16

Conocía la dirección de mi tía Patricia porque en alguna ocasión mi abuela me la dio para que fuera a visitarlas, más nunca lo hice, tal vez porque no noté mucha insistencia. Siempre fue mi abuela quien acudía a visitarme a casa de Mónica, y con tía Patricia tuve muy poca comunicación. Ella mantuvo su porte frío después incluso de la tragedia.

Bajé del autobús en la esquina de la calle donde ella vivía, me adentré entre esos departamentos grises y llegué al de ella. Subí a un segundo piso y llamé a la puerta. Pareció que no atenderían, pero justo cuando iba a irme la puerta se abrió.

—¡Estela! –soltó mi tía con asombró. La vi sonreír, quizá la edad la estaba sensibilizando.

—Hola –le dije, y ella abrió la puerta para invitarme a pasar. Al sólo estar dentro me di cuenta de que estaba equivocada. El lugar no podía ser más tétrico. Sólo una lámpara en una esquina iluminaba la sala de estar, con cortinas rojas, lo que daba un tono rojizo a la estancia. Ella me guió y se sentó en un sillón rosado y luego me indicó otro para que yo tomara asiento. Creo que en el fondo intuía que no había ido allí solo para saludarla.

—¿Cómo ha estado? –le pregunté.

—Bien, bien –dijo, y cruzó sus manos donde pude ver un anillo con una piedra negra—. ¿Y tú? ¿Cómo está la bebé?

—Ya más grande –le dije.

—Debe estar hermosa –soltó—. Teníamos mucho sin vernos. ¿Gustas un café?

—No, no, gracias. La verdad es que vengo de rápido, sólo a preguntarle a algo.

Ella frunció el entrecejo. Lo sabía o quizá no tenía ni idea de lo que se venía.

—Dime, hija.

—Quiero que me diga… ¿cómo me deshago del demonio?

—¿El demonio? –Soltó sus manos y las apoyó en los respaldos del sillón.

—Sí, ese que usted y mi tía María invocaron, la noche que regresaron de España.

Su expresión cambió, abrió la boca y empezó a mirarme con terror.

—Tú… ¿tú cómo sabes eso?

—Tía, yo estaba allí. Y se lo voy a decir, porque ya no sé qué hacer, porque ya no es justo, que esa cosa, ese ser, esté molestándome.

—¿Tú estabas allí? –Temblaba del miedo y el coraje.

—Así es tía… debajo de la cama, la noche que ustedes hicieron algo, como un conjuro en el piso. Creo que parte de ese demonio se quedó en mí; o no lo sé, es lo que pienso.

Mi tía se levantó del sillón, se acercó a una mesa y no dejaba de lanzar ciertos jadeos.

—No lo puedo creer –me dijo, dándome la espalda, luego giró a verme con su vestido negro, su rostro sólo iluminado por la lámpara—. No entiendo qué hacías esa tarde allí… el pacto no era para ti… no era para…

—Era para el mesero –le respondí. Y agrandó más los ojos, y yo me alegré de mi buena memoria, del que no hubiera olvidado ni el más mínimo detalle.

—Tú… ¿pero cómo?

—Tía, yo lo sabía todo. Algo raro aprendieron ustedes en ese país… algo les enseñaron…y venían a pasarlo aquí. Y estoy segura que eso se lo pasaron también a mi tío Ricardo, y que por eso él hizo lo que hizo.

—¡¿Cómo puedes decir eso?!

—¡Porque yo lo sabía! ¡Y mi padre también lo sabía! –Le levanté la voz como ella lo hizo, pero decidí hablar más despacio a continuación:—. Lo siento tía, pero es la verdad. Mis padres sabían que usted y mi tía María platicaban con Ricardo, querían… bueno, ya, todo eso no tiene importancia. Lo que quiero que me diga es cómo me desahogo de esto… de esta silueta… de este ser que está parado ahora a tu lado.

