Promesas De Amor

El sol ya se estaba ocultando detrás de las montañas cuando vi la figura de Margareth correr hacia la casa. A su alrededor, el aire se sentía tenso, denso. Algo estaba por suceder. Algo que no podría ser detenido.

Estaba con el alcalde y Clara, conversando sobre los últimos detalles de la cosecha, cuando la vi, pálida, con el rostro deshecho, los ojos hinchados de tanto llorar. Ella venía de su casa, corriendo como si todo se desmoronara a su alrededor. Su cabello, normalmente tan ordenado, caía desparramado sobre su rostro, como si no le importara el mundo exterior.

Clara , al verme fijarme en ella, dijo algo sobre la llegada del otoño, pero sus palabras fueron ahogadas por los sollozos que empezaron a escapar de los labios de Margareth. No pude hacer nada más que quedarme en silencio, observando cómo ella se acercaba a la puerta, como una tormenta que se acerca sin aviso.

Cuando llegó a la entrada, se detuvo, su cuerpo temblando, las lágrimas corriendo libremente por sus mejillas. El alcalde se acercó, sin saber qué hacer, mientras Clara observaba desde un rincón con la mirada fría de siempre.

- Lo perdono .- dijo Sophia entre sollozos, su voz rota. - lo perdono . Yo... ya sé todo.

El alcalde la miró confundido, y antes de que pudiera decir algo, Margareth continuó, la rabia y el dolor marcando cada palabra.

- Mi abuela... antes de morir, me reveló todo. Todo lo que usted me había ocultado. Todo lo que mi madre sufrió por usted. Todo lo que pasó.

Y mientras su rostro se contorsionaba de angustia, las palabras siguieron fluyendo, como un torrente de emociones que no podía contener.

- Lo perdono.- dijo, su voz quebrada por el dolor. - Lo perdono, pero no puedo creer que alguien pueda ser tan cruel. No puedo creer que alguien como usted haya sido tan insensible, tan... horrible.

El alcalde dio un paso atrás, como si las palabras de Margareth le hubieran golpeado con fuerza. En su rostro no vi arrepentimiento, solo una inquietante calma. Y mientras él estaba atrapado en su propio silencio, ella siguió hablando.

- Un hombre como usted no puede ser mi padre.- dijo, levantando la cabeza con orgullo, aunque las lágrimas seguían cayendo.- Mi padre está muerto, descansando junto a mi madre, y él fue el hombre más amoroso y bueno que existió. No usted.

La dureza de sus palabras me cortó el aliento. El alcalde, que en todo este tiempo había vivido con la farsa de ser el padre ausente, se vio por un instante vulnerable. Un hombre roto por las palabras de la hija que había abandonado. Pero, como siempre, no mostró ningún signo de arrepentimiento, ni siquiera una expresión de dolor. En cambio, se quedó en silencio, mirando a Margareth, pero sin decir palabra alguna.

Clara, que había observado todo desde un rincón, frunció el ceño, pero no dijo nada. Ella siempre había sido fría, pero la situación le pareció casi incómoda.

Yo, parado en la distancia, me sentía un espectador de algo mucho más grande que yo mismo. La verdad había salido a la luz, pero no de la manera en que uno podría esperar. Margareth había hablado, y en su voz había una fuerza que no había visto antes. Pero también había una tragedia en su mirada, una tristeza profunda que me atravesó, porque sabía que el dolor de saber la verdad no se borraba fácilmente.

Mientras ella seguía llorando, yo solo pude quedarme allí, inmóvil, observando cómo la verdad destrozaba lo que quedaba de la familia que nunca tuvo, de un padre que nunca estuvo allí, y de un pasado que, a pesar de todo, nunca la dejaría ir.

El silencio que siguió a las palabras de Margareth se alargó, pesado, como una sombra que se cernía sobre nosotros. El alcalde, de pie frente a ella, apenas movió un músculo, pero sus ojos, esos ojos tan acostumbrados a mirar con desdén y superioridad, brillaron con algo que podría haber sido sorpresa o tal vez remordimiento, pero que se desvaneció rápidamente.

- Como tú dices.- comenzó el alcalde con una voz firme, aunque algo vacía .& tu padre está muerto. Lamento la muerte de tu abuela."

Margareth no dijo nada al principio, pero su rostro, tan sereno ahora como hace unos momentos había estado lleno de lágrimas, se tornó más grave, casi como si las palabras del alcalde no pudieran tocarla ya. Finalmente, con un suspiro que parecía marcar el fin de toda su lucha interna, habló.

- Gracias por las condolencias.- dijo, su tono inexpresivo, como si sus palabras fueran solo una cortesía vacía. - Pero esta vez no envíes flores, como siempre has hecho, porque no las quiero. No quiero tus flores, ni tus gestos vacíos.

El alcalde la miró sin entender, sin saber cómo reaccionar. Él, que siempre había ofrecido flores como una forma de pagar sus culpas, se encontraba ahora frente a una hija que ya no estaba dispuesta a aceptar ni su lastima ni su hipocresía.

Y , sin apartar la mirada, continuó: Y tampoco quiero que vengas al velorio. No quiero verte allí, con esa cara de falsa simpatía, mientras me ves llorar en secreto y te burlas de mí, como siempre lo has hecho. Eres un hombre tan malo, tan... tan cruel, que ni siquiera mereces mi perdón , Pero lo hago por mi abuela y mi mamá ya que si ella fue capaz de hacerlo yo también .

El alcalde intentó responder, abrir la boca para defenderse, pero Margareth no le dio oportunidad. Ya no había nada que él pudiera decir para reparar lo irremediable, y él lo sabía.

Pero, por último.- dijo ella, su voz un poco más suave pero aún llena de determinación.- te perdono. Aunque no lo merezcas. Lo hago porque era lo último que mi abuela me pidió. Ella me dijo que debía perdonarte. Y aunque me cueste, aunque no lo entienda, lo hago. Pero que sepas que mi perdón no cambia lo que eres.

Las palabras de Margareth golpearon al alcalde de una manera que ni él mismo pudo prever. Mientras él guardaba silencio, su rostro se descomponía, mostrando por primera vez una grieta en su fachada de indiferencia. Pero no, no era arrepentimiento lo que se veía en sus ojos. Era más bien el reconocimiento de que había perdido algo, algo irrecuperable, algo que nunca podría reconstruir.

Yo, desde mi lugar en las sombras, observaba todo esto sin atreverme a intervenir. Margareth, esa joven que había crecido bajo el peso del abandono, de la mentira, y de la desilusión, finalmente había encontrado el valor para enfrentarse a su propio pasado. El perdón, aunque difícil, le daba la libertad que tanto necesitaba. Pero también sabía que, en ese proceso, había dejado atrás a un hombre incapaz de arrepentirse, a un hombre que no merecía ni su perdón ni su compasión.

Margareth se dio la vuelta sin esperar respuesta, y sus pasos, aunque vacilantes, ya no eran los de una niña perdida. Eran los pasos de una mujer que, aunque marcada por la traición, había encontrado la fuerza para salir de la sombra de su propio sufrimiento. Y, al ver cómo se alejaba, una parte de mí sentía que, en ese instante, algo importante había cambiado, tanto para ella como para mí.