Cuando Seraphine se muda buscando paz, jamás imagina que su nuevo vecino es Gabriel Méndez, el arquitecto que le rompió el corazón hace tres años… y que nunca le explicó por qué.
Ahora él vive con un niño de seis años que lo llama “papá”.
Un niño dulce, risueño… e imposible de ignorar.
A veces, el amor necesita romperse para volver a construirse más fuerte.
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Mamá no seas imprudente
...CAPÍTULO 10...
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...SERAPHINE DÍAZ ...
Parpadeo. Una, dos, tres veces.
Gabriel acaba de describirme —con esas malditas mímicas que parecen sketch de comedia— cómo me colgué de él como un koala, cómo intenté morderlo, cómo llamé “clon de plástico” a Adelina antes de intentar arrancarle las extensiones… y cómo le dije “que lo amo” mientras estaba empapándole la camiseta de vómito.
Dios.
No. No-no-no-no.
Mi estómago da un vuelco. Me cubro la boca con ambas manos.
—No… —susurro, sintiendo el alma deslizarse fuera de mi cuerpo.
Gabriel levanta las cejas, medio divertido, medio cansado.
—¿Quieres que imite otra vez cómo me sacaste la lengua y saliste corriendo? —pregunta, sacando la lengua como una niña de tres años y haciendo un movimiento ridículo de bracitos agitados.
—¡Basta! —le tapo la cara con la mano, empujándolo—. Basta, Gabriel. Basta. Por favor.
Él ríe.
RÍE.
Cómo puede reír después de esa vergüenza pública nivel “quiero mudarme a otro continente”.
Y entonces…
Me golpea la memoria.
Como un portazo mental que me revienta los oídos.
Las luces de la discoteca.
El micrófono en mi mano.
El desconocido al que prácticamente me comí viva.
Yo gritando.
Me derrumbo en el sofá con un gemido entre mortificada y moribunda.
—Hice… hice todo eso —digo con voz de ultratumba.
—Todo eso y más —responde Gabriel, señalándose una marca en el antebrazo—¿Al menos estás vacunada contra la rabia?
Me cubro la cara con ambas manos.
—Gabo… perdón. De verdad. En serio. Te juro que voy a pagar los daños. Todos, incluida la multa— empiezo a contar con los dedos, desesperada—. La terapia de Adelina, la nariz de Sebastián, la dignidad que ya no tengo…
Él ríe otra vez. Un sonido grave, suave… familiar.
—Sera, tranquila.
—No, no puedo estar tranquila —me levanto de un salto, tambaleándome un poco—. Te debo una. Te debo mil. Te debo… todo. Dios, soy un desastre.
Empiezo a buscar mis llaves por el apartamento, abriendo cajones que no son míos, levantando cojines, revisando debajo de la mesa.
Gabriel me agarra de la muñeca.
—Sera.
—¿Qué?
—Tus llaves. Recuerda que las dejaste en la oficina.
Me quedo congelada.
Parpadeo.
—No.
—Sí.
—No…
—Sí.
Caigo de rodillas, cubriéndome el rostro.
—No quiero vivir —gimoteo—. Déjame aquí. Déjame morir en paz.
Él suspira. Ese suspiro. Conozco ese suspiro. Es el “no sé qué hacer contigo, pero igual lo hago”.
—Seraphine…
Lo miro entre los dedos y su expresión cambia.
Se vuelve seria. Sutilmente seria. Con esa tensión en el cuello y esa arruga entre las cejas que sólo aparece cuando está diciendo algo que lo incomoda.
—¿Quieres hablar… de eso?
Mi corazón se detiene.
—¿De qué? —pregunto, aunque lo sé. Lo sé perfectamente.
—De lo nuestro —dice él, sosteniéndome la mirada—. Vi que ayer te perturbaban muchas cosas. No quiero que me guardes rencor.
Un silencio pesado cae entre los dos.
Mi garganta se aprieta.
Mi pecho arde.
Pienso en cómo lo perdí.
En cómo nos dejamos.
En cómo nos rompimos.
En cómo todavía… duele.
Niego suavemente.
—No, Gabriel. No quiero hablar de eso.
Él asiente apenas, como si lo hubiera esperado… pero no como si le gustara.
—Y… tampoco te guardo rencor —agrego, bajando la mirada—. Lo que pasó… ya pasó. No quiero revivirlo.
Él respira hondo y se acerca un poco.
—Sera, aunque no quieras hablarlo… no significa que el problema no esté ahí.
Trago saliva.
Mi voz sale apenas.
—Lo sé. Pero ahora… no puedo.
Gabriel me observa un momento. Y aunque intenta disimularlo, hay algo en su mirada que me hace pensar que este tema todavía le afecta.
Finalmente se aparta un paso.
—Está bien. Cómo quieras. O si nunca quieres… también está bien.
Pero su tono dice lo contrario.
Me pongo de pie como puedo, todavía con la dignidad colgando de un hilo.
—Gabriel… ¿puedo pedirte algo? —murmuro, tratando de no verlo a los ojos—. ¿Me prestas ropa? Y… ¿me acompañas a la oficina por mis llaves?
Él me mira de arriba abajo. La camiseta blanca se transparenta un poco haciendo que se vea un poco mis pezones, mi cabello parece haber sobrevivido a un tornado, y mi maquillaje está… bueno, ni siquiera quiero describirlo.
