8

Parte de Octavio, continuación:

El pueblo cerca de la casa de Estela Córdova es bonito, tiene un toque mágico. Se alarga junto con el muelle, terminando en un faro mediano. Frente a las lanchas y dos barcos pesqueros se encuentra una cafetería, un hotel (que es donde me he hospedado), bares y una pequeña estación de camiones. La gente en el pueblo me parece muy educada y como son pocos la mayoría se conocen. Se me hacía increíble que estando a tan sólo dos horas de Bahías fuera la primera vez que yo escuchase de su existencia.

          He llegado y me he hospedado en este modesto pero agradable hotel. Desde la ventana donde escribo puedo ver el frío mar moverse. He preguntado por Estela Córdova en recepción, y el chico que me atendió decía no saber nada acerca de ella, pero me recomendó ir al bar o a la cafetería a preguntar. Me tumbé un rato en la cama antes de decidir salir de nuevo. En el trayecto a la cafetería contesté la llamada de Elisa y le hice saber que ya estaba en el pueblo, que todo iba bien. Le pregunté por Ana y le dije que se cuidaran mucho, que las amaba.

          Entré a la cafetería y vi que sólo atendía una sola persona, y al parecer el dueño. Era un viejo de una enorme barriga y con lentes redondos. Le pedí un café y me senté en una banca ante la barra.

—Usted no es de acá, ¿cierto?

—No –respondí—. Vengo de Bahías.

—Vaya –soltó el hombre, dándome su gorda espalda para preparar el café—. ¿Qué lo trae al pueblo? De seguro debe de ser fotógrafo y viene a fotografiar esa cueva llena de murciélagos.

          Negué con la cabeza a la vez que tomaba la taza que él me pasaba.

—En realidad estoy aquí –Tomé un sorbo—, porque busco a Estela Córdova.

          Él juntó los labios y luego miró hacia todos lados del local, como si quisiera corroborar que sólo nosotros estábamos allí. Al fondo en una mesa se hallaban una chica y su novio.

—Doña Estelita viene a veces –me dijo—. Viene al supermercado o casi siempre a Correos. Creo que es la única que lo usa. Así como me ves, yo envío mensajes sólo por el celular.

—¿Vive muy lejos de aquí?

—Qué va, está como a diez minutos a lo largo de la playa. Podrías llegar incluso caminando. Aunque claro, me imagino le conoces, o te espera.

—Yo…

—Es muy reservada con la gente, desde que falleció su esposo. Creo que es la primera vez que alguien la busca… Bueno, hace meses vinieron esos abogadas a querer contactarla.

—Sí, sí, estuve enterado.

—¿Es cierto que vendió un hotel? Los rumores son bastante…

—¿Cuánto le debo? Me he acordado que tengo que avisar que he llegado y…

          El hombre no pareció contento con mi actitud, y levantando una ceja me pasó una nota con la cantidad por el café. Agradecí y salí del local sabiendo que Estela Córdova estaba en una casa cerca de allí. Decidí volver al hotel, tomar energías, quizá al día siguiente la buscaría.

          No he parado de escribir, en el autobús y otra parte aquí en la habitación. El mar se mueve con más fuerza desde mi ventana, parece que viene una tormenta.

Final de la parte de Octavio.

—He terminado de leerte –habló la anciana, casi como un susurro. Octavio, del otro lado de la línea le dijo que en ese mismo momento iba para allá. Estela colgó el teléfono rojo y viejo instalado a mitad de la carretera. Volvió sus pasos hacia la arena y caminó hacia su casa de madera a mitad de la playa.

          El viajero no tardaría en llegar, así que ella se sentó en una silla de su comedor y mantuvo la puerta abierta, en espera de verse la silueta del hombre. Sentía cómo el pasado iba cobrando vida de nuevo, como si tratase de subir como una raíz envenenada por su piel. Ahora le tocaría a ella escribir, pero antes tenía que hacerle algunas preguntas al viajero y, sobre todo, hablarle de ello.

          Octavio llegó a la casa y al verla sentada al fondo tocó a la puerta dos veces, sin atreverse a entrar del todo.

