"No todo lo importante se dice en voz alta. Algunas verdades, los sentimientos más incómodos y las decisiones que cambian todo, se esconden justo ahí: entre líneas."
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Estaré para ti.
La sala de espera del hospital es un lugar que parece suspendido en el tiempo, un limbo donde las horas se arrastran con una lentitud cruel. Las paredes son de un blanco desvaído, manchadas por el paso de los años, y el aire está cargado con el olor a desinfectante y a ansiedad. Las sillas de plástico azul, desgastadas en los bordes, crujen cada vez que alguien se mueve, y el sonido del reloj en la pared marca los segundos con un tic-tac que me taladra los oídos. Estoy sentado con los codos apoyados en las rodillas, las manos entrelazadas con tanta fuerza que mis nudillos están blancos. Mi mirada está perdida en el suelo de linóleo, donde las baldosas reflejan las luces fluorescentes con un brillo casi cegador. Damon está a mi lado, en una silla a pocos pasos, con los hombros encorvados y las manos cubriendo su rostro, su respiración entrecortada rompiendo el silencio.
Es un milagro que mañana sea mi día de descanso, porque no habría manera de que me apartara de este hospital hoy. Heather está en algún lugar al otro lado de esas puertas dobles, luchando por su vida, y yo no puedo hacer nada más que esperar, atrapado en esta sala que parece un purgatorio. Mi cuerpo tiembla ligeramente, no de frío, sino de la tensión que me recorre como una corriente eléctrica. Cada pocos minutos, miro hacia el pasillo, esperando que alguien salga con noticias, pero solo hay silencio, un silencio que me está volviendo loco.
De pronto, la voz de Damon rompe mi burbuja de pensamientos, su tono cargado de una culpa que me saca de mi ensimismamiento. —Debo ser el peor esposo del universo— murmura, su voz ronca y temblorosa, como si cada palabra le costara un esfuerzo inmenso. Levanto la cabeza lentamente, girándome para mirarlo, y lo que veo me golpea como un eco del pasado. Damon está devastado, tiene las manos apretadas contra sus rodillas, los dedos temblando, y su expresión es una mezcla de dolor y autodesprecio que conozco demasiado bien.
Lo miro con una melancolía que me pesa en el pecho, porque ¿cuántas veces estuve yo en su lugar? ¿Cuántas veces me senté en una sala como esta, con el corazón destrozado y la culpa carcomiéndome vivo? Siento un nudo en la garganta, y mi mirada se suaviza, aunque sigue cargada de una tristeza que no puedo esconder. Me pongo de pie con un movimiento lento, mis piernas protestando por el cansancio, y extiendo una mano para tomar a Damon del brazo. Lo giro hacia mí con firmeza, mis dedos apretando su muñeca con una fuerza que no sé de dónde saco. —Ven conmigo— digo, mi voz baja pero autoritaria, mientras lo miro directamente a los ojos, mi expresión severa pero llena de una sabiduría que solo el dolor puede enseñar.
Damon no protesta, solo asiente débilmente, y lo guío hacia el fondo de la sala de espera, donde hay un par de dispensadores de café y chocolate caliente. El pasillo está vacío, salvo por una enfermera que pasa con un carrito de suministros, el chirrido de las ruedas resonando en el silencio. Saco un billete arrugado de mi bolsillo, mis manos temblando ligeramente mientras lo introduzco en la máquina. Presiono el botón para un chocolate caliente, y el dispensador cobra vida con un zumbido, el aroma dulce del cacao llenando el aire mientras el líquido caliente cae en un vaso de cartón. Me vuelvo hacia Damon, que está parado a mi lado, con los brazos cruzados y la mirada perdida. —¿Qué quieres?— pregunto, mi voz más suave ahora, aunque sigue cargada de esa melancolía que no puedo sacudirme.
—Un café, por favor— responde, su tono apagado, casi mecánico. Asiento y presiono el botón correspondiente, el olor amargo del café mezclándose con el dulzor del chocolate mientras el segundo vaso se llena. Cuando ambos vasos están listos, le entrego el café a Damon, mis dedos rozando los suyos por un momento. Su piel está fría, y noto cómo tiembla ligeramente al tomar el vaso. Lo guío hacia la salida del hospital, empujando la puerta de vidrio con el hombro, y el aire frío de la noche nos golpea en la cara como un latigazo.
Estamos en una pequeña área al lado de la entrada, donde hay un par de bancas de madera y un contenedor de basura que huele a restos de comida y desinfectante. El cielo está despejado, las estrellas apenas visibles por las luces de la ciudad, y el viento sopla con una frialdad que corta la piel.
