La noche del treinta de Marzo Octavio fue el último en alistarse para la cena. Apareció en la sala con un traje elegante negro y vio a su esposa e Hija ya esperándoles. Elisa con un vestido beige y Ana con un vestido negro.
—Están bellísimas.
—Gracias –le dijo su hija, y le tomó de un brazo para llevarlo al sofá—. Ahora a esperar
a Manuel.
—Pudimos haber pasado por él –soltó Elisa—. Le dije.
—Es verdad –apoyó Octavio.
—Dijo
que estaría aquí a las siete y media, faltan… cuatro minutos.
Sería la segunda vez desde su regreso del pueblo que Octavio vería al novio de su hija. El primero que ella les presentaba y que habían invitado a la cena del hotel. Manuel llegó a las siete con treinta y cinco minutos.
—Disculpen, yo…
—No pasa nada –le dijo Elisa, tomando su bolso e instando a todos a que salieran.
Manuel tenía un año más que Ana e iban en la misma universidad. Tal y como se lo prometió a su novia, él también se había vestido con saco y zapatos negros.
—Disculpa –seguía Manuel en el asiento trasero del automóvil—, por mi culpa vamos tarde.
—Claro que no –le murmuraba Ana—. Ya sabes que esos eventos siempre se tardan un poco.
Antes de estacionar el auto pasaron lento por el hotel para contemplarlo. Octavio quedó maravillado, no parecía para nada al que tan sólo tres meses atrás había visitado. Se alzaba la segunda torre al fondo, tapizada de ventanales con luces azules. La fuente la habían agrandado para dar la bienvenida con una enorme palmera de acero. La primera torre había quedado casi igual, solo que ahora pintada de blanco, con nuevos ventanales y una entrada al vestíbulo de puertas de cristal. Los carros hacían fila para entrar al estacionamiento subterráneo.
—Han trabajado día y noche –contó Octavio, recordando la plática que tuvo con su jefe hacía días—. No paraban, es el proyecto más ambicioso de Bahías –Bajó la ventana del auto y mostró la invitación al guardia para que éste le dejara pasar—. La tercera torre aún está en proceso de autorización, pero falta poco.
Luego de dejar el auto subieron las escaleras hacia el vestíbulo principal, donde unas edecanes les daban la bienvenida. En la recepción lucía una pantalla gigante con el logotipo del hotel: dos palmeras entrecruzadas y detrás tres islas. Una de las edecanes los guió directo al área del restaurante, un enorme salón que estaba lleno de mesas. La mayoría de los invitados ya habían llegado, elegantes, alumbrados por
los candelabros.
La edecán les mostró su mesa. Daniela ya estaba ahí junto con su novio y se levantaron para saludarles; lucía también un vestido para la ocasión. Darío, el novio, era la tercera vez que Octavio lo miraba, muy serio, con anteojos y cabello corto.
—Ahora sólo falta el jefe –les comentó Daniela una vez que todos estuvieron sentados. En la mesa aún había dos sillas vacías—. Luces asombrado –le hizo notar a Octavio.
—Es… tan diferente –murmuró Octavio, recordando cuando días atrás habían entrado—. ¿Dónde está el elevador?
—Justo ahí –señaló Daniela—. Ese sí que no le movieron.
A través de las ventanas del área del restaurante y cerca de recepción, Octavio miró las puertas del elevador que antes habían usado los Córdova. Aunque el anterior había sido quitado, habían respetado la
localización de éste.
Un mesero se acercó para presentarse y ofrecerles bebidas. Ana y Manuel no dejaban de conversar por lo bajo. Habían quedado casi de frente a Octavio, quien no tardó en mirarlos. Hacía unas horas, antes de alistarse para la fiesta, había terminado de leer el manuscrito completo, todo lo que Estela había escrito. Y vio a través de su hija y su novio a la Estela de veintiún años conociendo a Gustavo. Y pudo entender lo falsa que era la nota Estela Córdova, un pasado lujoso pero turbulento, pues con sus propias manos Estela había escrito por fin lo que pasó en ese hotel donde ahora otra gente reía, bebía alcohol y presumía. Y narró, luego del tormento, su conocimiento del amor.
Parte de Estela, continuación:
Las noches siguientes fueron cada vez menos pesadas. Crecer con Mónica pudo haber sido en cierta forma lo más normal del mundo, junto con ella, su esposo y el hijo que tuvieron. Pero lo cierto es que yo llevaba la sombra de mi familia original, su peso, a mis espaldas. No obstante lograron hacer un buen trabajo para tratar de alejarme de esos recuerdos, tanto así que hubo veces que sentía que desde el inicio yo había pertenecido a ellos. Al esposo de Mónica empecé a llamarlo papá, y a Fernando lo veía como mi pequeño hermano.