—Anda –le dijo la voz de la anciana y él caminó hacia ella. Tomó una silla de la mesa y se sentó frente a la mujer—. ¿Quiere que le prepare un café?

—Gracias, pero he tomado uno hace unos minutos –respondió, sorprendido de lo amable que

ahora era Estela—. ¿Cómo está?

—Bien, creo que soy una vieja al revés: con el paso de los años mi edad mejora.

          Los dos sonrieron. Estela tenía en las manos el manuscrito que Octavio le había dado.

—¿Qué le ha parecido?

—Necesita algunas correcciones –le dijo ella—. Pero para alguien sincero está bien; ahora

entiendo, tú no eres uno de esos periodistas.

          Los dos se miraron. Aunque Estela decía que estaba bien, sus ojos se miraban cansados, se perdía el color de su cabello.

—Gracias por leerlo. ¿Me ayudará a continuarlo?

—Sí, lo haré, pero necesitaré algunos cinco días. No lo sé, hay tanto que tengo que recordar. Mi mente estará tan confusa como tu visión.

          La quijada de la vieja tembló.

—¿Mi visión? –le respondió Octavio—. Oh, claro… la del elevador. Usted sabe el significado, ¿verdad? No era mi intención recordarle… algo feo.

—Admito que me costó trabajo leer esa parte –dijo Estela—. Describiste a la perfección el cuarto de mis padres… el baño, la sangre. Y viste la fiesta, el bautizo. Y el que te sonrió debió de ser él… mi tío. Tan extraño…

—¿Por qué me pasó eso a mí? Lo he estado pensando, pude haber quedado inconsciente y tener una especie de pesadilla.

—¿Le has visto de nuevo?

—¿A quién?

—Sí, desde que llegaste, ¿has visto de nuevo al espectro?

          Se me erizó la piel. La manera en que ella pronunció esa última palabra me causo terror, y más porque sabía a lo que se refería.

—No, desde que llegué. No he notado su presencia. ¿Cree que sea cierto que esa cosa me sigue desde que tuve la visión en el elevador?

—Es posible. Ahora bien, escúchame.

          La anciana dejó el manuscrito en la mesa y tomó mis manos con las suyas. Me miró con fijeza para decirme:

—A las tres de la mañana, cuando el silencio es penetrante, escucharás los susurros. No me despiertes, déjame seguir en mi sueño. Sabrás, entre otras cosas, que es una misión que tienes que pasar por ti mismo.

          Me soltó, había entrado en una especiede trance. Se levantó y se dirigió al pequeño refrigerador amarillo que tenía.

—¿Agua?

—Sí, agua está bien –le dije.

—Sé que tienes muchas dudas –siguió ella, y se acercó a mí con un vaso de agua—. Pero cuando sientas la presencia del espectro no acudas a mí, por favor… no lo traigas.

          Sentí que se iba a caer, su vaso de

agua le tembló en la mano. La ayudé a sentarse en la silla.

—¿Qué

es? –le pregunté—. ¿Quién es el espectro?

—A

las tres de la mañana –siguió ella—. Esa es la hora clave. Pero para

entenderme… déjame escribir mi parte. Déjame contarte lo que quieres saber… dame

unos días… entonces yo te llamaré. Iré a ese viejo teléfono en la carretera y

te llamaré.

 

Parte de Estela (del manuscrito)

Eran los días del exceso, las copas de vino y los trajes blancos. La carpa con foquillos colgando, la piscina en el medio. Estaban jugando con fuego, derrochaban dinero. Y todo eso termina a veces de la peor manera, como si algo se invocase. ¿Será esta la noche que viste en tu visión? Parece que sí, es la fiesta. Allí estábamos mi hermana y yo, con nuestros vestidos rojos. Mi tío el calvo gritándole borracho a las mujeres con sus biquinis en la piscina, y las muchas sillas con moños blancos. Mi madre con Iváncito el bebé, en brazos. Dime viajero, ¿es tu visión? La tuya es más oscura, la mía sólo explica. Hubieron tantas fiestas que es difícil adivinar cuál fue la que viste, pero estoy segura que fue la peor. No puedo asegurar que este recuerdo trate de eso… más bien es una de las primeras fiestas que recuerdo, cuando mi abuelo daba la bienvenida a casa a mis tías luego de su estancia de seis meses en el extranjero.

