En las calles vibrantes, pero peligrosas de Medellín, Zaira, una joven brillante y luchadora de 25 años, está a tres semestres de alcanzar su sueño de graduarse. Sin embargo, la pobreza amenaza con arrebatarle su futuro. En un intento desesperado, accede a acompañar a su mejor amiga a un club exclusivo, sin imaginar que sería una trampa.
Allí, en medio de luces tenues y promesas vacías, se cruza con Leonardo Santos, un hombre de 49 años, magnate de negocios oscuros, atormentado por el asesinato de su esposa e hijo. Una noche de pasión los une irremediablemente, arrastrándola a un mundo donde el amor es un riesgo y cada caricia puede costar la vida.
Mientras Zaira lucha entre su moral, su deseo y el peligro que representa Leonardo, enemigos del pasado resurgen, dispuestos a acabar con ella para herir al implacable mafioso.
Traiciones, secretos, alianzas prohibidas y un amor que desafía la muerte.
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Capitulo 7
Horas después, Zaira estaba tirada en su cama, abrazada con fuerza a su almohada, el cuerpo recién bañado aún tembloroso por dentro.
El aroma del jabón de avena no lograba borrar la pestilencia del recuerdo. Ni las lágrimas en la ducha, ni el agua caliente resbalando como cuchillos por su piel enrojecida habían sido suficientes para purificarla.
Seguía oliendo a él.
A perfume caro, a whisky, a sexo robado.
El estómago se le revolvía cada vez que cerraba los ojos y revivía sus propias súplicas ahogadas, sus gemidos mezclados con el murmullo sucio de sus palabras al oído.
Sobre su escritorio, la pila de billetes descansaba como un monstruo silencioso, una evidencia palpable de su desgracia. Cada billete parecía mirarla, burlarse de ella, recordarle una y otra vez en qué se había convertido.
La voz de su madre diciéndole que iba de salida la medio sacó de sus pensamientos.
El golpeteo brusco en la puerta retumbó como un disparo en la quietud del pequeño cuarto.
—¡Zaira! ¡Ábreme! —gritó Tatiana al otro lado, impaciente.
Zaira apretó la mandíbula, su respiración agitada, la almohada arrugada entre sus brazos. No quería verla. No quería oírla.
No quería recordar que había sido ella quien la había llevado hasta allí como si fuera ganado.
Pero la rabia pudo más. Una rabia viscosa que le subió por la garganta y la empujó a levantarse de un salto.
Descalza, con el cabello aún húmedo pegado al rostro y el corazón martillándole el pecho, abrió la puerta de golpe.
Tatiana irrumpió como una ráfaga, oliendo a perfume floral, impecable en su minifalda de diseñador y sus tacones de aguja. Su bolso de marca oscilaba despreocupadamente sobre su hombro.
—¡Por fin! ¿Dónde demonios te habías metido? —dijo con una sonrisa ancha y brillante, como si nada malo hubiese ocurrido—. ¿Qué tal la noche? ¡Te ves fatal, amiga!
Zaira la fulminó con la mirada, cada fibra de su cuerpo vibrando de indignación. Sus manos temblaban levemente, pero las apretó en puños.
—¿Te divertiste, Tati? —escupió, su voz quebrada como vidrio roto—. ¿Cuánto te pagaron por venderme?
Tatiana parpadeó, sorprendida por un segundo, apenas un instante en el que su máscara se resquebrajó. Pero enseguida recuperó su sonrisa plástica, su tono ligero.
—No hables así, Zai... —dijo, haciéndose la ofendida—. ¡Yo solo quería ayudarte! ¿Qué pensabas, que ibas a salir adelante aquí, encerrada estudiando como una monja? ¡La vida real no funciona así!
Necesitabas dinero, ¡y mucho! Solo te presenté a alguien importante... —se encogió de hombros, como si la hubiera llevado a tomar un café—. Lo que pasó después, fue decisión tuya.
Zaira sintió como si alguien le desgarrara el pecho con las uñas.
La traición de su única amiga la hacía doler hasta los huesos.