A los veintiún años empecé a cursar la universidad, algo más tarde que los demás, pues después del acontecimiento había abandonado la escuela dos años. Entré a estudiar economía porque era la carrera del boom en aquellos tiempos. En esos días conocí a un asistente del director de la facultad, uno de los trabajadores más jóvenes. Le conocí de manera común, entregándole mis papeles de nuevo ingreso. Se sintió la química enseguida, más no le di mucha importancia. Nos seguimos viendo de lejos, yo en las bancas y él pasando hacia su oficina, o cuando iba a interrumpir las clases para entregar algo a los profesores. Empezaba a sentir que lo hacía a propósito. Hasta que coincidimos frente a frente en un pasillo.
—Tengo que hacerlo –me dijo al detenerse de bruces.
—¿El qué? –le pregunté con una sonrisa.
—Señorita Estela… ¿le gustaría salir al cine conmigo? ¿Un café, quizá?
Mamá Mónica, como empecé a llamarla después, me dio permiso de ir al cine con Gustavo, siempre y cuando Fernando nos acompañara. A Gustavo no pareció molestarle y una vez llegamos al cine, en el centro de Bahías y el único que había en aquel entonces, dejó que mi hermano eligiera la película. Salimos riéndonos de todas las irreverencias de aquel intento de Pinocho con actores reales.
En un taxi Gustavo nos llevó a casa, y en el asiento trasero se animó a tomarme la mano, impulso que había contenido durante toda la función. Fernando venía comiendo las palomitas que le habían
quedado, mirando embobado por la ventana.
—Ha sido una agradable tarde –me dijo Gustavo, y le miré.
—Sí –le dije—. Lo ha sido.
—Ojalá podamos salir de nuevo, aunque por lo de mi escuela será solo los domingos,
como hoy.
—Pero si trabajas por las mañanas.
—Sí, pero por las tardes estoy en otra facultad.
—¿Qué estudias?
—Ciencias políticas.
Por su edad pensaba que él ya estaba graduado. Antes de llegar me comentó que estaba muy unido también a un naciente partido político al cual apoyaba los sábados. Cuando llegamos a casa me soltó
la mano y me despidió de un beso en la mejilla, mientras que a Fernando le chocó los cinco.
—Tienes un brilló –me dijo mamá Mónica con una sonrisa cuando estábamos en la cocina
las dos, ya listas para ir a dormir.
—¿Un brillo? –repetí con el vaso de agua a medio camino.
—Así es, sólo ten mucho cuidado. Conócelo más.
Creo que nunca me habían dado mejor consejo.
A los días que siguieron pocas veces nos seguimos viendo. Y fue a la quinta salida cuando me propuso que fuéramos novios, a lo que acepté. Me sentía en paz, una tranquilidad que no había experimentado nunca. Una noche, justo cuando cumplíamos un mes de noviazgo, decidió darme una sorpresa. Su padre le había prestado su automóvil y él había decidido que diéramos un paseo por la ciudad. Me pidió que me pusiera un pañuelo para taparme la vista, por lo que en todo el camino no supe bien adónde nos dirigíamos. Él me sostenía con fuerza la mano para darme seguridad y confianza, mientras yo sonreía preguntándome qué se traía entre manos. Luego de algunos quince minutos sentí que nos estacionábamos y él me ayudó a bajar. Me
guió hacia unas escalerillas y luego subimos, lo sentí, a una especie de elevador. Cuando sonó el pitido de la puerta abrirse, noté cómo él se puso detrás de mí y me quitó la venda de los ojos.
Estábamos frente a una mesa para dos que terminaba en un camino trazado con flores rojas. En la mesa había dos platos vacíos y copas, y una mesera nos esperaba. Sonreí y me giré para darle un beso. Caminamos hacia la mesa.
—Esto…—le dije—. Gracias.
—No hay nada que agradecer –me dijo Gustavo—. Te lo mereces.
Íbamos a cenar en la cima de algún hotel en la costa de Bahías, por lo que no pude dejar de sentir un escalofrío. La mesera se acercó y nos puso las servilletas en las piernas, y más tarde
regresó con los platillos.
—¿Ocurre algo? –me preguntó Gustavo.
—No –le dije.
Traté de disfrutar el momento, de no pensar en nada. Reímos, recordamos la última salida con Fernando y cómo había llorado porque en su regalo de hamburguesa le había tocado el juguete que menos
quería. Luego Gustavo contó emocionado cómo ya el partido político del cual formaba parte se había oficializado de manera nacional.
—Estoy muy dentro –contó—. Quieren que sea la mano derecha del gobernante de este
estado. Podría salirme de la universidad.
—¿Cuándo?
—No lo sé, en un mes me dirán si quedo. Es una buena oportunidad.
—Sí, sí que lo es –le dije, tomándolo de su mano.
