El día del bautizo nos despertó a todos el llanto de Iváncito. Mi madre le preparó su biberón, ya tenía ocho meses y era muy raro que se levantara a muy temprana hora llorando, pero algo parecía inquietarle. Fuera lo que fuese nos puso a todos en pie, y mi padre dijo que esta vez desayunaríamos allí, y que él mismo
prepararía el desayuno. Supongo que era porque no quería que nadie de la familia se cruzase hasta la fiesta.
A las diez de la mañana los meseros y más trabajadores del hotel empezaron a adornar el evento. Yo miraba desde dentro de casa como ponían las sillas y mesas y al fondo el tradicional arco,
solo que esta vez con globos y rosas blancas. El bautizo sería llevado allí mismo en lugar de en una iglesia, y los invitados estaban citados para las dos de la tarde.
Recuerdo verme al espejo ya con mi vestido blanco puesto, sujetando mi cadena de oro con una dije de cruz. Mi madre se acercó a mí y se puso a mis espaldas, ella tan sólo maquillada del
rostro.
—Ayúdame con tu hermana, Estela, qué se hace tarde.
Asentí y fui al cuarto para ver si Hilda ya se había bañado. Todos andaban apurados y mi padre iba y venía por toda la casa acomodándose la corbata. Cerca del mediodía mi abuela entró a preguntar si ya estábamos listos, y mi madre le dijo que no faltaba mucho. La mujer lucía un vestido rosado y un peinado de panal de abeja.
A las tres de la tarde fue llevada la ceremonia. Al salir de nuestro hogar vi a mi tío Ricardo sentado como si nada hubiese pasado en una de las sillas, y giró a verme para sonreírme, como te sonrió a ti en la visión. Iba vestido de blanco con una rosa blanca entre el bolsillo del saco. Realmente no parecía haber venido del mismo infierno. Mi abuela lo había comentado: Es otro.
El padre de la iglesia que siempre asistía a ese tipo de eventos ya se encontraba bajo el arco, el mismo que había bautizado a mi primo Carlos, a mi hermana Hilda y dicen que a mí. Todos nos hallábamos parados en hileras frente al pequeño altar, y mi madre y padre se hallaban junto con el bebe y los padrinos. La mayor parte de la misa recuerdo haber estado mirando hacia el mar, y cuando llegó el acto, por así decirlo, no pude contener unas lágrimas al ver a mi pequeño hermano ser rociado por agua bendita.
Luego siguieron las fotos, casi todos de blanco, sonriendo a la cámara. Mi abuela en algún punto preguntando por mi tío Ricardo, quien inmediato del acto del bautismo se había ido.
—Debe haber ido por algunos de sus amigos –comentó mi abuelo, tomando de los hombros a mi abuela; siempre acercaba su cabeza a su cabello en manera de cariño. Así podía ser él, a veces el tipo más cruel que uno se pudiera topar, y a veces el más tierno. Tal vez así éramos todos. Mi abuela le apretó la mano y caminaron a la mesa principal, y les seguimos. La fiesta ya había comenzado con los músicos tocando mambo tropical. Muchos de los amigos de mis padres estaban allí. Los meseros iban y venían sirviendo canapés. Le puse mi dedo meñique a Iváncito para que él lo presionara con su manita, me encantaba que hiciera eso. Mi madre me miró y me sonrió al ver aquello. Y nunca olvidaré eso. Entonces sonó el primer disparo.
No me permitas seguir escribiendo mucho, no me preguntes cuando me veas, no me hagas recordar más. Trataré de ser breve pero precisa, porque luego de los demás disparos, de darme cuenta que existían gritos de horror a mi alrededor, antes de tirarme en completitud al suelo y esconderme debajo de la mesa, de precisar el silencio de los instrumentos musicales, pude ver en la azotea de la terraza a mi tío Ricardo con una ametralladora ligera disparándole a la gente, a su familia, a los invitados. Ahí en el suelo bajo la manta blanca sólo me tapé los oídos pero no era suficiente. Alguien me empujó y la mesa se levantó, quedando yo desprotegida, por lo que me arrastré por el suelo, gateando ya entre refrescos, cerveza, vino y sangre. Me refugié hasta llegar a otra mesa y pude ver desde allí las piernas de mi tío Ricardo, ya en el suelo, tambaleándose. Alguien le había disparado pero él seguía también disparando. Vi a mi abuelo caer al suelo recargado en el barandal. Y grité, un último disparo. No quise abrir los ojos, ante lloriqueos, ante gritos.
