Mucho antes de que los hombres escribieran historia, cuando los orcos aún no habían nacido y los dioses caminaban entre las estrellas, los Altos Elfos libraron una guerra que cambiaría el destino del mundo. Con su magia ancestral y su sabiduría sin límites, enfrentaron a los Señores Demoníacos, entidades que ni la muerte podía detener. La victoria fue suya... o eso creyeron. Sellaron el mal en el Abismo y partieron hacia lo desconocido, dejando atrás ruinas, artefactos prohibidos y un silencio que duró mil años. Ahora, en una era que olvidó los mitos, las sombras vuelven a moverse. Porque el mal nunca muere. Solo espera...
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El aullido del guargo
La bruma del amanecer se alzaba entre los árboles del bosque cuando Samael y Vorn continuaban su travesía. Atrás habían quedado los susurros de los elfos, las miradas que los vigilaban desde las ramas, y la promesa de la elfa Giant: Cinco días, ni uno más. El silencio del bosque parecía haberse calmado, pero la inquietud en sus corazones solo crecía. No sabían por qué, pero sentían que el destino se acercaba con pasos apresurados.
A miles de kilómetros de allí, lejos del verdor y el susurro de las hojas, lo que alguna vez fue la cuna sagrada de la Luz y sus defensores se había tornado en un páramo de ruinas y corrupción. Las altas torres blancas, antes símbolo de la virtud y la fe, estaban ahora ennegrecidas por el humo y las marcas de la guerra. El sol apenas se atrevía a atravesar las nubes negras que cubrían el cielo sobre la antigua Ciudadela de la Luz.
El mármol reluciente se había tornado gris. Donde antes resonaban himnos sagrados, ahora solo se escuchaban los gruñidos de orcos berserker y los aullidos de sus guargos sedientos de sangre. En el trono sagrado, tallado con símbolos de los arcángeles y el emblema de Yahveh, se sentaba una figura que distorsionaba con su sola presencia el equilibrio del mundo: Hazrral, el chamán corrompido, portador del Anillo del Abismo y la Espada del Vacío.
El antiguo trono de sabiduría ahora era un altar de oscuridad.
Hazrral, envuelto en sus túnicas negras bordadas con runas malditas, observaba desde lo alto de la sala del trono con una mezcla de impaciencia y rabia. A su lado, el aire vibraba con la presencia de fuerzas oscuras que nunca deberían haber sido liberadas.
—¿Dónde están esos malditos niños? —gruñó, tamborileando sus dedos en el brazo del trono—. No puedo permitir más errores… tengo una ciudad bajo mi poder, sí. Paladines esclavizados, arcángeles encadenados, y sin embargo… ese libro… ese libro sigue fuera de mi alcance. ¡Y está en manos de dos críos!
La puerta de piedra crujió. Un orco jorobado, de ojos blancos y piel cubierta de tumores oscuros, entró arrastrándose como una sombra pegajosa.
—Mi señor… traigo noticias de los gusanos. El libro está con ellos… y han matado a Judas.
Un silencio helado cayó sobre el trono…
Hazrral se irguió, su silueta crepitando con una niebla oscura que envolvía su cuerpo como si fuera parte de él.
—¿Qué has dicho? —gruñó con voz grave y profunda.
—El… Judas ha muerto, mi señor… por manos de los niños…
Hazrral se echó a reír, primero con desprecio, luego con amargura.
—Claro… Judas… siempre fuiste un perro débil. Traidor. —Se levantó del trono, su figura ahora colosal por la energía oscura que lo rodeaba—. Pero que dos niños te derroten… eso sí que es una humillación.
Dio un paso al frente. La sala entera tembló.
—Tráiganme a Miguel.
Los orcos a su servicio obedecieron de inmediato. Los pasos retumbaban mientras arrastraban cadenas. Aquel que entró no era el mismo Miguel que antaño volaba sobre los cielos llevando la justicia de Yahveh. Encadenado, con las alas rotas, las túnicas rasgadas y la mirada apagada, parecía una sombra de lo que fue. Pero en sus ojos aún brillaba una chispa.
