"¿Qué harías por salvar la vida de tu hijo? Mar Montiel, una madre desesperada, se enfrenta a esta pregunta cuando su hijo necesita un tratamiento costoso. Sin opciones, Mar toma una decisión desesperada: se convierte en la acompañante de un magnate.
Atrapada en un mundo de lujo y mentiras, Mar se enfrenta a sus propios sentimientos y deseos. El padre de su hijo reaparece, y Mar debe luchar contra los prejuicios y la hipocresía de la sociedad para encontrar el amor y la verdad.
Únete a mí en este viaje de emociones intensas, donde la madre más desesperada se convertirá en la mujer más fuerte. Una historia de amor prohibido, intriga y superación que te hará reflexionar sobre la fuerza de la maternidad y el poder del amor."
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Una conexión inexplicable...
El doctor Christopher Brooks era un hombre reconocido no solo por su impecable trayectoria médica, sino también por su humanidad. Aquella mañana, mientras sostenía un sobre con documentos clínicos, caminaba con paso decidido hacia la oficina principal de la Fundación "Helping Hands Wilson", dirigida por su amiga personal Elizabeth Lombardi.
La fundación, conocida por su trabajo altruista con familias y niños en situación vulnerable, tenía proyectos activos en áreas de educación, economía y salud. Elizabeth lideraba el equipo con la misma pasión con la que amaba a su familia, involucrando a su esposo Leonardo, a su hijo Santiago y a su hermana menor y mejor amiga Olivia.
Christopher entró en la elegante oficina de Elizabeth, decorada con tonos cálidos, estanterías repletas de reconocimientos y fotografías de sonrisas infantiles que testificaban los logros de la fundación. Ella levantó la vista de su computador y sonrió con alegría al verlo.
—Buenos días, Elizabeth —saludó él, extendiendo la mano—. Agradezco que hayas sacado un espacio en tu ocupada agenda para atenderme.
—Ya sabes que no es ningún sacrificio, Christopher. Para los amigos, siempre habrá tiempo —respondió ella, poniéndose de pie para abrazarlo con cariño—. Cuéntame, ¿a qué debo la urgencia de tu visita?
El doctor respiró hondo antes de hablar, su voz tenía un tono de preocupación genuina.
—Verás... no suelo involucrarme en los procesos administrativos para conseguir donantes, pero esta vez es diferente. Hay un niño de cinco años que necesita con urgencia un trasplante de corazón. Su estado es delicado, y temo que no tenga mucho tiempo. Necesito la ayuda de tu fundación para agilizar la búsqueda.
Elizabeth lo observó con atención, notando el brillo húmedo en sus ojos.
—Sin duda, ese pequeño debe ser alguien muy especial para que tú quieras involucrarte personalmente —dijo con una sonrisa comprensiva.
—Lo es. Tiene una dulzura que desarma, y una valentía que pocos en su condición muestran. Además... —Christopher bajó la mirada, su voz quebró apenas— cada vez que veo a un niño sufrir, no puedo evitar pensar en Louise.
Elizabeth le tomó la mano con afecto.
—Lo entiendo, Chris. Haré todo lo que esté a mi alcance. No sé qué tan extensa esté la lista de espera, pero te prometo que moveré cada contacto para conseguir ese corazón.
—Estaré eternamente agradecido contigo, Elizabeth —respondió él, con sincera gratitud.
Antes de despedirse, Elizabeth aprovechó para comentarle una idea.
—Por cierto, quería hablarte de algo. Se acerca la Navidad y planeamos una labor social en tu hospital. Queremos llevar regalos y alegría a los niños hospitalizados.
—Me parece una idea maravillosa —dijo Christopher, recuperando la sonrisa—. Será un honor tener a tu fundación allí. Dime cuándo, y yo coordinaré todo.
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El pequeño Jhosuat Montiel era un niño con un carisma único. A pesar de su enfermedad, su sonrisa iluminaba las habitaciones blancas del hospital. Las enfermeras lo llamaban “terroncito de azúcar” porque, con su dulzura, derretía corazones. Sus días transcurrían entre tratamientos, dibujos y risas, pero también con una fortaleza admirable que conmovía a todos. Por si fueran pocas esas cualidades, comprendía a su madre como si fuera un hombre grande.
Algunos días después, la fundación llegó al hospital con su tradicional jornada de donación. En el parqueadero, varias camionetas cargadas de cajas con juguetes y víveres esperaban ser descargadas.
—Madre, ya están todas las cajas en las camionetas. Yo me iré adelantando. Debo regresar a la oficina antes de las tres, tengo una reunión con los inversionistas árabes —dijo Santiago Lombardi, el apuesto y joven empresario, mientras ajustaba el reloj en su muñeca.
—Perfecto, hijo. Adelántate, ya las chicas están en el hospital, ellas te ayudarán —respondió Elizabeth, dándole un beso en la mejilla.
Olivia, que estaba cerca, cruzó los brazos con gesto reprobatorio.
—Eli, ¿le dijiste a Santiago que Fernanda participará de la donación?
Elizabeth la miró de reojo.
—No. Si se lo digo, no querrá ir. Ya sabes que siguen distanciados.
—Elizabeth, no deberías intervenir en las decisiones de tu hijo. Él ya no es un niño. Además, no creo que Fernanda sea tan inocente como te ha hecho creer.
—Eso lo dices tú porque nunca la has soportado —replicó Elizabeth con tono cansado—. Solo quiero que Santiago entre en razón y no pierda la oportunidad de formar una familia con una mujer que le conviene.