Alguien me levantó, creo que un tío abuelo o algo así, sabía que era familiar porque lo había visto en algunas ocasiones; el caso es que él fue quien se preocupó por mi ante lo que estaba pasando, quien me levantó y me tapó la cara con sus manos, o al menos lo intentó, porque alcé el cuello, luché contra él. Mi tío Ricardo yacía muerto dentro del elevador, quizá había intentado huir. Había dos hombres a su lado, se metieron con él. Se cerró la puerta de metal. No tardó en escucharse una sirena, a pesar de que estábamos a metros de altura. Entonces capté: mis padres… mi hermana… El hombre me abrazó con más fuerza. ¿Quién había muerto? Habían sido tan sólo unos segundos pero la lluvia de balas había arrasado con varias
víctimas, lo sabía.
—¡Estela! ¡Estela!
Abrí los ojos y miré a Mónica y no pude evitar soltar el llanto. Ella me abrazó. Giré y vi a ciertos grupos de gente acumulados alrededor de otras personas. Algunos estaban heridos. Mónica me llevó a mi casa, me sentó en el mueble. Estaban los cristales rotos, gente había corrido dentro de la casa, algunos habían muerto en el baño, otros en el cuarto de mis padres.
—Mis… Mis padres…mis…herma…
Mónica me abrazó más fuerte, mi abuela alcancé a verla que era llevada por dos señoras, llorando, con sangre en sus vestidos, gritando a toda fuerza. Llegaron los paramédicos, empezaron a tapar
cuerpos. Y escuchaba gritos por todos lados, ordenes, gente histérica. Y lo supe cuando los minutos pasaban y mi familia no entraba por esos cristales rotos, y Mónica no me permitía salir.
—¡¡POR QUÉ?! –escuché el lamento desgarrador de alguien.
Lo supe luego de unos segundos, cuando mi abuela ingresó a verme y me dio la noticia. Mis padres habían muerto, el bebe también había recibido un disparo, e Hilda estaba grave en el hospital. Mi abuelo había muerto, mi tía María recibió un disparo junto con Carlos. Habían muerto dos meseros, tres músicos y otras cinco personas más. Fueron las victimas de Ricardo antes de que éste cayera por fin muerto luego de seis disparos dados por el guardaespaldas de mi abuelo. Cuando llegaron los agentes y los policías, dos hombres bajaron junto con el cadáver en el elevador, y ya en el vestíbulo una multitud de más policías, reporteros y curiosos les esperaban. Hubo dos disparos de cámaras fotográficas, las cuales captaron el cuerpo balaceado y la cabeza de lado.
Mi abuela me abrazaba cada que se levantaba de un desmayo, cada que dejaba de llorar. Mónica accedió a llevarme con ella a pasar la noche, y mi abuela se quedaría junto con Patricia y los demás familiares cercanos que habían asistido al bautizo. La noticia había corrido por todo el hotel, y justo al día siguiente y a los pocos que siguieron, los huéspedes fueron dejando poco a poco. Ese fue el final del hotel de lujos, de los años del Córdova azul. La masacre que tiñó nuestra era.
Por mi parte me refugió el silencio, la incredulidad, el querer estar sola a pesar de los esfuerzos de Mónica por tratar de que saliera a comer, de que me diera aire fresco en la calle. No era capaz de pronunciar más de tres palabras, como si el llanto acumulado me hubiera ahogado por dentro. Y cuando mejor me sentía era al dormir.
Supe que hubo velorio y entierro pero decidí no acudir. Mi abuela fue a verme días después, para ofrecerme vivir con ella y mi tía Patricia, pero me negué. Me sentía a gusto con Mónica y su esposo, y su hijo Fernando, quien era diez años menor que yo en aquel entonces. Mi abuela trataba de hacerme entrar en razón, pero al final entendió. Mónica le contó de la promesa que le había hecho a mi madre días antes del evento.
—Te visitaré, abuela –le dije la última vez que fue a insistir—. Iré a verte muchas veces – Le sonreí, por primera vez desde aquel día y ella me dio un abrazo soltando el llanto.