          Empezaré escribiendo sobre esta fiesta en particular porque servirá de base para que te enteres más o menos cómo era mi familia, y creo que de hecho me sirvió a mí. Pues a pesar de lo que venía oyendo en los pasillos, los chismes y los murmullos, me enteré por primera vez quién era mi abuelo en realidad, se le cayó la máscara y me di cuenta que era cierto el mito de la celda.

          Vivíamos en lo alto del hotel de la familia, el más grande y costoso en aquel entonces del puerto de Bahías. Mi abuelo, quien desde pequeño no había sufrido la escasez de nada, había logrado uno de sus más ambiciosos proyectos: la construcción de su propio hotel. El Córdova Azul contaba con dos torres, cada una con veinte pisos. Tenía la piscina más larga de aquel entonces. Y como no había mejor lugar donde quedarse en Bahías, mis abuelos decidieron vivir con sus hijos en lo alto de la primera torre, teniendo su hogar justo en la lujosa terraza, donde solo sus eventos, o algunos contratados a alto precio, eran llevados a cabo.

          Mi padre, su hermano Ricardo y sus dos hermanas, María y Patricia, llevaron la infancia más envidiable de todas. Vivir en el hotel era el sueño que nunca habían anhelado, su costumbre. Ellos eran tratados como príncipes por los empleados, y quién más que yo para saber de eso. Quizá por tan buena vida, ni mi padre ni sus hermanos quisieron abandonar el hotel aún después de ser mayores. Incluso mi padre, al casarse con mi madre, decidió llevársela a vivir también a la terraza. Mi abuelo construyó una suite más para que ellos se instalaran allí. Era el segundo hijo y no había capricho que no se le cumpliese.

          Mi padre y mi madre formaron al poco tiempo su familia. Nací yo, y dos años después mi hermana Hilda y luego Iváncito, el bebé, el pequeño de la familia, el de los lloridos en el cielo. Por supuesto que mis abuelos estaban contentísimos con mi padre y la forma en que iba creciendo la familia Córdova, pero no lo estaban tanto con sus otros tres hijos. Mi tío Ricardo, el hijo mayor, era todo lo contrario a mi padre; era el fiestero de la familia, el borracho, el que llegaba tarde. De él no se veían ni ganas de sentar cabeza. Criticaba a sus hermanos por lo aburridos que eran, y aunque el más criticado era él, le valía. Él se conformaba con salir con sus guardaespaldas en su camioneta de lujo.

          Por otro lado, María y Patricia, mis tías, habían optado por una conducta llena de estudio y viajes. Eran las que mayor tiempo estaban fuera del hotel, y aunque ya rondaban los treinta, las dos se habían dedicado a rechazar a todo tipo de pretendientes. Yo las veía siempre con sus libros cuando estaban en casa. Habían hecho una mancuerna perfecta, no sólo eran hermanas, eran mejores amigas. Aún así, a pesar de tantos cuidados, hacía cinco años que María había quedado embaraza de mi primo Carlos, y nadie sabía quién había sido el padre. Los rumores contaban que se trataba de un simple trabajador, o incluso un huésped al que había conocido en el bar.

          Fue entonces como, si en un punto del crecer, la vida se hubiese detenido, estancada, y de pronto todo era lo mismo. Mis abuelos iban viendo cómo sus tiempos pasaban, fui creciendo igual que mi padre en ese ambiente, llegué a mis quince años y es allí donde recuerdo esa fiesta en particular…

          Mis tías María y Patricia acababan de llegar de Europa, de España para ser más precisa. Mi abuelo les había organizado una fiesta en la terraza porque cualquier pretexto bastaba para no aburrirse el fin de semana mirando el atardecer. Habían instalado una carpa que nos protegía del sol, y unas cinco mesas con manteles blancos. Éramos atendidos por los meseros de planta contratados por mi abuelo desde hacía tiempo. Cerca de los barandales del fondo se hallaba una banda de música de viento.

