Mucho antes de que los hombres escribieran historia, cuando los orcos aún no habían nacido y los dioses caminaban entre las estrellas, los Altos Elfos libraron una guerra que cambiaría el destino del mundo. Con su magia ancestral y su sabiduría sin límites, enfrentaron a los Señores Demoníacos, entidades que ni la muerte podía detener. La victoria fue suya... o eso creyeron. Sellaron el mal en el Abismo y partieron hacia lo desconocido, dejando atrás ruinas, artefactos prohibidos y un silencio que duró mil años. Ahora, en una era que olvidó los mitos, las sombras vuelven a moverse. Porque el mal nunca muere. Solo espera...
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La lanza de Yahvé
El fuego aún danzaba entre las ruinas de la ciudadela de la Luz. Columnas derrumbadas, vitrales rotos y cuerpos esparcidos como hojas en otoño marcaban la destrucción total del bastión más sagrado de los paladines. Desde el cielo ennegrecido por el humo, caía una lluvia tibia mezclada con cenizas, como si el mismo cielo llorara la caída de su hijo más amado.
Hazrral caminaba con paso firme sobre el mármol agrietado del Salón del Trono, sus botas chasqueaban contra la sangre seca. A cada lado, sus berserkers jadeaban como bestias rabiosas, sus ojos rojos aún brillando tras la matanza. El anillo del Fin pulsaba en la mano derecha de Hazrral, oscuro como el vacío, mientras la Espada del Abismo colgaba a su espalda como una promesa de más muerte.
El chamán alzó los brazos, sus tatuajes oscuros vibraban con energía corrupta.
—¡Después de millones de años… esta ciudad es nuestra! —bramó, su voz retumbando entre las paredes—. ¡El trono de la Luz pertenece a los amos del Abismo! ¡Es mío por derecho de conquista!
Pero entonces... el aire cambió.
Un escalofrío recorrió la sala. Las antorchas titilaron. Las sombras se alargaron. Y en el trono, donde debía estar vacío, alguien ya estaba sentado.
Una figura encapuchada, alta, imponente, irradiando un poder tan antiguo que incluso la Espada del Abismo vibró en la espalda de Hazrral.
—Así que lo lograste, Hazrral. El simio verde que destruyó un imperio de Luz. Nada mal. —dijo la figura con voz grave y burlona—. Pero dime… ¿realmente crees que este trono es tuyo?
Hazrral se detuvo en seco. Su rostro tembló de furia y desconcierto.
—¿Quién eres, intruso? ¡Ese trono me pertenece! ¡Tomé esta ciudad! ¡La gané para mis amos!
La figura se levantó, cada paso que daba hacía temblar el suelo como si una fuerza divina despertara con él.
—¿Tú… ganaste algo? —se burló—. No seas ridículo, Hazrral. Esto no te pertenece. Nunca te perteneció. Ni a ti ni a tus... ‘amos’.
Hazrral, furioso, alzó la mano. —¡Lacayos, maten a ese insolente! ¡Ahora!
Un berserker saltó al ataque, rugiendo. En un abrir y cerrar de ojos, su cuerpo fue desintegrado por una ola de energía invisible. Nada quedó. Solo polvo.
Los demás se arrodillaron. No por miedo. Por instinto. La presencia del encapuchado los doblegaba.
—¿Creías que tus juguetes podían tocarme? —murmuró la figura, y de su manto emergió una lanza de oro celestial, grabada con runas que el tiempo había olvidado.
La Lanza de Yahvé.
Su sola aparición hizo vibrar el aire. El poder que emanaba era tan inmenso que las sombras se disiparon y los berserkers comenzaron a temblar. Uno vomitó sangre, otro se desplomó sin aliento.
—¡Nadie arrodilla a mis guerreros! —rugió Hazrral y desenvainó la Espada del Abismo—. ¡Verás lo que es la furia de los Señores Oscuros!
Corrió. Saltó. Descargó un tajo directo al corazón del encapuchado. Pero antes de que el filo tocara la túnica negra, un destello cortó el aire. Un único golpe. Silencio.
Hazrral cayó de rodillas, un hilo de sangre bajando desde su ojo izquierdo. Había sido marcado. Una cicatriz ardiente brillaba como una línea de fuego.
—Esa fue una advertencia. —la figura lo sujetó del cuello y lo arrojó contra el trono, haciéndolo crujir—. Tú no eres dueño de nada. Esa espada que llevas... fue mía antes de que tu especie aprendiera a caminar. Ese anillo… una astilla de mi voluntad.
Hazrral jadeaba, incrédulo.
—¿Qué eres tú...? ¿Por qué… no funciona nada...?
La figura se inclinó lentamente, su voz era un trueno contenido.
—Soy tu dios. Soy la sombra que camina entre mundos. Soy el dueño de esta ciudad, de este mundo... y de tus amos. Ellos solo cumplen mi designio. Y tú, simio verde, solo eres mi herramien
Entonces, sin piedad, el dios oscuro clavó la Lanza de Yahvé en el brazo derecho de Hazrral. Un aullido desgarrador sacudió la sala.
—Esta lanza fue creada por el mismísimo Yahvé para destruir la oscuridad. Y ahora la uso para marcarte como mi sirviente.
El chamán cayó al suelo, bañado en su propia sangre, la furia reemplazada por dolor, el orgullo por una rabia impotente.
—Te concederé este premio, Hazrral: gobernarás estas ruinas. Pero hazlo bien. Haz trabajar a los esclavos. Funde sus martillos. Arranca la esperanza de sus corazones. Quiero a los arcángeles humillados. Quiero a los aprendices convertidos en sombras.
La figura se alejó lentamente, desapareciendo en la oscuridad como un sueño maldito.
Antes de irse, sus palabras resonaron una última vez en la sala:
—Cuando termine mi obra... vendré por ti. Y te arrastraré por los siete infiernos.
Hazrral quedó solo. Humillado. Herido. Su mano temblaba al sujetar la Espada del Abismo. La ciudad era suya… pero su alma, ahora, estaba encadenada.
—¡Grrrrrrahhh! —rugió al cielo—. ¡Juro que algún día… me alzaré sobre todos, incluso sobre ti, sombra maldita! ¡Seré más que un peón! ¡Me convertiré en el rey del abismo!
Y mientras su grito se elevaba como un eco de furia, las últimas luces de la ciudadela de la Luz se extinguían.
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