Noté que sintió el escalofrió y se me acercó y se hincó a mis pies temblado de miedo. Y la silueta se perdió en las tinieblas.

—Discúlpame, hija –decía llorando a mis pies—. Discúlpame… por todo.

No dejaba de llorar, a lágrima suelta, soltando alaridos y una que otra palabra. La tomé de los brazos y la ayudé a levantarse, luego la senté en el sillón de enfrente.

—Ayúdeme, por favor –le dije.

Ella se calmó, se limpió las lágrimas y me dijo:

—Está bien. Te contaré qué es lo que tienes que hacer, pero antes tendré que contarte… cómo empezó todo. Y ojalá alguna parte de ti me perdone… y a María también… por todo lo ocurrido.

 

 

“Decidimos viajar a España porque había llegado una postal al hotel, de esas muchas que

llegaban dirigidas a nuestro padre. María me mostró ésa en especial, nos pareció un bello paisaje. Venía firmada por un Duque. El Duque Francisco de Cisneros, quien decía estar agradecido si alguna vez contaba con la visita de un Córdova. Nosotras le comentamos nuestras ganas de visitar España a tu abuelo, aunque con cierto temor, sobre todo porque ya sabes cómo era; sí, también nosotras temíamos a la celda. Pero él solito nos citó a su despacho, también en la terraza y nos contó si queríamos ir a vacacionar a ese país. Así que María y yo planeamos el viaje. Diríamos que habíamos elegido ese país por casualidad, eso nos pidió mi padre. Dijo que casi no contáramos nada luego de nuestro regreso, supuestamente para que Ricardo ni Luis se pusieran celosos. Aunque bueno, ya sabes, no había capricho que a Ricardo no se le cumpliese.

Llevábamos la postal como invitación oculta en una de nuestras maletas. Así que un día las dos fuimos llevadas por mamá y el chofer de la familia al aeropuerto de la capital, junto con Carlitos. Le rogué a María que lo dejara, que era muy niño para esos viajes, pero ella insistió.

Llegamos a España a la mañana siguiente, cansada pero emocionadas por conocer ese nuevo país. Luis y Ricardo no eran viajeros, pocas veces nos acompañaban al extranjero, pero María siempre me seguía la corriente. Ambas adorábamos casi lo mismo, creo que no hay hermanas más parecidas. Le dimos la dirección a un taxista del aeropuerto para ser llevadas a la casa del Duque. Temíamos por nuestra seguridad, pero era también una especie de adrenalina. Nos dejamos asombrar por esos edificios y la naturaleza de aquel país, sus árboles en otoño. Al final el taxi que habíamos tomado en el aeropuerto nos dejó en la mansión del Duque, en una calle normal, pero llena de casas extravagantes. En Bahías una casa así

bien podría ser un hospital o una escuela. Pero en aquella parte del centro de Extremadura era una casa más. El taxi nos dejó al pagarle. Por suerte ya habíamos cambiado algunas monedas por las de aquel país.

 

 

La casa del Duque era gris, de cinco pisos y llena de ventanas con una puerta verde. Era gris porque parecía nunca haber sido pintada, color natural del concreto. La puerta que recibía tenía un picaporte con cara de águila. Llamamos y la puerta se abrió luego del segundo toque. Apareció un niño de pelo negro aplastado y vistiendo un uniforme negro. Nos vio de pies a cabeza. Lo saludamos, pero él no pareció entendernos. Nos habló muy rápido, y sólo pareció reaccionar cuando yo le mostré la postal. La tomó con sus manos y se perdió. Esperamos.

La puerta se abrió en completitud y se dejó ver a un hombre de algunos cuarenta años, muy elegante. Unos ojos oscuros y un cabello igual de negro y aplastado que el del niño, el cual estaba a sus espaldas. El hombre tenía la postal en sus manos, cubiertas por guantes blancos. Nos sonrió e hizo una seña para que pasáramos.