          Recuerdo estar sentada en una de esas mesas con mi familia. Mi madre le daba del biberón a Iváncito, y yo y mi hermana, con vestidos rosados, mirábamos atentas alrededor. Mi padre no estaba en la mesa en ese momento, pues se hallaba platicando con unos señores que con regularidad asistían a las fiestas dadas por mi abuelo. El lugar en la mesa era ocupado, sin embargo, por Mónica López, una antigua amiga de mi madre y de las pocas que sabían de su ahora lujosa vida.

—¿Han llegado desde muy lejos? –preguntaba ella.

—Creo que España… Visitaron Extremadura, algo así –respondió mi madre—. Vienen más creídas que nunca.

—Qué ni te escuchen decirlo. Pero sí, yo las noto más raras –susurró al final.

          En ese momento un mesero se acercó y dio a las dos amigas un vaso de limonada.

—¿Y para la señorita y la niña? –preguntó el hombre, muy delgado y de grueso bigote.

—Puedes traerle refresco, Alán –pidió mi madre. Le sonreí a Alán apenas cuando él me

miró buscando mi afirmación.

—Esta música tan fuerte –soltó mi madre.

—Gracia, ¿segura que Luis no se enojará si me ve aquí sentada?

—Claro que no Mónica, eres como de la familia.

          Miré desde allí sentada cómo mi tío Ricardo se acercaba al grupo de hombres con los que platicaba mi padre, y tan sólo unos segundos bastaron para que pasara lo que yo ya sabía que ocurriría: mi padre abandonó la conversación y regresó a nuestra mesa. Siempre decía que mi tío Ricardo, ya que se le pasaban las copas, metía mucho la pata.

          Mónica se quiso levantar pero mi madre la instó a permanecer sentada poniéndole su mano en el brazo.

—Hola Mónica –saludó mi padre—. ¡Gracias por venir!

          Mi padre se puso detrás de mi hermana y de mí, poniéndonos una mano a cada una en el hombro. Recuerdo cómo nos acercaba a él, a manera de abrazo.

—¿Han venido desde muy lejos? –preguntó Mónica, quien siempre quería saber todos los detalles

sobre nuestra familia.

—Pues el vuelo ha durado doce horas –respondió mi padre—. De igual forma no he tenido

tiempo de platicar mucho con ellas.

          Mis tías María y Patricia estaban cerca del arco de flores que mi abuela siempre mandaba poner en las fiestas, rodeadas de sus amigas.  Las dos vestían de negro, al igual que sus sombreros.

—Ahora vienen muy cambiadas –siguió Mónica.

—Sus guantes, son tan elegantes –señaló mi madre.

          En ese momento Iváncito empezó a llorar. Mi padre se lo pidió a mamá y lo empezó a mover entre sus brazos hasta que el bebé calló.

—¿Y ya está Ricardo… ebrio? –preguntó Mónica.

          Mis padres intercambiaron una rápida mirada.

—No aún –respondió mi padre—. Pero no debe de tardar, los meseros le sirven como

locos.

—Tengo hambre –dijo mi hermana Hilda por tercera vez en aquella tarde.

—Creo que les hablan –nos advirtió Mónica.

          Mis abuelos nos hacían señas desde lejos. Y supe lo que se avecinaba: la típica foto familiar, en donde todos los invitados miraban cómo algunos cinco fotógrafos nos iluminaban con sus cámaras. Nos levantamos y mi padre le dio el bebé a mamá. Los cuatro caminamos hacia el arco, donde mis tíos y mis abuelos ya estaban allí.

—Hermosa, ven, ven para acá –me dijo mi tía Patricia, y me jaló de un brazo hacia ellas. De pronto estaba rodeada entre mis dos tías y mi abuela.

—Pero has crecido bastante –decía María.

—Es lo que les digo, se lo digo a Ramsés. Ya es toda una mujercita –terminó mi

abuela.

          Recuerdo ponerme colorada; quién más que mi padre para rescatarme de aquella situación, pues los fotógrafos pedían que nos acomodáramos.

—Eh, Ricardo, que deja esa copa –riñó mi abuelo a mi tío, quien la dejó casi vacía en la charola de un mesero que iba pasando.

