Mariel, hija de Luciana y Garrik.
Llego a la Tierra el lugar donde su madre creció. Ahora con 20 años, marcada por la promesa incumplida de su alma gemela Caleb, Mariel decide cruzar el portal y buscar respuestas, solo para encontrarse con mentiras y traiciones, decide valerse por si misma.
Acompañada por su hermano mellizo Isac ambos inician una nueva vida en la casa heredada de su madre. Lejos de la magia y protección de su familia, descubren que su mejor arma será la dulzura. Así nace Dulce Herencia, un negocio casero que mezcla recetas de Luciana, fuerza de voluntad y un toque de esperanza.
Encontrando en su recorrido a un CEO y su familia amable que poco a poco se ganan el cariño de Mariel e Isac.
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Capítulo 10
El sol comenzaba a descender lentamente, tiñendo la avenida con tonos dorados y naranjas.
Mariel ya recogía algunas bandejas vacías, agradecida por otro día exitoso.
Las ventas habían sido constantes, y la mesa de “Dulce Herencia” casi se encontraba vacía.
Fue entonces cuando un elegante auto rojo se detuvo frente a ella con suavidad.
El motor se apagó con un leve ronroneo, y la puerta del copiloto se abrió.
De él descendió una mujer de mediana edad, de porte distinguido, vestida con una falda blanca, blusa celeste y un sombrero de ala ancha que apenas ocultaba sus ojos astutos pero amables.
A su lado, bajó una jovencita de unos dieciséis años, de rostro angelical, cabello lacio hasta la cintura y ojos color ámbar.
Irradiaba gracia… y cierta curiosidad contenida.
—Buenas tardes, querida. —dijo la mujer mayor con una sonrisa sincera—
—Nos han hablado maravillas de tus postres. Decían que si veníamos a esta avenida, no podíamos irnos sin probarlos.
Mariel, aún con la trenza suelta y las mejillas ligeramente sonrojadas por el calor del día, sonrió con cortesía.
—Bienvenidas a Dulce Herencia. Están con suerte, solo quedan unas pocas piezas.
¿Desean probar algo en especial?
La jovencita se acercó sin dejar de mirar el mostrador con admiración.
—¿Esto lo haces tú sola? Huelen… increíbles.
—Con ayuda de mi hermano. Pero sí, todas son recetas de nuestra madre. —respondió Mariel con orgullo.
—Entonces probaré uno de cada uno. —dijo la mujer, sonriendo aún más—Y tú, Ailín, escoge tus favoritos.
Ailín, la jovencita, eligió tartaletas y galletas de lavanda mientras su abuela pagaba con generosidad.
Antes de irse, la mujer tomó una tarjeta del negocio y miró directamente a Mariel.
—Tu dulzura no está solo en tus postres, niña.
Espero que podamos hablar más pronto… me interesan los corazones fuertes como el tuyo.
Y tú, sin duda, tienes uno.
Mariel parpadeó, sin entender del todo aquellas palabras.
—Gracias… eso es muy amable.
La mujer subió al auto, al igual que Ailín, quien desde la ventana se despidió con una sonrisa luminosa.
Y cuando el auto se alejó…
una extraña sensación quedó flotando en el aire.
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Los días transcurrieron con rapidez.
“Dulce Herencia” ya no era solo un puesto callejero… se estaba volviendo una marca conocida.
Las personas preguntaban por los postres, encargaban cajas con días de anticipación y, debido a la alta demanda, Mariel e Isac decidieron dividirse.
Mariel se quedó en la avenida principal, donde el flujo de gente era mayor, mientras Isac se trasladó permanentemente a la segunda avenida más transitada del distrito.
Cada uno con su mesa, su sonrisa y sus productos impecablemente decorados.
Pero había algo más que se repetía día a día.
El elegante auto rojo.
La mujer de mediana edad con su sombrero refinado.
Y la jovencita de ojos ámbar, Ailín, que no dejaba de sonreírle a Mariel cada vez que la veía.
Ambas venían cada tarde sin falta, siempre con palabras amables y miradas atentas.
Ailín hablaba con entusiasmo sobre cada nuevo sabor, mientras la mujer observaba a Mariel en silencio, como quien estudia una joya rara.
Hasta que, un viernes por la tarde, la mujer dio un paso al frente con una mirada decidida.
—Mariel. —dijo, con su tono suave pero firme—
—He probado muchos postres en mi vida. He conocido cocineros, reposteros y chefs entrenados en el extranjero.
Pero pocos, muy pocos, logran transmitir el alma como tú lo haces en cada bocado.