Por las noches miles de preguntas rondaban por mi mente. Para la gente mi tío Ricardo había sido un psicópata que había matado a casi toda su familia, un despiadado, un… y ante lagrimas sabía
yo que algo había influido en él, varios factores. No trato de justificar su mal. Eso nunca, jamás le perdonaré.
Pero no podía dejar de pensar en los últimos acontecimientos. Mis tías pensaban que mi padre sería el heredero total del hotel, además de su estancia en la celda, la cual, a lo poco que lograba entender, estaba esperando una víctima. Esa brujería que había visto a mis tías hacer en su cuarto. Todo había influido, las odiaba a ellas, a la muerta y a la viva. Tal vez también estaba equivocada respecto a eso, y ellas nada tenían que ver, porque de ser así, ¿entonces por qué había disparado también a María y a mi primo Carlos? Y lloré aquella noche de pensamientos, recordando mis quince años, cuando mi tío Ricardo bailó conmigo el vals. La fiesta, por ser un evento mayor, no fue llevada en la terraza, sino en un salón exclusivo, el más grande
de aquellos años en el puerto de Bahías. Y ese día estaba mi familia completa. Mi tío Ricardo me apretaba con fuerza las dos manos, me sonreía con sus dientes grandes y blancos. Él no era…sí… qué lo decidan los demonios, qué lo defiendan los ángeles.
**
La anciana dejó de escribir, con los ojos cerrados respiró profundo en dos ocasiones, conteniendo el llanto. Había escrito de ello por primera vez, y aunque no narró todo, recordó cada momento de aquella tarde, de lo que había querido borrar. Era increíble que hubiera accedido a escribir por fin esa historia, y sobre todo para entregársela a un desconocido. Aunque aún no terminaba, pero ya estaba cansada. Se levantó de la silla y miró por la ventana de su casa al mar.
Bastaron dos días más para que Estela terminara de escribir su parte del manuscrito, y tal y como prometió, en la mañana, guardó en su camisón unas monedas y caminó a la carretera, al viejo teléfono. Con sus arrugados dedos extendió el papel con el número del viajero y marcó en el teléfono de botones y pantalla digital.
—Puedes venir… —fue todo lo que dijo luego de escuchar que Octavio le había contestado. Colgó y se quedó mirando en dirección a la carretera, como si por un momento fuera a ver a alguien aparecer. Pero ya nadie venía a verla. Se encontraba en esos días de la vida en que uno se queda un noventa y cinco por ciento solo.
El viajero apareció en su casa unos minutos más tarde. Lucía una barba, lo que le dificultó reconocerlo a primer instante. Le invitó a pasar y a que se sentaran ante la mesa. Sin mucho vacilar le entregó el manuscrito. Octavio lo tomó con cierta emoción. Tenerlo en sus manos no sólo significaba el final de su estancia en ese pueblo, sino también el saber qué ocurrió en el Córdova Azul en realidad.
—Al final te dejé instrucciones –dijo Estela, y Octavio le miró con curiosidad—. Sí…, instrucciones para que te deshagas del espíritu…, del demonio, tal y como yo lo hice.
—¿Usted logró deshacerse de él?
—Así es. Recuerda la hora: tres de la mañana. No podré ir contigo, de verdad tendrás
que ir solo. Escúchame: tienes que hospedarte en el hotel.
Octavio la miró incrédulo:
—El hotel no ha sido remodelado del todo, aún faltaban cosas por hacerle.
—Hospedarte y realizar lo que dicen las instrucciones—siguió Estela haciendo caso omiso—. Entenderás
al terminar de leer el manuscrito que hay dos formas de deshacerse del espectro. Una es con compañía de la persona que conjuró, y otra es en el lugar donde fuiste… golpeado.
—¿Golpeado? ¿El elevador?
—El elevador… el primer piso… el hotel, qué más da –soltó la anciana, y Octavio pudo ver lo cansada que se miraba. Y pensó que ya la había molestado lo suficiente.
—Gracias –le dijo—, por escribir lo que sabe, lo que quizá no quería recordar. Seguiré las instrucciones que me comenta –Y giró con sus manos la libreta, como si con voltearla pudiera ver a través de la tapa.
