El Hotel De Todos
Estela Córdova se levantó temprano a prepararse el café y caminar a las afueras de su casa. Su cabello fue acariciado por el frío clima que le recibió. Ahora en la edad adulta, acostumbraba sentarse en su poltrona y tomar café con calma. Como cada día desde que recordaba el acontecimiento, la frase regresaba a su mente; la misma que le había dicho al viajero que días atrás había estado en su casa. Hasta la murmuraba al mar que tenía de frente, a la blanca arena con sus troncos secos y negros:
—A las tres de la mañana, cuando el silencio es penetrante, escucharás los susurros. No me despiertes, déjame seguir en mi sueño. Sabrás, entre otras cosas, que es una misión que tienes que pasar por ti mismo.
La mujer sentía algo de pena por aquel viajero, haberle dejado ir sin muchas respuestas. Pero terminaría de escribir su parte del manuscrito y entonces le llamaría. Iría a orillas de la carretera y echaría algunas monedas al viejo teléfono. Le diría: “Octavio, he entendido todo”. Y él vendría desde donde sea que estuviese, a querer saber la resolución de aquella vieja.
Estaba segura que sería pronto, no le quedaban muchas hojas y ya estaba empezando a aclararse el panorama de lo que había ocurrido. Pobre viajero, tenía derecho a saberlo. “Gracias”, le había dicho Octavio, tomando sus manos con las suyas y sonriéndole. Estela clavó su mirada al mar, recordando ese día. Se levantó de la poltrona y caminó directo al interior de la casa, hacia la mesa en el centro. El manuscrito estaba allí. Tal vez lo terminaría de escribir ese mismo día e iría al teléfono. Tenía unas monedas guardadas para hacer la llamada.
1
El día que el viajero llegó con la anciana estaba lloviendo. No muy fuerte, podía andar bien por la arena mojada. Por si las dudas, llevaba un impermeable color negro y unas botas que le habían prestado en el pueblo cercano. Justo a tiempo en el que la lluvia incrementó pudo divisar la casa, tan anticuada como la
imaginaba. A primera instancia parecía no haber nadie en su interior, pero fue cuando se acercó más y subió las escalerillas que pudo ver la luz de las velas. Llamó a la puerta dos veces, no muy fuerte, preocupado de no asustar a la vieja.
Sabía, porque le habían dicho en el pueblo, que la anciana vivía sola, pues su esposo había muerto hacía dos años. Doña Estelita, como le decían los pueblerinos, era muy querida, y al menos dos veces a la semana visitaba el mercado o iba a correos.
—Creo que es la única que lo usa –le había dicho un señor también mayor, en la cafetería
del muelle—. Así como me ves, yo envío mensajes sólo por el celular.
Luego de unos segundos la puerta se abrió despacio y le escudriñaron curiosos unos ojos negros. A pesar de la edad de la anciana, esa mirada era la misma de las fotografías que tanto había visto
ese mes.
—¿Usted es…? –comenzó ella.
—Buenas tardes, mi nombre es Octavio –se presentó el viajero. La anciana se dejó ver un poco. Usaba un vestido blanco, no muy limpió. Hizo la cabeza a un lado y luego apretó sus labios—. Vengo de Bahías.
La mujer hubiera querido decirle que se fuera, que no quería saber nada de esa ciudad, pero no pudo. Más bien abrió la puerta en completitud y le invitó a pasar.
—¿A qué viene alguien de Bahías a buscarme? –le dijo la anciana, aunque en un tono más
para ella misma. Se acercaron al comedor, jaló una silla y le invitó a sentarse.
—Gracias –soltó Octavio, y esperó a que Estela también tomara asiento. Se quitó el rompevientos,
dejando ver su rostro aún joven, su cabello negro corto—. No pensé que a mitad de camino me sorprendiera el aguacero.
—Ha sido una suerte que trajera el impermeable –hizo notar ella sin ninguna expresión en su rostro.
—Verá –continuó él—, tengo algo para usted. Es… un escrito, quiero que lo lea.
Estela tomó la libreta que el viajero le pasaba. Estaba cubierta de una pasta negra gruesa, y no había título que le presentase.
—¿Para qué quieres que lo lea?
—Estoy escribiendo… la historia de su familia. Y lo que…
—¡No!
La vieja le gritó de tal manera que escupió, y sus ojos parecían lanzar chispas. Volvió a decir que no y lanzó la
libreta a la mesa.
—Disculpe.
—¡Gente leprosa! ¡Gente que quiere aprovecharse de mi familia otra vez!
—No podrá negarse –le dijo Octavio en tono de convencimiento—. ¿Quiere saber por qué? La mitad del texto no está terminado, usted escribirá esas páginas.
Si Estela quería atacar a alguien ese hubiera sido el momento, pero se calmó. Octavio no parecía mala persona. Respiró profundo:
—¿A qué te refieres?
—La gente tiene derecho a saberlo. Tuve una visión, fue… tengo más o menos una idea
de lo que pasó, pero algo me dice que no fue así exactamente.
—¿Es la historia del hotel?
—Sí.
—¿Es la historia de lo que pasó en la terraza de ese hotel?
Octavio asintió con lentitud. Si su intuición no le fallaba, ya la tenía.
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