—¡Me vendiste, maldita sea! —gritó, su voz reverberando en las paredes gastadas de su habitación—. ¡Me emborrachaste! ¡Me llevaste ahí como a un maldito objeto, como a una muñeca rota para que cualquiera jugara con ella!
Las lágrimas brotaron, calientes y desesperadas, empapándole las mejillas. No se molestó en limpiarlas.
Tatiana dio un paso atrás, su mirada ahora impregnada de fastidio.
—No seas dramática —bufó—. ¡Te acostaste con un millonario, Zaira! ¡Un maldito millonario! El más deseado por todas. Deberías estarme agradeciendo.
Ahora puedes salir de este basurero donde vives, conseguirte un departamento decente, estudiar en paz, ¡y quién sabe! Si sigues viéndolo, podrías hacerte rica.
—¿Rica? —la palabra salió de los labios de Zaira como un escupitajo—. ¿Rica a costa de qué, Tati? ¿De perderme a mí misma? ¿De prostituirme?
—¡Ay, qué exagerada! —rio, nerviosa—. Deberías abrir los ojos... ¡Así es el mundo real, cariño! ¡O vendes, o te venden!
El sonido de la bofetada fue seco, brutal, como un látigo quebrando el aire.
Tatiana llevó una mano a su mejilla enrojecida, sus ojos brillando de furia y sorpresa.
—Te vas a arrepentir de esto, Zaira —escupió con veneno.
Se giró sobre sus tacones y salió dando un portazo tan fuerte que hizo vibrar la débil estructura del cuarto.
Zaira se dejó caer de rodillas junto a su cama, el rostro hundido entre las manos, sollozando con la garganta rota.
Había perdido a su única amiga.
Había perdido su dignidad.
Y, lo peor de todo, había perdido la poca fe que aún le quedaba en sí misma.
El cuarto parecía más pequeño, más frío, más triste.
La humedad de sus lágrimas calaba hasta el alma.
A lo lejos, la ciudad seguía su curso indiferente: bocinas de autos, ladridos, música escapándose por las ventanas abiertas de algún vecino.
El mundo seguía girando, aunque ella se sintiera completamente destruida.
Al otro lado de la ciudad, en una de las torres más lujosas que recortaban el cielo como cuchillas de acero, Leonardo Santos estaba en su oficina del impecable Magnate.
Las luces tenues creaban sombras largas en la estancia de paredes forradas en roble oscuro y alfombras persas.
El whisky ámbar giraba perezosamente en su vaso de cristal mientras él lo contemplaba, ensimismado.
Pero el licor ardía en su garganta sin apagar el incendio en su interior.
Ella.
Zaira.
Su nombre, desconocido hasta hacía unas horas, ahora se le clavaba en el pecho como un anzuelo.
Recordaba cada detalle: Su cuerpo tembloroso bajo el suyo. La tibieza de su piel enredándosele entre los dedos. El gemido dulce y roto escapándosele de los labios mientras él la poseía con una mezcla de lujuria y algo más oscuro que no sabía nombrar.
Frunció el ceño, molesto consigo mismo.
No era como las otras. No era una mujer de una noche cualquiera. Había algo en ella... Una inocencia. Una fragilidad que había saboreado y que ahora lo atormentaba.
Apoyó el vaso en el escritorio con un golpe seco, respirando con dificultad.
—Zaira... —susurró su nombre en voz baja, como si temiera que alguien pudiera escucharlo.
Se pasó la mano por el cabello desordenado, exasperado.
No tenía tiempo para distracciones.
No tenía tiempo para tonterías sentimentales.
Y, sin embargo...
La imagen de sus ojos asustados, de su respiración entrecortada, se le había metido bajo la piel como una infección imposible de curar.
Supo, con esa certeza brutal que únicamente tienen los hombres que están acostumbrados a obtener lo que quieren, que no la dejaría ir.
Nunca.
Su obsesión apenas comenzaba.
Y Zaira, lo quisiera o no, estaba a punto de convertirse en su más peligrosa adicción.