Tenía que regresar al puerto de Bahías, alejarse de la anciana, eliminar a aquel espectro solo. No tenía idea de qué era lo que ella había escrito, pero leería la parte de la anciana de camino a casa, de vuelta con su hija y mujer, quienes tantos mensajes le habían enviado. Era hora de regresar.
Estaba por abandonar la casa de la anciana cuando ésta lo detuvo en la puerta:
—Espera –le dijo, y él giró teniendo una mano en el picaporte—. No es elevador solamente, también es la celda.
—¿La celda?
Estela asintió, y Octavio volvió a agradecerle. Se sentía avergonzado de lo tanto que había forzado a contar a aquella anciana, así que no preguntó nada más.
Muchas de las respuestas a las preguntas que tuvo en su última conversación con Estela las entendió al leer parte de lo que ella había escrito. Leyó lo que ella escribió hasta el día del bautizo y los asesinatos que allí se cometieron. Supo qué era la celda y se cuadraron algunas de las imágenes de su visión. Pero no pudo leer más allá, pues el ayudante del chofer del autobús anunció que habían llegado a Bahías, así que cerró el manuscrito y lo guardó en su maleta. La otra parte de lo que Estela había escrito lo leería luego. Ahora era momento de abrazar a su esposa e hija, a quienes las encontró en la central tan sólo bajar
del autobús.
—Te urge una rasurada –le dijo Ana al contemplarlo de pies a cabeza, y Octavio le sonrió abrazándola de nuevo. Los tres caminaron hacia fuera de la central donde estaba su automóvil. A pesar de que había sido cerca de un mes su estancia fuera de Bahías, para Octavio era como si hubiera transcurrido un año. Su
esposa e hija trataron de mantenerlo al tanto de lo ocurrido en sus vidas mientras él no estaba.
—Daniela te ha estado marcando –le dijo Elisa—. Creo que quiere comentarte algo del
hotel.
—La otra vez pasé por allí –comentó Ana en el asiento de atrás—. Se ve que están
trabajando duro con la segunda torre; les está quedando muy bien la remodelación.
Octavio mantuvo silencio. Al parecer el proyecto estaba marchando más deprisa de lo que se imaginaba. Si hacía caso a la petición de Estela él tendría que hospedarse al menos una noche y seguir
las instrucciones.
—Mi libreta, ¿qué has escrito? –preguntó Ana y le quitó el manuscrito de las manos, a lo que Octavio reaccionó aprisa y se lo quitó. Su hija le miró extrañada.
—No seas así, Ana –le pidió su madre, con las manos en el volante y fija su mirada
en la calle.
—Es sobre la investigación –dijo Octavio—. Ya luego te la daré para que le des el visto bueno. –Y le guiñó un ojo.
—No vuelvas a irte sin llevarnos –le pidió su hija—. Déjate ya de esas excursiones. ¿Y cómo es donde fuiste?
—Es un pueblo muy pequeño, con un muelle; deberíamos volver, eso sí, los tres algún
día.
—¿Regresarás a la oficina mañana? –quiso saber su esposa cuando estaban detenidos en un
semáforo.
—Sí.
La luz se puso en verde. Estaban cerca de casa.
De noche en la cama Octavio abrazaba a su mujer y miraban juntos hacia la ventana. No había luz que iluminara más que la de afuera, y ellos se mantenían en silencio, hasta que Elisa preguntó lo que quería preguntar desde que lo vio bajar del autobús:
—¿Lo has vuelto a ver?
—Sí –soltó Octavio casi como un susurro—. Algunas noches en el hotel del pueblo lo
vi.
Su mujer le presionó más fuerte las manos.
—¿No has logrado hacer que se vaya?
—No…, pero pronto lo haré.
Elisa cerró los ojos, no quería encontrarse de nuevo en la situación de estar viendo a aquel espectro. Sabía que si Octavio estaba de vuelta en casa entonces ella podría verlo de nuevo.
—¿Qué es?
—No lo sé bien…, pero sólo trae maldad.
En ese momento las cortinas se levantaron, no las vieron pero las sintieron, las escucharon, un viento helado las movió a pesar de estar la ventana hacia abajo.
—Tienes que eliminarlo –le pidió Elisa—. Antes de que Ana empiece a verlo.