—Por favor, Eli —replicó Olivia intentando hacerla entrar en razón—. El tiempo en que los padres escogían la esposa de sus hijos ya pasó. Deja que él elija a la mujer que de verdad lo haga feliz.
—Basta, Olivia. Sé lo que a mi hijo le conviene. Cuando seas madre, lo entenderás.
Las palabras fueron como un puñal. El silencio se hizo espeso. Olivia apretó los labios y murmuró, con un temblor en la voz:
—Tienes razón... no debería opinar, no soy madre y probablemente jamás lo seré.
—Olivia, discúlpame, no quise herirte —dijo Elizabeth con remordimiento.
—Tranquila, hermana. Ya debería estar acostumbrada —respondió Olivia con una sonrisa amarga antes de salir, dejando un silencio cargado de culpa.
Cuando Santiago llegó al hospital, su sola presencia atrajo miradas. Llevaba el porte elegante de los Lombardi: traje oscuro, corbata perfectamente ajustada y ese aire sereno de quien está acostumbrado a tener el control. Dio la orden para que bajaran las cajas y, mientras supervisaba, vio a Fernanda acercarse con una sonrisa que no logró suavizar la tensión entre ambos.
—Santi, estamos esperando tus indicaciones para saber por dónde comenzamos —dijo ella con voz melosa.
Él la miró con fría indiferencia y se volvió hacia el doctor.
—Doctor Christopher, gracias por darnos la oportunidad de apoyar este hospital —dijo Santiago, ignorando deliberadamente a su exnovia.
—El gusto es mio —respondió el doctor—. Sé que su labor hará muy felices a muchos niños.
—Christopher, ¿te parece bien si me llevas a dar un recorrido por el hospital? Quiero conocer las necesidades que tienen para ver cómo más podríamos ayudar.
—Por supuesto, Santiago. Acompáñame —respondió el médico con una sonrisa cómplice.
Mientras caminaban por los pasillos, el aire olía a desinfectante y esperanza. En una de las habitaciones, una voz infantil los llamó:
—¡Doctor Chris! ¿Podría venir un momento?
Era Jhosuat, que agitaba su manito con entusiasmo. El doctor se acercó con una sonrisa.
—Por supuesto, Jhosuat. Quiero presentarte a alguien —dijo, mirando a Santiago—. Él es mi paciente más valiente.
El pequeño extendió su mano con solemnidad.
—Mucho gusto, señor. Soy Jhosuat Montiel.
Santiago se inclinó para estrechar su pequeña mano.
—El gusto es mío, campeón. Soy Santiago Lombardi.
El niño frunció el ceño divertido.
—Puede soltarme la mano, señor Santiago —dijo con una sonrisa pícara.
—Por supuesto —respondió él, riendo con cierta vergüenza, mientras sentía una conexión inexplicable con ese pequeño.
El doctor intervino con ternura.
—¿Qué pasa, Jhosuat? ¿Necesitabas algo?
—Sí, doctor. ¿Podría llamar a mi mamá? La extraño mucho, no ha venido desde ayer —dijo el niño con una voz que desarmó a ambos hombres.
Santiago, conmovido, sacó su teléfono.
—Si quieres, podemos llamarla desde el mío —dijo amablemente.
—¿De verdad? ¡Gracias! —respondió el niño, tomando el móvil con sus deditos temblorosos, sosteniendo el teléfono de alta tecnología.
Marcó el número y esperó.
—¿Sí? Diga —contestó una voz femenina al otro lado de la línea.
—Mami, soy yo. Te extraño mucho. ¿Vendrás hoy? —dijo el pequeño.
—Hola, mi algodón de azúcar —respondió la voz con dulzura—. Claro que sí, mami no podría pasar un día sin ver a su hombre favorito. Estoy atrapada en el tráfico, pero voy en camino. ¿Quién te dejó llamar?
—El doctor Christopher y el señor Santiago me prestaron el teléfono.
—Entonces dale las gracias y pórtate bien, ¿sí? Te amo, mi cielo, en un rato nos vemos.
—Yo también te amo, mami —respondió el niño antes de colgar.
Cuando le devolvió el teléfono a Santiago, lo miró con una seriedad que contrastaba con su inocencia.
—Gracias, señor Santiago. Un día le devolveré el favor.
Santiago sonrió, conmovido.
—Hecho, pequeño. Es un trato.
Mientras salían de la habitación, Santiago sintió que algo dentro de él se removía. La ternura y fortaleza de aquel niño lo habían tocado profundamente.
—Doctor, ¿cuál es el diagnóstico del pequeño? —preguntó, con genuina preocupación.
—Tiene una cardiomiopatía dilatada, una enfermedad del corazón. Necesita con urgencia un trasplante —respondió el doctor con voz grave.
—¿Y aún no encuentran un corazón? —preguntó Santiago, su tono cargado de empatía.
—Por desgracia, no, es una tarea difícil ya sabes las listas de espera sin interminables, y todos los necesitan con urgencia. Le pedí ayuda a tu madre. Tal vez su fundación pueda acelerar el proceso. Cada día cuenta, y su estado empeora.
Santiago se detuvo. Lo miró con decisión.
—Christopher, prepara todo para el trasplante. En menos de una semana quiero ese quirófano listo. Yo conseguiré ese corazón —dijo con voz firme, tan determinada que no admitía réplica.
El doctor lo miró con sorpresa y respeto.
Santiago Lombardi no solía prometer en vano.
Y esa vez, en el fondo, sabía que cumpliría...