El día que el viajero llegó con la anciana estaba lloviendo. No muy fuerte, podía andar bien por la arena mojada. Por si las dudas, llevaba un impermeable color negro y unas botas que le habían prestado en el pueblo cercano. Justo a tiempo en el que la lluvia incrementó pudo divisar la casa, tan anticuada como la
imaginaba. A primera instancia parecía no haber nadie en su interior, pero fue cuando se acercó más y subió las escalerillas que pudo ver la luz de las velas.
Llamó a la puerta dos veces, no muy fuerte, preocupado de no asustar a la vieja.
Sabía, porque le habían dicho en el pueblo, que la anciana vivía sola, pues su esposo había muerto hacía dos años. Doña Estelita, como le decían los pueblerinos, era muy querida, y al menos dos veces a la semana visitaba el mercado o iba a correos.
—Creo que es la única que lo usa –le había dicho un señor también mayor, en la cafetería
del muelle—. Así como me ves, yo envío mensajes sólo por el celular.
Luego de unos segundos la puerta se abrió despacio y le escudriñaron curiosos unos ojos negros. A pesar de la edad de la anciana, esa mirada era la misma de las fotografías que tanto había visto ese mes.
—¿Usted es…? –comenzó ella.
—Buenas tardes, mi nombre es Octavio –se presentó el viajero. La anciana se dejó ver un
poco. Usaba un vestido blanco, no muy limpió. Hizo la cabeza a un lado y luego
apretó sus labios—. Vengo de Bahías.
La mujer hubiera querido decirle que se fuera, que no quería saber nada de esa ciudad, pero no pudo. Más bien abrió la puerta en completitud y le invitó a pasar.
—¿A qué viene alguien de Bahías a buscarme? –le dijo la anciana, aunque en un tono más
para ella misma. Se acercaron al comedor, jaló una silla y le invitó a
sentarse.
—Gracias –soltó Octavio, y esperó a que Estela también tomara asiento. Se quitó el rompevientos,
dejando ver su rostro aún joven, su cabello negro corto—. No pensé que a mitad
de camino me sorprendiera el aguacero.
—Ha sido una suerte que trajera el impermeable –hizo notar ella sin ninguna
expresión en su rostro.
—Verá –continuó él—, tengo algo para usted. Es… un escrito, quiero que lo lea.
Estela tomó la libreta que el viajero le pasaba. Estaba cubierta de una pasta negra gruesa, y no había título que le presentase.
—¿Para qué quieres que lo lea?
—Estoy escribiendo… la historia de su familia. Y lo que…
—¡No!
La vieja le gritó de tal manera que escupió, y sus ojos parecían lanzar chispas. Volvió a decir que no y lanzó la libreta a la mesa.
—Disculpe.
—¡Gente leprosa! ¡Gente que quiere aprovecharse de mi familia otra vez!
—No podrá negarse –le dijo Octavio en tono de convencimiento—. ¿Quiere saber por
qué? La mitad del texto no está terminado, usted escribirá esas páginas.
Si Estela quería atacar a alguien ese hubiera sido el momento, pero se calmó. Octavio no parecía mala persona. Respiró
profundo:
—¿A qué te refieres?
—La gente tiene derecho a saberlo. Tuve una visión, fue… tengo más o menos una idea
de lo que pasó, pero algo me dice que no fue así exactamente.
—¿Es la historia del hotel?
—Sí.
—¿Es la historia de lo que pasó en la terraza de ese hotel?
Octavio asintió con lentitud. Si su intuición no le fallaba, ya la tenía.
****
Eran los días del exceso, las copas de vino y los trajes blancos. La carpa con foquillos colgando, la piscina en el medio. Estaban jugando con fuego, derrochaban dinero. Y todo eso termina a veces de la peor manera, como si algo se invocase.
La anciana soltó la pluma, temblorosa. ¿Pero qué estaba escribiendo? Se suponía que tenía que continuar la historia, no empezarla de nuevo. Algo similar había escrito Octavio, eso ya lo sabían. No
es fácil revivir el pasado, y más cuando existe una tragedia de por medio. Odió
al joven por haberle encargado aquello, pero sabía que era lo correcto. Siguió
escribiendo:
¿Será esta la noche que viste en tu visión? Parece que sí, es la fiesta. Allí estábamos mi hermana y yo, con nuestros vestidos rojos. Mi tío el calvo gritándole borracho a las mujeres con sus biquinis en la piscina, y las muchas sillas adornadas con blancos moños. Mi madre con Iváncito el bebé, en brazos. Dime viajero, ¿es tu visión? La tuya es más oscura, la mía sólo explica.
Volvió a soltar la pluma, cerró el libro. No prendió velas, descansó su cabeza sobre sus brazos cruzados y quedó dormida en poco tiempo.
Octavio se acostó en la cama del motel. No podía sacarse de la cabeza la frase de la vieja luego de su segunda visita a con ella: Sabrás, entre otras cosas, que es una misión que tienes que pasar por ti mismo. Llevaba veinte días en el pueblo. Ella le había dado un mes, en ese tiempo le regresaría el manuscrito completo.
Prendió su laptop y la puso sobre su estomago. Le agradaba darse tiempo para saber de su hija y esposa. Les saludó por mensajes, le pasaron fotos de su cena con la vecina. Su mujer llevaba puesto el vestido verde que a él tanto le gustaba mirarle.
“¡Están hermosas!”, les escribió. Se despidió de ellas diciéndoles lo mucho que deseaba volver, que ese pueblo era muy gris. Todo es por trabajo, fue su último mensaje antes de cerrar la tapa de la laptop. La puso a un lado y empezó a dormir. Fue en esa noche, luego de tantas después de su llegada, que el sonido de un grillo
le levantó. Era intenso, parecía desesperado. Se levantó a querer buscarle, pero no tenía idea. El grillo, como si supiese, dejó de cantar. El silencio reinó, penetrante. Se halló parado en medio de la habitación y sintió la presencia de nuevo, detrás de él. Allí estaba, su peso, su hedor. Le había acompañado. Giró con los ojos cerrados y saltó a la cama. El grillo volvió a cantar, el reloj lanzó un pitido: eran las tres de la mañana.
La vieja abrió los ojos. Lo supo, estaba allí, en el pueblo. ¿Había viajado desde tan lejos? Limpió con su manga la baba en la mesa, miró el manuscrito abierto, la pluma a un lado. No supo bien cuánto tiempo había dormido, pero la oscuridad era casi total de no ser por la luna. ¿Y si le marcaba una vez más en ese
momento? El viajero le había dejado su número de celular, pero ella no tenía pensado marcarle de nuevo sino hasta que terminase el manuscrito. El final del lapso de tiempo que le había dado al joven estaba acercándose. Y tuvo miedo. Ese ser no podía estar otra vez con ella. Ojalá su esposo estuviera allí, para
abrazarla, para decirle que el mar no tiene pensado lanzarse contra ellos, ni
ningún demonio.
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