Y Octavio presionó con más fuerza su mano, y se prometió a ambos, sin decirlo, que así sería. Incluso volvió a pensarlo a la mañana siguiente cuando desayunaba junto a su hija, a la que adoraba y no quería que nada malo le sucediese. Podía ver a través de ella, en cierto sentido, a la Estela de quince años que había estado leyendo. Ana le agradeció que se hubiese rasurado.
Más tarde su regreso a la oficina transcurrió como un día normal; al principió tuvo que ingeniárselas para mentir acerca de a qué había ido al pueblo.
—Pues yo no te creo nada –le dijo Daniela cuando por fin quedaron solos en la oficina—. Eso de que querías despejar la mente… por dios, ni que sea tan pesado este trabajo.
Y para darle énfasis a sus palabras se recostó en la silla y puso las piernas sobre el escritorio. Lanzó una carcajada luego de ver la sonrisa de Octavio y se sentó bien.
—La verdad es que ya extrañaba regresar al trabajo –le dijo Octavio—. Son unos locos.
—Regresas justo a tiempo, una semana más y no te invitan a la cena por la próxima apertura del hotel.
—¿Apertura?
—Sí, será en marzo, antes harán una cena el quince de este mes. Será una cena con los inversionistas y sus familias, y hemos sido invitados. Días después, creo, tienen previsto que el hotel empiece a trabajar y…
—¿Cómo le han nombrado?
—Deluxe no sé qué, no recuerdo. Obvio no se iba a quedar con el nombre del Córdova Azul, mucha gente sabe lo que pasó allí.
—O creen saberlo –agregó Octavio. Se puso en pie y juntó varios papeles dentro de una carpeta. Le acababan de asignar un nuevo proyecto.
—Ésta es tu invitación –le soltó Daniela, estirando la mano para entregarle un sobre azul.
Octavio lo tomó y lo metió dentro de la carpeta.
—Tendremos que ir muy elegantes –soltó Daniela, regresando a su trabajo en la laptop.
Antes de arrancar el coche Octavio abrió la carpeta y sacó el sobre, y de él extrajo la invitación:
“Estimado Sr. Octavio Vázquez. Nos complace
anunciar la próxima apertura de nuestro complejo de hospedaje Ocean Deluxe, el
cual estará disponible al público el día quince de abril del presente año, por
lo que se ofrecerá un banquete de apertura, donde nos encantaría recibirlo a
usted y a su familia el día treinta de marzo en punto de las veinte horas”.
Dejó la invitación en el asiento del copiloto. Increíble lo rápido que pasaba el tiempo a veces. Le parecían apenas unos días cuando había contemplado al hotel todo abandonado. Y ahora estaban por reabrirle.
Esa noche se encerró en la habitación de su casa que usaba como su pequeño despacho. Sacó de un cajón el manuscrito y se apresuró a continuarlo.
“Las noches siguientes fueron cada vez menos pesadas. Crecer con Mónica pudo haber sido en cierta forma lo más normal del mundo, junto con ella, su esposo y el hijo que tuvieron. Pero lo cierto es que yo llevaba la sombra de mi familia original, su peso, a mis espaldas”.
La puerta del despacho se abrió y Ana entró. Le llevaba un chocolate caliente y galletas.
—Te las manda mamá –le dijo. Las dejó en la mesa ante él y luego se sentó mirando curiosa el manuscrito—. Parece que has escrito mucho.
—Sí…, algo.
—¿Por eso te fuiste, verdad? Estás escribiendo un libro o algo así.
Octavio la miró con una sonrisa:
—Alguien me ha ayudado a escribir también, y ahora leo su parte.
—¿Cómo? ¿Dos autores? Qué raro.
—Y después tú nos ayudarás –le advirtió Octavio, sabiendo que a su hija le encantaba la escritura y hacía como dos años había ganado en un concurso de preparatoria—. ¿Sigues con lo del diario?
—A veces… las sesiones con el profesor René están por acabar. Y claro, si quieres les puedo ayudar a corregir.
Estiró su mano y tocó con sus dedos la tapa de la libreta.
—Cuando termine de leerlo, te lo daré –le dijo Octavio—. Es una promesa.
—Anda, pues –le dijo Ana—. Tomate el chocolate que se enfría.
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