Doy un sorbo a mi chocolate caliente, el calor del líquido quemándome la lengua pero aliviando el nudo en mi pecho.
Miro a Damon, que está parado a mi lado, con el vaso de café entre las manos y los hombros encorvados contra el frío. —¿Tienes frío?— pregunto, mi voz baja mientras lo observo con atención. Él asiente, un movimiento pequeño pero evidente, y sin pensarlo dos veces, me quito la chaqueta que llevo puesta, una prenda vieja de cuero que ha visto mejores días. —Toma— digo, extendiéndosela con un gesto firme.
Damon parece querer negarse, sus manos levantándose ligeramente como para rechazarla. —No, suegro, estoy bien— murmura, pero su voz tiembla, y el viento helado hace que su cuerpo se estremezca visiblemente. Insisto, mi tono más severo ahora, casi como una orden. —Tómala, Damon. Estoy acostumbrado al peor de los fríos, créeme—. Mi mirada es intensa, casi intimidante, y él finalmente cede, tomando la chaqueta con manos torpes. Se la pone con movimientos lentos, el cuero crujiendo mientras se ajusta a su figura, y noto cómo su expresión se suaviza un poco, aunque el dolor sigue grabado en su rostro.
Suspiro profundamente, el aire frío quemándome los pulmones, y me apoyo contra la banca, con el vaso de chocolate todavía en la mano. Mi mirada se pierde en el horizonte, donde las luces de la ciudad parpadean como luciérnagas lejanas, y siento el peso de los años sobre mis hombros. Me vuelvo hacia Damon, mi expresión seria pero llena de una sabiduría que he ganado a través del sufrimiento. —No te culpes por lo que está fuera de tu alcance, Damon— digo, mi voz grave y resonante, cada palabra cargada de una verdad que he aprendido a la fuerza. —Yo estuve en tu lugar hace muchos años, cuando Marina, la madre de Heather, murió. Me culpé durante mucho tiempo, pensando que si hubiera hecho algo diferente, si hubiera sido más rápido, más fuerte, ella seguiría aquí. Pero al final, aprendí que no tenía control sobre eso. Hay cosas que simplemente no podemos cambiar, por mucho que queramos—.
Mi tono es firme, casi intimidante, y veo cómo Damon me mira con una mezcla de asombro y temor. Mis ojos, verdes y llenos de una melancolía que nunca se va, lo atraviesan como si pudieran ver a través de él. Me acerco un paso más, mi postura imponente a pesar del cansancio que me recorre el cuerpo, y continúo. —Heather es fuerte, más fuerte de lo que crees. Y tú... tú tienes que ser fuerte por ella ahora, no hundirte en la culpa. Eso no la va a ayudar—. Mi voz se suaviza un poco al final, pero sigue cargada de una autoridad que no deja lugar a discusión. Me paso una mano por el cabello, un gesto nervioso que no puedo evitar, y doy otro sorbo al chocolate, el calor del líquido contrastando con el frío que me rodea.
Damon asiente lentamente, sus manos temblando mientras sostiene el vaso de café. —Tiene razón, suegro— murmura, su voz apenas audible sobre el sonido del viento. —Solo... solo quiero que ella esté bien—. Sus ojos se llenan de lágrimas, y baja la mirada, incapaz de sostener la mía. Me quedo ahí, a su lado, con el peso de mi propio dolor presionándome el pecho, pero también con una determinación que no sabía que todavía tenía. No sé si Heather va a salir de esta, pero voy a estar aquí, para ella y para Damon, porque eso es lo que un padre hace, incluso cuando el mundo parece desmoronarse a su alrededor.
Damon está al borde del colapso, lo puedo ver. Sus manos tiemblan tanto que el café se derrama ligeramente sobre el borde del vaso, salpicando el suelo con gotas oscuras que se mezclan con la tierra húmeda. Sus ojos están vidriosos, las lágrimas acumulándose en las esquinas mientras lucha por mantenerlas a raya. Su rostro, normalmente tan confiado, está ahora desencajado por el miedo, las ojeras bajo sus ojos más profundas bajo la luz tenue de un farol cercano. —No sé qué hacer si ella no sale de esta, suegro— murmura, su voz quebrándose en un sollozo que no puede contener. Sus hombros tiemblan, y baja la cabeza, cubriéndose el rostro con una mano mientras las lágrimas finalmente caen, cálidas y silenciosas, dejando rastros brillantes en sus mejillas.
