Al día siguiente el Duque nos recibió en la sala sentado en un sillón y acariciando a un gato angora color gris. Nos dijo que el desayuno estaría listo en unos momentos y nos preguntó cómo habíamos dormido.
—Igual que las rocas –contestó María, y él rió.
—Eso me alegra. Verán, ustedes pueden hacer lo que quieran, pero es conveniente que siempre salgan acompañadas, últimamente esta ciudad no ha estado tan pacifica. Pueden Roberto o Daniel acompañarlas, o algunas de mis damas. A lo mejor mi hijo Dorian también pudiera, siempre y cuando él esté libre del colegio, que ahora mismo se arregla.
Recuerdo haber estado a punto de preguntar por su esposa, pero no lo hice, más bien él pareció leer mis pensamientos y señaló a una pintura que estaba en la estancia. Una bella mujer rubia de vestido azul posaba hacía quién sabe cuánto tiempo atrás.
—Falleció hace tres años –nos dijo—. Su nombre era Mariel. Y es por ella que no dejo caer esta casa, ella empezó todo. Decía que quería una enorme casa donde cualquiera pudiera visitar y sentirse en familia. Decía que todos éramos una enorme familia, en este planeta, pero que nos había tocado vivir separados. Ella pensaba que nadie era malo… era tan pura. Así que es por eso que vive tanta gente en esta casa: es la Casa de todos, y todos ayudan de una manera u otra.
—¿Ellos no son parientes de usted? –pregunté.
—Quéva, sólo Dorian y yo somos parientes. Los demás son personas que han estado viviendo aquí, aprendiendo nuestro arte.
Se quedó en silencio, echó una ojeada a la pintura de su mujer.
—¿Qué arte? –preguntó María.
—Un arte de luz… —respondió él—. Para darle vida al oscuro.
Quizá fue la manera en que lo dijo, o que en ese momento de la mañana todo estuviera tan silencioso, que mi piel se puso de gallina. Escuchar al oscuro solo podía hacer referencia a un ser satánico.
—No se trata del diablo –dijo él, acariciando al gato—. Es un ser al cual nosotros creemos. Yace en las tinieblas y tenemos que liberarlo, día con día. En su estancia, ustedes conocerán de él, si gustan, y también, si gustan, a ayudarnos a aportar un poco de luz para que él se libere. Verán, el mundo está paralizado. Necesita de nuevo a su Dios.
Recuerdo que María y yo giramos a vernos de reojo. Parecía que ahora entendíamos porqué todos vestían de negro en esa casa. Bajando las escaleras apareció Dorian acompañado de una de las damas, la cual le acomodaba su mochila. Él, desenfadado, nos dio los buenos días y se despidió de su padre.
—Para mediodía ya estará aquí –nos dijo el Duque—. Quizá les pueda mostrar el parque que está aquí cerca, y el arroyo que corre.
—Gracias.
El Duque se levantó y el gato saltó al suelo. De una mesa tomó unos folletos y los pasó.
— Es la historia del ser que queremos liberar –nos dijo—. Su padre le conoce bien, ¿nunca les habló de él? Bueno, el caso es que él sabe que están aquí y está muy interesado en que participen en la liberación.
—¿Nuestro padre… sabe que estamos aquí para eso? –pregunté incrédula.
—¡Así es! –respondió el Duque—. Él ya ayudó una vez… ahora les toca a ustedes. Vamos, lean un poco, iré a ver qué tanto falta de ese desayuno.
Leímos sobre el ser oscuro que ocupaba liberación, esa mañana y las siguientes. Nos fuimos empapando de una historia que nunca habíamos escuchado. En alguna ocasión, me contó María, papá había viajado también a España, así que de ser cierto, fue allí cuando conoció al Duque. ¿Pero de verdad papá había hecho todo lo que esos libros y folletos que nos dieron a posterior decían?
El ser, según uno de los libros, necesita luz. Y la luz sólo la da un ser vivo. Hablaba de sacrificios y de figuras en el piso, estrellas de seis picos y hojas secas. Y para que el ser obtenga luz todo ser devoto a él tenía que oscurecerse. Al tercer día en esa casa una de las damas nos llevó túnicas negras, y el Duque nos instó a usarlas. Nos hicieron sentir parte de ellos, vistiendo como ellos, cantando en la sala con ellos, a veces en un idioma desconocido. María y yo, y hasta Carlitos, adorando una costumbre ajena. Y a un ser.
Vestidas de negros salíamos al enorme patio con sus dos frondosos árboles. Los viernes por las noches hacíamos un ritual en medio de ellos, todos tomados de las manos. Las muchachas y el hijo del Duque se quedaban dentro de casa con Carlitos para entretenerlos. Parte del ritual no era más que agradecer a los que se habían ido. Nos gustaba en cierta manera vivir allí en esa temporada, las damas de la casa se turnaban para sacarnos a mostrar la ciudad, sus parques y plazas.
En muy pocas ocasiones seguimos viendo al Duque, pues él tenía muchos asuntos que hacer fuera de la casa. No obstante un día nos esperó en la sala. Una de las damas fue a avisarnos mientras estábamos en nuestra habitación. Bajamos y allí le encontramos cruzado de piernas en su sillón, pensativo.
—¿Recuerdan cuando les conté la idea de Mariel, mi difunta esposa, sobre una casa para todos? Sí, una casa abierta a quien quisiera, siempre y cuando estuvieran dispuestos a ayudar a nuestra causa.
Las dos asentimos, sentándonos frente a él.
—Incluso dar su vida por la causa –continuó el Duque, y echó una mirada al cuadro de Mariel. Las dos, estoy segura, sentimos ese escalofrío—. El padre de ustedes estuvo aquí hace años –siguió contando—. Él no dio su vida, como lo saben, pero decidió ayudarnos de otra forma: nos ayudó a expandirnos.
—¿A qué te refieres?
—Él construyó una casa más grande, con sus riquezas, qué va, más que una casa: el construyó un hotel de todos.
—¿Nuestro padre… construyó el hotel… por ustedes?
—Así es. Y él de alguna u otra forma nos ha ayudado. Ha enviado energías desde allá. Sólo le pedí que construyera una celda igual a la que Él está encerrado.
—¿Una… celda?
María y yo nos miramos. Ahora entendíamos por qué a papá cada cierto tiempo le gustaba encerrar a alguien en ese lugar. ¿Pero entonces era más que un simple castigo?
—¿Le quieren conocer?
—¿A quién?
—A Él…
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