          Y así nos acomodamos, yo tomando la mano de mi padre, quien pasaba un brazo alrededor de mi madre. Mis tías del lado derecho. Miré al hijo de mi tía María: Carlitos, más grande, algunos cinco años. Se lo habían llevado con ellas al viaje. Vestía un traje blanco, cabello corto tipo hongo. Y sonreía todo el tiempo a las cámaras. Todo lo contrario a sus madres, quien con una mirada rápida pude darme cuenta de lo frías que ahora lucían.

          Al terminar la sesión mi abuelo aplaudió e indicó que era hora de que sirvieran la comida. Así que volvimos cada quien a las mesas. Todos menos mi tío Ricardo, quien no dudó en acercarse de nuevo a la barra de bebidas.

—Deben de haber salido súper –indicó Mónica cuando llegamos. Un mesero ya había acercado una silla para mi padre.

—Al fin –dijo Hilda, cuando vio cómo servían el banquete.

          Era una tarde perfecta, ¿qué lo podría estropear? La música sonaba tranquila, el atardecer empezaba a pintar el cielo de naranja. Y recuerdo a mi tío platicar con una de sus muchas novias, esa sonrisa grande. A mis tías visitar cada mesa para preguntar si todo estaba bien o tomarse alguna foto con los invitados. A mi primo Carlos en el medio de la terraza jugando con un tractor amarillo de juguete. Mi abuelo a lo lejos, quien

se percató de que lo miraba y me guiñó un ojo. Su bigote era tan grande que conjugaba con sus gruesas cejas.

—Está delicioso –saboreaba Mónica el espagueti.

          Vi a mis tías llegar a la mesa de mis abuelos y sus amigos. Era la mesa más grande, al fondo de la terraza. Mis tías al lado de mi abuelo, riendo, contando anécdotas de su viaje. Una de ellas pidió bebidas al mesero desde lejos. Pocos le ponían atención, de hecho yo entre miradas. El mesero Alán se acercó con vino tinto. Mi abuelo tomaba con fuerza la mano de Patricia y le besaba, feliz de verla de nuevo. Fue fugaz, el vino tinto le bañó la cabeza, le manchó el traje café. Y nadie, créame, quería ver a ese hombre enojado.

          Mis tías se hicieron a un lado cuando mi abuelo empezó a levantarse, temblando de rabia. Pocos se habían percatado de la situación. El mesero dejó la charola en la mesa y miraba con miedo lo que había hecho. Fue luego del grito que todos se percataron del dueño del Córdova azul manchado de vino tinto:

—¡La celda! ¡LA CELDA!

          Gritó dos veces, el segundo más fuerte que el otro. Mi padre lo entendió, miró también al mesero, a mis tías. Se limpió la boca con la servilleta y caminó aprisa hacia la mesa.

          Mónica miraba a mi madre sin entender su expresión de terror, ella no sabía lo que significaba la celda. Empezó a temblarme la mano sujetando el tenedor y agradecí que mi madre la tapó con la suya para intentar calmarse.

—¡No! –escuché que decía mi padre—. Por favor, no lo hagas.

          Mi abuela, quien era de esa clase de mujer que cede a todo lo que el marido pide, mantenía la mirada sólo hacia el plato de comida. Pero la decisión de mi abuelo estaba dicha. Y Ricardo ya se había acercado para sostener de un brazo a Alán.

—Ayúdame –le dijo mi tío a mi padre—. Vamos a llevarlo.

—No –respondió, con la mirada firme.

          Mi abuelo sujetó entonces el otro brazo de Alan, y antes los gritos de suplica de éste, lo encaminaron hacia el elevador.

—¡¿Y por qué han dejado de tocar?! –gritó mi abuelo a los músicos y éstos continuaron.

—Oh, no –decía mi tía Patricia, tapándose la boca con sus manos de guantes de seda.

          Los tres hombres dejaron de verse al cerrarse las puertas del elevador. El rostro de terror de Alán, joven que ya tenía cuatro años trabajando y que sí sabía lo que era la celda, nunca lo olvidaré.

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