—Hazrral… —gruñó—. Has profanado esta tierra. Has manchado el templo con tu oscuridad. Has matado a mis hermanos y esclavizado a los justos. Pero Yahveh no duerme.
Hazrral no dijo palabra. Solo levantó una mano… y abofeteó al arcángel con una fuerza sobrenatural. Miguel cayó de rodillas, escupiendo sangre dorada sobre el suelo de mármol ennegrecido.
—No estás aquí para hablar. Estás aquí para responder. ¿Dónde están Samael y mi libro? —rugió Hazrral.
Miguel, aún arrodillado, solo cerró los ojos. Su silencio fue su único escudo.
Hazrral hizo un gesto. Dos prisioneros fueron arrastrados: un joven aprendiz paladín y un arcángel encadenado. Ambos temblaban.
—Habla… o uno de ellos morirá —dijo el chamán con frialdad.
Miguel alzó la cabeza.
—No… te atreverías. No con nuestros propios martillos. No mancharías nuestras armas sagradas.
Hazrral sonrió con malevolencia y chasqueó los dedos. El orco jorobado trajo consigo un objeto… era el Martillo del Gran Maestre, antaño emblema de esperanza.
El brujo Orco, un guerrero de enormes proporciones, tomó el martillo. Lo levantó con una sonrisa sádica. Uriel, aún encadenado, gritó:
—¡No digas nada, Miguel! ¡Esta abominación no merece nuestra verdad! ¡Yahveh nos protegerá!
Pero la protección no llegó a tiempo. De un solo golpe brutal, el brujo Orco aplastó el cráneo del arcángel Uriel con el martillo que una vez representó la justicia.
El eco del golpe retumbó en toda la ciudadela. El grito de Miguel desgarró el aire, un alarido de dolor tan profundo que los cielos oscurecieron brevemente.
—Última oportunidad —dijo Hazrral, con voz como veneno—. ¿Dónde están?
Miguel, quebrado, con lágrimas doradas cayendo por su rostro, susurró:
—Perdóname, Samael… me entenderás… Ellos… están con el pícaro, el chico llamado Vorn. Van hacia la ciudadela de los asesinos… planean una alianza.
Hazrral sonrió, satisfecho. El conocimiento era poder. Y ahora, él tenía el camino.
—Llévenlo de nuevo a trabajar.
—¿Y el niño? —preguntó el orco jorobado.
Hazrral giró lentamente.
—Ah, cierto…
Levantó su mano, y el Anillo del Abismo brilló. Una energía oscura envolvió al niño aprendiz que había presenciado todo, y en segundos, su alma fue absorbida.
Miguel volvió a gritar, maldiciendo entre sollozos.
—¡Te lo juro! Cuando la hora llegue, la Orden se levantará… y tú morirás.
Hazrral solo rio, mientras Miguel era arrastrado entre risas grotescas.
El chamán alzó su mano una vez más. Esta vez, apuntó al orco jorobado.
—Tú… ya no eres suficiente.
El anillo brilló de nuevo, y el cuerpo deformado del orco comenzó a mutar. Garras, músculos, colmillos. Se convirtió en una bestia imponente, con dos enormes hachas de guerra marcadas con runas del abismo.
—Toma esta legión. Ve a la Ciudad de los Asesinos. Quiero a los niños vivos. Quiero arrancarles el alma yo mismo… y entregársela a mis amos.
—Sí, mi señor. —gruñó el nuevo monstruo, con voz más grave y terrible.
Y así comenzó la marcha. Los tambores de guerra resonaron en la oscuridad. Las antorchas se alzaron. Y desde las puertas malditas de la ciudadela, surgió la legión. Orcos berserker, guargos mutantes, sombras vivientes, todos bajo la bandera del Abismo.
El aullido de un guargo se escuchó a lo lejos. Era un presagio.
La cacería… había comenzado.
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me encanta!!!