Pensé en lo poco que nos veríamos ahora si eso sucediera. En la universidad tan siquiera podía verlo de lejos, o buscar algún pretexto para toparnos en los pasillos. Pero Gustavo tenía razón… en Bahías no había mucho futuro.
Nos levantamos y Gustavo me tomó de la mano para guiarme a la orilla de aquel balcón. Se miraba el mar iluminado por la luna de esa noche y uno que otro hotel. Entonces le vi, como sombra
nocturno. El hotel de mi familia, el Córdova azul a oscuras, cada pasillo, cada piso, ninguna luz. Un hotel abandonado. Y entre los brazos de Gustavo empecé a temblar, y él me alejó.
—¿Qué pasa? –me dijo preocupado, y fue inevitable que empezara a llorar, refugiándome
en su pecho.
—Vámonos –le dije—. Llévame a casa, por favor.
—¿Qué? ¿Hice algo malo?
—No, no, vámonos.
Hacía seis años que no había visto el hotel. Durante seis años había evitado ir a aquella parte de la ciudad. Evitado a toda costa. Pero Gustavo no lo sabía, no conocía mi pasado. En el camino en el auto le dije. Decidí contarle, a mi manera, para que se quitara las dudas futuras, para que no pensara que era algo de él, para no estropearle su romántica cena.
—Hace seis años que no miraba mi antigua… casa –le dije, con la vista fija en el pavimento de la calle.
—¿Tu casa?
—Mi familia eran los dueños de El Córdova Azul. Y yo…
Gustavo detuvo el auto en seco, lo paró así, en medio de una calle desolada.
—¿Qué? –me dijo—. Entonces tú… oh sí… Tú eres ella, eres Estela Córdova.
Tal vez fue la expresión que usó, que sentí rabia, enojo porque había detenido el auto. Abrí la puerta y bajé. Él entendió el error que había cometido. Bajó también y empezó a seguirme.
—Eh, vuelve, disculpa de verdad… yo no sabía.
Me detuve. No sabía ni en dónde estábamos realmente. Mis últimos años habían transcurrido de escuelas a casa de mamá Mónica. Caminó hacia mí y me abrazó. No quise llorar más, pero sí recargar
mi cabeza en su hombro. Todos en Bahías sabían lo que había pasado en ese hotel, o creían saberlo a su manera.
***
—Nunca le había visto en oscuridad –le respondí a mamá Mónica cuando ella, al día siguiente por la tarde, me preguntó si me ocurría algo.
—¿Qué cosa? –preguntó ella. Estábamos en la sala, esperando a papá. Fernando jugaba con la primera consola de videojuegos del mercado.
—Al Córdova azul –le dije—. Nunca en el tiempo que viví allí, ni una sola vez, le vi en oscuridad. Siempre sus luces, de cada pasillo, prendidas. El hotel de mis abuelos.
—¿Fuiste? –me preguntó ella, con una expresión no sé si de temor o lástima.
—No, pero lo vi anoche, por primera vez en seis años.
No preguntó nada más. Sabía que para ella recordar a mamá, a su amiga, a la familia con la que durante niña había convivido, también era difícil.
Gustavo y yo nos casamos un año después de ser novios. El partido político que él apoyaba lideraba ahora en el estado, y a él lo estaban tomando en cuenta para puestos importantes. Nunca me contaba mucho, pero al parecer le estaba empezando a ir bien. En alguna ocasión lo acompañé a un mitin. Él subió al escenario junto con los otros dos políticos, y aunque no me había contado que participaría, a mitad del evento tomó el micrófono y habló como nunca le había escuchado. Dio un discurso con otra voz, levantando la mano con un puño apretado El séquito de gente que se había reunido en la plaza lucían emocionados con su discurso. Era muy bueno en lo que hacía, se miraba que le apasionaba.
La boda fue en realidad una ceremonia muy modesta. Sólo nos casamos por el registro civil y después fue una cena en su casa. Invité a mi abuela y a mi tía Patricia. Las veía muy poco, a pesar de que las tres éramos las sobrevivientes.
Muy rara vez me visitaban, o yo a ellas, así que apenas sabían de la relación conmigo y Gustavo. Mi abuela había comentado lo rápido que le parecía que nos casáramos, y que aún estaba muy joven para eso. Pero yo ya tenía veintidós años y muchas menores que yo tenían hasta hijos, le conté. Mi abuela sonrió:
—Yo a los veintidós tuve a Ricardito –me contó. Y todas nos quedamos en silencio, las que estábamos en el cuarto después de la cena. Mi tía se apresuró a acercarse a mi abuela y levantarla. Vestía de negro, como casi siempre desde su regreso de aquel país.
—Ha sido una bella boda –me dijo—. Pero nos tenemos que ir.
—Si gustan yo las llevo –invitó Mamá Mónica.