Quién sabe de dónde, dos damas de vestidos grises nos pidieron las maletas y se perdieron por unas escaleras. Habíamos llegado a una sala de estar muy grande, de alfombra roja y cuadros en las paredes. Estábamos acostumbradas a los lujos, a la extravagancia del Córdova azul, pero aquello incluso nos sorprendía. El hombre nos saludó entonces a cada una en la mano y nos dio la bienvenida.

Carlitos nos comentó que quería hacer del baño, y una mujer al escuchar se acercó y lo tomó de la mano.

—Ella lo llevará –nos despreocupó el hombre—. Yo soy Francisco de Cisneros, he escrito esa postal al señor Ramsés Córdova. Me alegra mucho que se hayan decidido a venir. ¿Ustedes son?

—Somos sus hijas –respondí—. Él agradece mucho su hospitalidad. Mi nombre es Patricia Córdova y ella es mi hermana María. El niño es su hijo Carlos.

—¿Conoce a nuestro padre? –preguntó María.

—Sí y no –soltó el Duque, con media sonrisa. Luego lanzó un suspiro—. Gracias por venir, están en su casa. Síganme.

Nos dirigió a otro salón, donde estaba una especie de comedor. Allí había más personas, al parecer habíamos llegado al momento del desayuno. Algunos levantaron sus rostros para vernos, y otros ni atención pusieron. Todos vestían de negro.

—Este es nuestro comedor –nos dijo—. De seguro están hambrientas por el largo viaje. Tomen asiento y enseguida ponen una silla para el niño.

Nos sentamos entre el medio de una anciana y el niño del cabello aplastado. Había unos gemelos rechonchos que se nos quedaron viendo. Algunos señores que pasaban de los cuarenta, de largos bigotes y cadenas con dijes de la estrella de David. En el borde de la mesa se encontraba una dama de aspecto deprimente, quien intentó sonreírnos, como si tuviera más de tres días sin dormir. Todos comían lo que parecía ser pollo y uvas, acompañado de una crema.

—Pueden servirse –nos dijo el Duque, sentándose también a nuestro lado. Una de las mujeres de la entrada apareció con una sillita y detrás venía Carlos.

María ya estaba probando de la crema con una cuchara. La verdad era que sí teníamos hambre. Por un momento nos sentimos con miedo y tensión de no saber con quiénes estábamos en realidad, pero conforme fueron pasando los minutos nos hicieron sentir parte de ellos.

Los gemelos empezaron a tratar de hacernos reír con muecas y chistes de su región, de los cuales por supuesto apenas y entendíamos. El Duque trataba de explicarlos, y resulta que la mujer desvelada también sabía algo de Bahías, pues había ido el año pasado. No dejaba de mencionar que era un puerto muy bello.

—¿Y cómo conoce a nuestro padre? –preguntó entonces María, dirigiéndose a Francisco.

El Duque quedó en silencio, la miró con una expresión sin vida. El niño de la entrada se levantó y tocó una campanilla, y empezó a cantar una canción chillona. Los gemelos fueron los primeros en levantarse tomando sus platos.

—¡Lo siento! –casi nos grita el Duque—. —¡Significa que la comida ha terminado! ¡Lo siento!

Apenas y lo entendimos, pero también nos fuimos levantando. María tomó a Carlos en brazos y seguimos a una de las damas, quien nos hacía señas hacia otro pasillo. Nos llevó entonces a nuestra habitación. El lugar era acogedor, con dos camas y se notaba que con rapidez habían instalado otra pequeña para Carlos. La mujer como pudo nos mostró el ropero y cómo abrir las persianas, que daban a parar a otra calle de casas altas. Nos era difícil entender tanta hospitalidad, pero supimos que era la hora de descansar luego del viaje. Dormimos, y a mitad de la noche me desperté, recuerdo, porque escuchaba gente pasar por el pasillo. Al parecer en esa casa no había un momento en que todos durmieran al mismo tiempo.

 

 

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