Verlo así me destroza. Sé lo mucho que este muchacho ama a mi hija, lo he visto en la forma en que la mira, en cómo siempre ha estado ahí para ella, incluso en los momentos más oscuros. Pero odio tener que presenciar esto, odio ver a alguien desmoronarse frente a mí, porque no sé cómo lidiar con los sentimientos ajenos. Si soy un desastre manejando los míos, ¿cómo se supone que voy a ayudar a alguien más? Mi pecho se aprieta con una mezcla de impotencia y dolor, y por un momento, me quedo congelado, atrapado en mis propios pensamientos. Mis manos se tensan alrededor del vaso, el cartón cediendo ligeramente bajo la presión, y mi mirada se pierde en el horizonte, donde las luces de la ciudad parecen burlarse de mi incapacidad para hacer algo, cualquier cosa, que arregle esta situación.
Pero entonces, algo dentro de mí se mueve, un instinto que no sabía que todavía tenía. No puedo quedarme parado, no puedo dejar que Damon se hunda en este abismo solo. Respiro hondo, el aire frío quemándome los pulmones, y doy un paso hacia él, mi mano temblando mientras la extiendo para acariciar su cabeza. Mis dedos se deslizan entre los mechones rubios cenizos de su cabello, suaves y desordenados, y el gesto es tan natural como si lo hubiera hecho mil veces. Lo toco con una ternura que no sabía que podía ofrecer, como si fuera un hijo, un amigo, un niño perdido que necesita consuelo. Su cabello es frío al tacto, y siento cómo su cuerpo tiembla bajo mi mano, un recordatorio de lo frágil que es en este momento.
—Damon, escúchame— digo, mi voz grave pero suave, cargada de una calidez que espero pueda atravesar el muro de su dolor. —No estás solo en esto, ¿me oyes? Sé que estás asustado, y no te voy a decir que no lo estés, porque esto es un infierno. Pero Heather es fuerte, y tú también lo eres. Vamos a pasar por esto juntos, los dos, porque ella nos necesita ahora más que nunca—. Mis palabras son firmes, pero hay una dulzura en ellas, una intención clara de que él esté bien, de que ambos podamos apoyarnos en esta situación que amenaza con destrozarnos. Mi mano sigue en su cabeza, mis dedos moviéndose lentamente, un gesto casi paternal que busca calmarlo, anclarlo a algo sólido en medio de la tormenta.
Damon levanta la mirada hacia mí, su mirada brillando con lágrimas frescas, y por un momento, parece que va a derrumbarse por completo. Pero entonces, con un movimiento lento y tembloroso, extiende una mano y toma la mía, la que no está en su cabello, y la sostiene con una fuerza que me sorprende. Sus dedos, fríos y ligeramente ásperos, se cierran alrededor de los míos, se aferran a mí como si yo fuera lo único que lo mantiene a flote. No es algo que pueda explicar, pero está ahí.
Siento un nudo en la garganta, y mi respiración se entrecorta mientras lo miro, sus ojos buscando los míos con una intensidad que me desarma. Mi mano libre cae a mi lado, el vaso de chocolate resbalando de mis dedos y cayendo al suelo con un sonido sordo, el líquido derramándose sobre la tierra. No me importa. Todo lo que importa es este momento, este intento de ser fuerte por él, de darle algo a lo que aferrarse. —No te rindas, Damon— continúo, mi voz más firme ahora, aunque sigue cargada de emoción. —Heather te ama, y tú la amas a ella. Eso es lo que importa. Vamos a estar aquí, los dos, pase lo que pase. No estás solo, y no voy a dejar que te sientas así—.
Damon aprieta mi mano con más fuerza, sus dedos temblando mientras asiente lentamente, las lágrimas cayendo sin control por su rostro. —Gracias, suegro— susurra, su voz ronca y quebrada, pero hay una chispa de esperanza en su tono, una que no estaba ahí hace un momento. Su agarre en mi mano no se suelta, y yo no hago nada para apartarme. Nos quedamos ahí, de pie bajo el cielo nocturno, con el viento frío golpeándonos y el sonido de la ciudad zumbando a lo lejos. Mi pecho sigue apretado, el miedo por Heather todavía me consume, pero hay algo en este momento, en la forma en que nuestras manos se sostienen, que me hace sentir que no estoy tan solo como siempre he creído.
Me paso la mano libre por el rostro, intentando secar las lágrimas que no me di cuenta que estaban cayendo, y respiro hondo, el aire helado llenándome los pulmones. Mi postura sigue siendo firme, pero mi cuerpo tiembla ligeramente, el peso de todo esto amenazando con derrumbarme. Pero no voy a caer, no ahora, no cuando Damon me necesita, no cuando Heather me necesita. Siento su mano en la mía, un ancla en medio de la tormenta, y por primera vez en mucho tiempo, siento que hay algo nuevo creciendo entre nosotros, algo que si pudiera nombrar sería amistad.