—No es necesario –dijo mi tía—. Pediremos un taxi.
Las acompañé a la puerta de la casa de Gustavo; éste estaba con su papá y su mejor amigo tomando cerveza fuera. Levantó una botella y me sonrió. Le hice señas de que mi abuela ya se iba así
que se acercó a despedirse.
—Agradezco mucho su visita –le dijo él, y mi abuela levantó su regordeta mano para ponerla
en su hombro.
—Cuídemela mucho –le pidió.
Las últimas de mi sangre subieron a su taxi y me acerqué a Gustavo para indicarle que lo mejor era que nos fuéramos, que estaba muy cansada. Se despidió de su familia y yo de Mónica y los suyos, y nos dirigimos a la cabaña que Gustavo había rentado para la ocasión. Le miraba, me había casado. Iniciábamos así el nuevo viaje.
Gustavo y yo nos fuimos a vivir en la parte sur de la ciudad. Mi regla hacia con él era muy clara, no quería vivir cerca del mar. Había respetado mi idea de estar lejos del área de hoteles. Adquirimos
una modesta casa en una colonia tranquila. Durante el primer año los dos trabajábamos, pero luego a él le empezó a ir bien en su trabajo e insistió en que lo mejor era que me dedicara solo al hogar; no le hice caso de inmediato sino hasta que salí embarazada. Él estaba a punto de lanzarse para candidato de su partido, y andaba en muchos viajes hacia la capital, así que decidió que en definitiva yo abandonara el empleo y pasara mi embarazo en casa siendo cuidada a veces por Mónica.
Mi abuela nunca llegó a conocer a Renata, la única hija que Gustavo y yo tuvimos. Fue durante el embarazo, cerca de los seis meses, que recibí la noticia. Fue tía Patricia quien marcó a casa de Mónica y ésta me lo informó. Gustavo estaba en la capital del estado, a tan sólo dos horas de distancia y se vino en una avioneta. Me acompañó al funeral.
Una parte de mi sentía culpa de que casi no pasé días con mi abuela, pero las dos mujeres, mi tía y ella, y yo misma, habíamos puesto una barrera. Llegué a odiar a mi propia abuela por ocultarme su delicado estado de salud, pero ya no había nada que pudiera hacer. Vestida de negro, y con la panza de embarazo, le lloré a mi abuela siendo abrazada por Gustavo y mamá Mónica. De frente a mi estaba mi tía Patricia, ocultando su rostro con una seda que le caía del sombrero negro. Nunca pude saber si
estaba llorando.
Ya para despedirnos me acerqué a ella para darle un abrazo, pero supe que había sido una mala decisión. Se me había olvidado que ella no era mujer de abrazos. Detuvo mi intento y tomó sólo mis
manos con fuerza.
—Me hablas cuando nazca –fue todo lo que dijo; me soltó y caminó hacia las afueras del cementerio, dejándome allí con las algunas veinte personas que habían asistido al funeral, muchos amigos de mi abuelo en los tiempos del Córdova azul.
Renata nació un octubre. Le puse así porque así se llamaba la mamá de Gustavo, y Gloria, su segundo nombre, en honor a mi abuela. Tal y como mi tía lo pidió intenté contactarla cuando ella nació,
pero Mónica me dijo que al teléfono nadie contestaba.
—Ella debería buscarte –me dijo en noviembre, mientras las dos platicábamos en la sala de mi casa. Yo llevaba a Renata en brazos, envuelta en una cobija.
—¿Sabes donde vive? –le pregunté.
—Ni idea –me dijo ella—. Pero creo que es en el centro.
Renata empezó a llorar. Era una bebé muy tranquila, pero cuando lloraba es porque de verdad tenía hambre o algo le molestaba.
—¿Cuándo regresa Gustavo? -preguntó Mónica, mientras yo amamantaba.
—Se supone que el lunes –le dije—. La próxima semana lo anuncian.
La noticia de que mi marido sería el candidato a presidente de Bahías apenas y se conocía, e ignoraba con ello todo lo que se vendría.
—Lo hará bien –me dijo Mónica—. A ese hombre se ve que le encanta la política, y tú sabes que es bueno. Ojalá ayude al puerto, como tanto lo necesita. Bien sabemos que no busca dinero.
—¿Por qué dices eso?
Mónica me miró de pronto con preocupación, sabiendo que había metido la pata, pero aún así soltó las
palabras que quería decir:
—Dinero nos les hará falta Estela, eres la heredera del hotel.
Me levanté con enojo, dejé a Renata en los muebles pegados que habíamos puesto de rápido como protección. En unos minutos estaría dormida.
—Bien sabes que no me interesa nada de ese hotel –le dije—. Y no quiero que Gustavo lo sepa. Nadie debe de saber que soy la heredera del Córdova azul.
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