –soltó mi abuela.

          Y mi madre asintió sonriendo a mi padre, quien pareció ruborizarse.

—Deberías aprender de tu hermano –le dijo Patricia a Ricardo—. A ver cuándo traes a la elegida y que nos muestre sus joyas.

          Ricardo sonrió y volteó a ver a mi madre, a quien evidentemente no le había agradado del todo el comentario, pero aún así mostró media sonrisa.

—¿Y ustedes no conocieron a ningún hombre allá? –les cuestionó mi abuela a mis tías, a manera de respuesta. Amaba a mi abuela porque siempre encontraba el modo de salvar una situación.

—Conocimos muchos –respondió María, haciéndose una cola con su cabello—. Pero no fuimos a eso.

          Hilda y Carlos se hacían caras sentados lado a lado, casi siempre andaban juntos cuando se podía. Habían aprendido a permanecer sentados a la mesa y no bajar a correr o tirar juguetes por todo el comedor.

—Qué sirvan ya, hace hambre –soltó mi tío Ricardo, y acto seguido mi abuelo hizo sonar una copa con su cuchara.

          Dos meseros salieron luego de que la puerta de doble ala se abriera. Uno de ellos era Alán. Nunca olvidaré la expresión de asombro de mis tías al verlo, normal, fresco, cargando la charola con los platillos que empezó a servir, igual que el otro mesero. Fui la única que percató su asombro. Alan sirvió a mi abuelo al último e hizo una reverencia, y mi abuelo le agradeció, como si nada hubiese pasado.

—Pero… pero le has soltado –chilló María cuando los dos meseros hubieron vuelto a la cocina.

—Así es –dijo mi abuelo, mientras masticaba un pedazo de carne.

—¡¿Por qué?! –se exaltó Patricia, quien ni siquiera había mirado qué era lo que cenaría.

—Tus hermanos tuvieron una plática conmigo ayer. Lo solté a las dos horas, más o menos.  Las dos clavaron su mirada de furia en mi padre, más que en Ricardo.

—Parecen molestas –les dijo mi padre—. Según yo a ustedes les molestaba tanto como nosotros el uso de la celda… ¿qué pasó?

          El silencio hizo que se escuchara el  pasar de saliva de mi tía Patricia, y el sonido del tenedor sujetado en la mano temblorosa de mi tía María.

—Claro que estamos… en desacuerdo –soltó ésta última—. Pero padre… ¿no crees que es una falta de respeto?

—Tus hermanos me han abierto los ojos –siguió mi abuelo, en un tono de poca importancia. Para nada era el hombre enojado que el día anterior había dado la orden—. Pobre muchacho, fue un accidente. Imagínate renuncia, ya he platicado con él. No volverá a pasar, no quiero volver a usar la celda. Les pido una disculpa.

          Mi abuela estiró un brazo y le tomó de la mano con cariño. Amaba a ese hombre a pesar de lo cruel que años anteriores había sido.

          Mis tías empezaron a comer, quedando cerrado ese tema. Pero yo sabía que por dentro estaban furiosas, pues su  especie de ritual no había funcionado. Los meseros que se quedaron para servir  de la limonada lucían incómodos, pero nunca mencionaban nada. Traté de comer  aprisa para ser la primera en terminar. Mi madre comentaba con mi abuela sobre los  preparativos para el bautizo de Iváncito, fiesta que sería llevada también en la terraza. Me limpié la boca con la servilleta y avisé que ya había terminado.

—¿Y el postre? –quiso saber mi tío Ricardo.

—No, gracias –respondí, aunque sabía que aquel comentario era para todos. Me acerqué a mi madre y le susurré que iría a mi habitación.

          Salí de la casa de mis abuelos y bajé por las escalerillas hacia el piso donde Angélica había mencionado que estaba la celda. Mi abuelo nos había prohibido andar entre los pasillos y menos aún  hacer amistad con los huéspedes, así que muy pocas veces había tenido la oportunidad de andar por los demás pisos. La entrada a la celda se encontraba justo  enfrente del elevador que nosotros usábamos, oculta por una puerta negra que  decía: “Sólo empleados”, pero incluso ni ellos podían tener acceso. Si mi tío lograba entrar, yo también debía hallar la manera, y para mi sorpresa la chapa cedió. Seguí por un camino con un sólo foco y al pasarlo la oscuridad era casi  total. Hasta que la encontré, un cuarto de apenas uno por uno, con cinco  barrotes oxidados muy juntos. La celda estaba cerrada y en el interior  alcanzaba apenas a distinguirse un dibujo blanco. Un circulo con picos y en el  medio una especie de ancla. Cierto, el lugar era tenebroso pero yo sabía que ese  dibujo no tenía mucho allí. Mis tías debieron haberlo dibujado antes de que Alan estuviese en la celda. Esa figura formaba parte ahora del lugar.

          Y ocurrió, esa fue la primera vez que noté su presencia. Había algo detrás de mí, en esa casi oscuridad. Giré con miedo y no vi nada, más lo sentía. Tenté las paredes rasposas hasta llegar al foco. Giré de nuevo hacia atrás. No lo veía, pero había algo… alguien se había  quedado atrás.  Salí a la luz del pasillo  y corrí escaleras arriba.

descargar

¿Te gustó esta historia? Descarga la APP para mantener tu historial de lectura
descargar

Beneficios

Nuevos usuarios que descargaron la APP, pueden leer hasta 10 capítulos gratis

Recibir
NovelToon
Step Into A Different WORLD!
Download MangaToon APP on App Store and Google Play