Mariel la miró con un leve rubor en las mejillas, sin saber qué decir.
—Gracias… eso significa mucho.
—No solo vine hoy a comprar. —interrumpió la mujer—He venido porque quiero hacerte una propuesta.
La jovencita, Ailín, alzó la vista emocionada.
—¿Ya se lo vas a decir, abuela?
Mariel abrió los ojos con sorpresa.
—¿“Abuela”?
La mujer asintió con una sonrisa elegante.
—Mi nombre es Amara D'Argent, y soy parte de una de las empresas de eventos y catering más reconocidas de la ciudad.
Mi nieto, heredero del grupo D'Argent, acaba de abrir una nueva división enfocada en experiencias exclusivas y sabores únicos.
Y quiero que tú seas la repostera oficial de su división.
Mariel se quedó congelada.
La propuesta era clara. Poderosa.
Y totalmente inesperada.
—¿Yo… trabajar para una empresa? ¿Una como esa?
—Tú no trabajarías para nosotros, —aclaró Amara con seriedad, serías una colaboradora independiente, una artista, una imagen de sabor.
Tu sello. Tu marca.
Dulce Herencia se mantendría… pero más grande. Más visible. Más tú.
Ailín tomó la mano de Mariel con emoción.
—¡Sería increíble! Te lo mereces.
Mariel se quedó en silencio, con el corazón latiendo con fuerza.
No esperaba eso.
No así.
No tan pronto.
Pero tal vez… el destino tenía más preparado para ella de lo que imaginaba.
Mariel seguía mirando la tarjeta que Amara le había entregado, mientras en su pecho una mezcla de emoción y nerviosismo se agitaba como una mariposa atrapada.
Era una oportunidad grande, tal vez única… pero no podía tomar una decisión tan importante sola.
Tomó su celular, el que Isac le había enseñado a usar, y marcó su número.
—¿Hermana? ¿Todo bien? —respondió al instante, con su voz alerta.
—¿Puedes venir? Ahora mismo. No estoy en peligro, pero… necesito que estés aquí.
Es importante.
No tuvo que decir más. Isac cortó la llamada y en menos de diez minutos, apareció entre la multitud, corriendo.
Mariel sostenía aún la tarjeta entre sus dedos cuando Isac llegó corriendo entre la multitud, agitado, con el rostro lleno de preocupación.
Sin esperar explicaciones, se acercó y la tomó por los brazos, examinándola rápidamente con los ojos entreabiertos y el corazón latiendo con fuerza.
—¿Estás bien? ¿Te hizo algo alguien? ¿Estás herida? —preguntó, con la voz cargada de urgencia.
—¡Estoy bien, Isac! Tranquilo, no me pasó nada. Solo… necesitaba que vinieras rápido.
Pero antes de que pudiera continuar, algo en el ambiente cambió.
Isac se tensó.
Su respiración se detuvo un segundo.
Giró lentamente la mirada… y la vio.
Ailín.
La jovencita estaba parada cerca de su abuela, sonriendo con dulzura, sin saber lo que acababa de provocar.
Pero Isac… lo sintió.
Lo supo.
Como si un hilo invisible le tirara desde el pecho.
Como si una voz susurrara en su mente sin palabras: “Ahí está.”
Su alma gemela.
Pero no podía ser. Ella era humana. No tenía esencia mágica. Ningún aura visible. Ningún indicio.
Y sin embargo… su corazón lo reconocía.
Cada latido. Cada parte de su ser.
La había encontrado.
Tragó saliva. Dio un paso atrás. Cerró los ojos un segundo.
Tenía que calmarse. Disimular. Controlar el torbellino que se formaba en su interior.
—Isac… —murmuró Mariel, bajando la voz—
—¿Qué fue eso? Te vi. Te cambió la cara cuando la viste.
¿La conoces?
Isac suspiró, sin mirarla aún.
Su voz, baja, casi temblorosa, respondió:
—No… no la conozco. No del todo.
Pero hay algo… algo que reconocí.
Y aún no estoy listo para decirlo.
Mariel entrecerró los ojos. Conocía a su hermano. Sabía cuándo ocultaba algo.
Pero por ahora… decidió dejarlo pasar. Solo por ahora.
—Está bien.
Pero cuando estemos solos, me lo dirás.
¿Entendido?
Isac asintió, en silencio.
Sus ojos aún estaban puestos en Ailín,
y por primera vez en su vida… no sabía si correr o acercarse.
Solo sabía que todo había cambiado.
Y que su destino acababa de ser sellado sin que ella lo supiera.