Diario de Ana.
Tengo que continuar con esto sólo porque usted me lo pidió, es uno de sus experimentos psicológicos. Al menos tengo la esperanza de que esto me ayude a escribir mejor… Qué me levanto temprano y saludo a mi madre. Mi padre anda apurado, parece que trae un proyecto entre manos, acerca de un hotel. Mamá ha mencionado que algo feo ocurrió allí, y yo, como soy una bocazas, que le he preguntado a Trini y Perla. No me ha gustado lo que he escuchado, y creo que mi padre es mejor que ni lo sepa. Pero bueno, le contaré a usted porque dice que no debo ocultarle nada. De seguro, para cuando pase el año, que es el tiempo en que le entregaré este diario, quizá el hotel ya tenga mil reservaciones.
Fue en la hora del almuerzo, en la preparatoria. Trini y Perla van en mi grupo…, sí, esa Perla que odia a su padrastro y la otra vez tuvo su primera experiencia. Les he preguntado si sabían algo sobre el hotel abandonado. Ya sabe cuál, pues todo Bahías le conoce; al menos que sea usted de otro país, que así lo parece. Le preguntaré en mi próxima sesión. Sinceramente mis padres me matarían si supieran que estoy yendo al psicólogo y que escribo este diario a escondidas.
Creo que le estoy dando muchas vueltas al asunto, pero es un tema… algo feo para escribir. Trini es la que mejor preparada estaba con el asunto. Ella me contó lo que ocurrió hace cincuenta años en ese hotel: un asesinato múltiple. Muchos de los Córdova fueron asesinados por alguien que les debía mucho dinero, o eso es lo que dicen. El hotel cerró y que nada se ha movido, que todo quedó tal y como estaba la noche de la desgracia. Qué feo, qué triste. La verdad es que si yo supiera que algo así pasó en ese hotel, jamás me hospedaría.
Perla quiso saber por qué mi interés, pero no me atreví a decirle que mi padre sería una de los encargados en avalar si era factible abrirlo de nuevo. Supongo que lo mejor es ni comentar el tema,
caso cerrado. Es una de esas historias que el puerto prefiere olvidar.
***
Parte de Octavio, continuación:
Luego de la visita al hotel, Daniela y yo volvimos a la oficina. En ese momento estábamos dando los últimos detalles al proyecto de un parque, así que abandonamos el tema del hotel durante buen tiempo. Como dijo Daniela, era cuestión de esperar a que la energía eléctrica fuese renovada. Sólo así podríamos tomar fotografías, pedir el apoyo para evaluar los daños y verificar la posible construcción de una tercera torre.
—Uno de los inversionistas quisiera que el hotel quedara igual –comentó Daniela, cuando ya estábamos por salir del turno—. Creo que de niño lo visitó o algo así. Lo bueno es que no está muy renuente a la modernización.
Viajé a casa cerca de las seis de la tarde. Elisa estaba en la sala esperándome, me dijo que quería que le
propusiera qué cenar, mientras que Ana se encontraba en su habitación.
—¿Has notado un cambio en ella? –me preguntó Elisa. Yo la abrazaba a su lado en el sofá.
—Algo –le dije.
Hacía semanas que la actitud de mi hija había dado un giro. En días anteriores apenas y nos dirigía la palabra, vestía de negro más veces que antes y prefería mil veces estar en la calle que
en casa.
—¿Crees que tenga algún novio? –inquirió Elisa.
—Puede ser, esas cosas pasan.
Para la cena elegí que preparamos panqueques. Elisa los cocinaba muy bien y Ana le ayudó. Me limité a ayudarlas en preparar la mesa con los platos, la mermelada y la mantequilla.
—¿Qué tal ha ido lo del hotel? –me preguntó Ana, a la vez que dejaba un quinto panqueque en el plato del centro.
—Pues vaya que luce abandonado –le dije—. Hay mucho polvo, muchas cosas tiradas y… sí, el tiempo es como si se hubiera congelado en él.
—¿Y cuando empiezan a renovarlo? –me preguntó Elisa, dando la espalda.
—Hará falta algún mes en lo que ponen luz y limpian. Además estamos aún en lo del parque, ¿recuerdan?
Se sentaron a la mesa y cenamos en silencio. Ana jugueteaba con su cabello con la mano que no sostenía el tenedor. Una vez nos dijo, y fue en esos días de su actitud egoísta, que no le preguntáramos
nada de su vida personal. Pero ahora que notábamos cierto cambio en ella no
sabíamos si hacerlo.
—He… —soltó Ana de pronto—. He estado yendo con el psicólogo de la universidad.
Recuerdo la mirada que Elisa y yo intercambiamos. Elisa le dijo que le parecía muy bueno y le preguntó cómo se sentía. Ana hizo una mueca y siguió comiendo. Luego de un buen trago de agua
soltó:
—Lo hice sólo porque una profesora me lo pidió. Pero va bien.
A pesar de su tono de poco convencimiento me sentí alegre. Ana estaba empezando quizá a abandonar esa oscura etapa por la que algunos adolescentes atraviesan.
—¿Entonces no se trataba de un novio? –bromeé.
—¿Qué?
–Ella me miró como si la hubiera juzgado de loca—. Papá…, no, claro que no.
Elisa rió y se tapó las manos con la boca. Recuerdo mucho esa cena, era uno de esos momentos en la vida, en paz, que transcurren casi siempre antes de que algo malo pasase. Desde chico he tenido esa sensación, es como si estuviera esperando ese momento. Algún grito, alguna puerta abierta con brusquedad, una explosión. Es como si supiera que en cualquier instante todo puede cambiar.
Pero nada fuera de lo común pasó en los siguientes días. Me había olvidado del hotel, dábamos terminado el proyecto del parque y ya estábamos asesorando otro por medio de correos electrónicos,
pues se encontraba en el exterior.
—Quizá es hora de recurrir a ese traductor –comentó Daniela desde su escritorio—. Mira que esto creo que es árabe, o algo así.
—Entonces pagarán bien –le dije.
—O quizá regateen.
Me levanté y fui hacia su escritorio, ella giró el monitor y me enseñó el correo que le había llegado. En efecto, nada era entendible.
—Ojalá se apuren a lo del hotel –comenté—. Parece que será más fácil.
Ella rió.
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