Gabriel suspira… pero asiente.
—Sí, loca. Te acompaño. Pero primero déjame ducharme —dice mientras se pasa la mano por el cabello y, maldita sea, incluso despeinado se ve increíble—. Salimos en diez.
Yo asiento como si fuera una niña castigada. Mientras él entra al baño, yo recibo una camiseta suya—de color negro—y unos pantalones deportivos limpios. La camiseta me queda enorme, huele a su jabón y a su perfume. Y eso, honestamente, no ayuda a que mi cerebro funcione.
......................
Gabriel conduce como si hubiera nacido para esta escena.
Una mano en el volante, la otra apoyada en la palanca. La ventana apenas baja dejando entrar la brisa. La camiseta blanca ajustada que se le pega al pecho y a los brazos. La mandíbula apretada. La mirada fija en la vía.
Como si los dioses del romance hubieran diseñado este momento específicamente para torturarme.
Yo miro hacia adelante, mordiéndome el labio.
—Lo siento… —susurro— si compliqué las cosas con tu novia.
Gabriel gira un poco la cabeza hacia mí, frunce una ceja.
—¿Cuál novia?
—Pues… Adelina —respondo torpe—. Pensé que estaban saliendo. Ya sabes… como casi se devoran en medio de la pista de baile.
Él suelta una risa baja, grave.
—No, Sera. Adi no es mi novia. —Acomoda el brazo sobre el respaldo de mi asiento mientras gira para cambiar de carril—. Y no te preocupes, ya hablé con ella.
—Ah… —hago, intentando sonar indiferente pero sueno a “mmm-chisme”—. Mmmm.
—Es un tema personal entre ella y yo —agrega, y su tono me indica que no piensa dar más detalle.
Bien. Igual no quiero saber.
Creo.
La conversación muere un segundo antes de que suene su celular conectado al carro.
MAMÁ aparece en la pantalla.
Él resopla y contesta.
—Hola, mamá.
—Hola, hijo. ¿Cómo amaneciste? ¿Ya desayunaste? ¿Te estás cuidando? —pregunta ella con voz cantarina de mamá.
Gabriel aprieta los labios.
—Sí, mamá. Todo bien.
De pronto se escucha un gritito infantil:
—¡HOOOOLAAAAA PAPÁÁÁÁÁÁ!
Yo salto del susto y luego sonrío sin querer. Oliver. El pequeño terremoto.
El rostro de Gabriel se suaviza por completo.
—Hola, campeón —responde con voz cálida, tan dulce que algo en el pecho me tiembla—. ¿Qué haces?
—Aquí con mi abuelita. ¿Te acuerdas que dijiste que mañana me llevarías al parque de diversiones? —dice con voz de pequeño negociador profesional—. ¡Tiene que ser mañana porque ya le dije a mis amigos del cole y tengo que presumir!
Gabriel se ríe genuinamente.
—Ah, ¿entonces solo me buscas para presumir? —le sigue el juego.
—Sí. —Oliver lo dice sin pena alguna.
Y me suelto una risita suave. Muy suave.
Pero suficiente para que doña Teresa escuchara.
—…¿Y esa risa? —pregunta la madre de Gabriel al instante, cual halcón del chisme—. ¿Estás con alguien, hijo? Escuché a una mujer. ¿Quién es?
Yo abro los ojos como si me hubieran capturado infraganti robando galletas.
Gabriel suspira un segundo, derrotado.
—Mamá… estoy con Seraphine.
Silencio de medio segundo.
—¿VOLVIERON? —grita la señora como si anunciara noticias nacionales—. ¡Ay Dios mío! Anto me dijo que vivían pared con pared pero como parecía que estabas con alguien perdimos la esperanza. ¡HOLA HIJA! ¿Cómo estás, Sera?
Yo me llevo una mano a la cara.
¿Estas dos todavía se hablan…? Viejas chismosas.
Me aclaro la garganta.
—Hola, doña Tere… estoy bien. Gracias —respondo forzada, con voz de “por favor trágame tierra”.
Gabriel, visiblemente rojo de vergüenza, explota:
—¡Mamá! No hemos vuelto. ¿Y qué son esas preguntas? ¿Puedes no ser tan imprudente? Solo la estoy ayudando con algo.
—Ah bueno, hijo —responde ella como si nada—Pero igual no pierdo la esperanza, ¿cierto, Sera?
Me trago un grito.
—Señora, yo… eh… —mi cerebro se apaga—. JAJA… sí… digo… no sé… digo… ¡el semáforo está verde!
Gabriel me lanza una mirada tipo “me vas a pagar esta”.
La señora sigue hablando, feliz, como si no hubiera reventado tres bombas emocionales:
—Bueno, los dejo. Oliver quiere galletas. ¡Adiós hijos!
La llamada termina y el carro cae en un silencio.
Gabriel respira hondo.
—Ignórala. Mi mamá vive en su propio universo —dice mientras se frota el puente de la nariz.
—Un universo donde nosotros volvimos, al parecer —susurro.
Él sonríe de lado.
—Sí. Y donde Oliver me usa para presumir con sus compañeritos de la primaria o algo así.
—Bueno… —me encogo de hombros—, igual sí te ve como su héroe.
Gabriel se queda quieto. Como si no esperara esa frase. Como si le hubiera tocado algo profundo.
Pero no dice nada.
Simplemente sigue conduciendo… más tranquilo.