🌆 Cuando el orden choca con el caos, todo puede pasar.
Lucía, 23 años, llega a la ciudad buscando independencia y estabilidad. Su vida es una agenda perfectamente organizada… hasta que se muda a un piso compartido con tres compañeros que pondrán su paciencia —y sus planes— a prueba.
Diego, 25, su opuesto absoluto: creativo, relajado, sin un rumbo claro, pero con un encanto desordenado que desconcierta a Lucía más de lo que quisiera admitir.
Carla, la amiga que la convenció de mudarse, intenta mediar entre ellos… aunque muchas veces termina enredándolo todo aún más.
Y Javi, gamer y streamer a tiempo completo, aporta risas, caos y discusiones nocturnas por el WiFi.
Entre rutinas rotas, guitarras desafinadas, sarcasmo y atracciones inesperadas, esta convivencia se convierte en algo mucho más que un simple reparto de gastos.
✨ Una historia fresca, divertida y cercana sobre lo difícil —y emocionante— que puede ser compartir techo, espacio… y un pedacito de vida.
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Capítulo 16 – Casi descubiertos
La rutina en el piso seguía igual de caótica, pero para Lucía y Diego todo había cambiado. Cada mirada en la mesa, cada roce accidental en el pasillo, era una pequeña conspiración. Un código silencioso que se fortalecía cada día.
Una noche, mientras Carla y Javi discutían en el salón sobre quién debía sacar la basura —una pelea que ya iba por su tercer asalto de la semana—, Lucía se escabulló hacia la cocina.
No esperaba encontrar a Diego ya allí, apoyado en la encimera con un vaso vacío en la mano, como si la hubiera estado esperando.
—Llegas tarde, espía —susurró él, con una sonrisa cómplice.
Lucía rodó los ojos, aunque el calor le subió al cuello.
—Eres un desastre.
—Y tú no sabes disimular nada —contestó él, inclinándose lo justo para robarle un beso rápido.
El beso debía ser solo eso: rápido. Pero la cercanía, la risa ahogada, la tensión contenida durante semanas… hicieron que todo explotara. En cuestión de segundos, estaban besándose de verdad, con urgencia, apoyados contra la encimera.
Las manos de Diego encontraron su cintura, y Lucía se aferró a su camiseta, como si con ese contacto pudiera callar todas las dudas que le gritaban por dentro.
Y entonces, la voz fatal:
—¿Lucía? ¿Estás ahí? —Carla, acercándose.
El pánico los golpeó de golpe. Lucía lo empujó, y Diego reaccionó instintivamente: abrió la puerta de un armario bajo la alacena y se metió dentro, encajando como pudo entre cajas de cereales, bolsas de arroz y un bote de galletas.
Lucía se giró justo cuando Carla entraba y encendía la luz.
—¿Qué haces aquí sola, a oscuras? —preguntó, arqueando una ceja.
Lucía tragó saliva tan fuerte que casi se oyó.
—Eh… agua. Tenía sed.
Carla se cruzó de brazos, escaneándola con esa mirada inquisitiva que siempre parecía ver demasiado.
—Ya. Y hablas sola también, ¿no? Juraría que oí voces.
Lucía forzó una risa, tan falsa que hasta le dolió.
—¿Voces? ¡Será la nevera, que hace ruidos rarísimos! Deberíamos llamar al casero, suena como… como si hablara en otro idioma.
Carla no pareció convencida del todo. Ladeó la cabeza, pero al final se encogió de hombros.
—Bueno, si te vuelves loca, avisa. Yo no pienso compartir habitación acolchada contigo.
Cuando salió, cerrando la puerta tras ella, Lucía soltó el aire de golpe.
Abrió el armario, y Diego salió gateando, con el pelo despeinado y un ataque de risa contenido que explotó apenas logró enderezarse.
—Tu cara era épica —susurró, doblado de la risa.
—¡Cállate! —Lo empujó con un dedo en el pecho, fingiendo indignación mientras intentaba no reírse también—. ¡Podría habernos pillado!
—Y habría valido la pena —replicó él, con esa sonrisa insolente.
Lucía intentó mantenerse seria, pero terminó riendo con él, hasta que el sonido de pasos en el pasillo los obligó a callarse de golpe. Se miraron en silencio, respirando agitados, como si estuvieran a punto de ser descubiertos por segunda vez.
Cuando los pasos se alejaron, Diego volvió a acercarse, esta vez bajando la voz.
—Cada vez es más difícil esconderlo.
Lucía se mordió el labio, sintiendo un vértigo extraño.
—Entonces tendremos que ser más cuidadosos.
Él arqueó una ceja, divertido, aunque en su mirada había algo más serio.
—¿O más valientes?
Ella no respondió. Se limitó a apartarse, recogiendo un vaso vacío para justificar su presencia en la cocina, pero con el corazón desbocado.
Cuando Diego pasó junto a ella para salir, rozó su mano con disimulo. Fue apenas un segundo, pero bastó para recordarle que no había escondite, armario ni excusa que pudiera protegerlos por mucho tiempo.
Y Lucía lo supo: estaban jugando un juego peligroso.
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