Alejandra quien a sus 5 años fue alejada de su padre por el echo de ser la hija de una empleada y nacida fuera del matrimonio. La quiso proteger de la humillación y del maltrato, la llevó a vivir a Colombia con su familia materna. La cuido y velo por ella desde la distancia sabiendo que era la hija de su gran amor. Después de 20 años creció como una hermosa mujer, educada y valiente. Una hermosa joya... quien será la presa de un delicioso hombre que la absorberá y amará hasta que sus vidas se apaguen.
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Empezó el juego.
El sol se filtraba entre los ventanales del restaurante con un brillo dorado, bañando la mesa donde lo esperaban dos tazas de café humeante.
El señor Callahan estaba ahí, con su camisa blanca bien planchada, los primeros botones abiertos y el reloj de cuero que su hijo solía robarle cuando era adolescente. No tenía cara de jefe hoy. Tenía cara de padre.
Callahan Jr. llegó puntual, impecable como siempre, pero con ese gesto que solo mostraba cuando lo sacaban de la cama antes de las nueve.
— ¿Otra vez este lugar? — Dijo, dejándose caer en la silla. — Juro que el chef te da comisión. — El señor sonrió sin levantar la vista del menú.
— El chef me debe una vida. Pero vine por ti, no por él. — Callahan alzó la ceja, tomó su taza.
— ¿Qué te dijeron? — Preguntó con calma, directo. El señor lo miró con tranquilidad. Años de experiencia pesaban en sus gestos, pero no en sus ojos, que seguían vivos, agudos.
— Nada que no supiera desde antes. Miles me habló de ella… pero quise escucharlo de ti. — Silencio. Un segundo. Luego, el hijo dejó la taza con suavidad.
— Sí. Hay una candidata.
— ¿Nombre?
—Alejandra Espinosa. Colombiana. 25 años. Inteligente. Independiente. Ambiciosa, pero no arrogante. — El padre lo escuchaba con atención, sin interrumpir.
— ¿Y?
— Y me interesa. No solo profesionalmente. Pero lo estoy manejando con calma. — Agregó antes de que su padre hablara.
— Me alegra. Pensé que ibas a tomar otro año más posponiéndolo con excusas. — Callahan sonrió apenas.
— Tenías miedo de que me volviera como tú. — El señor se recostó con una sonrisa nostálgica.
— No. Tenía miedo de que no aprendieras a ser tú sin copiarme. Por eso me retiré. Para dejarte espacio. Para ver si te hacías hombre por cuenta propia. — Callahan lo miró un momento, en silencio.
— Me hiciste un hombre, viejo. Pero eso no significa que sepa amar a una mujer. — El padre lo sostuvo con la mirada, firme, pero sin juicio.
— No necesitas amarla todavía. Solo no la destruyas mientras aprendes. — Se quedaron callados unos segundos, hasta que el camarero interrumpió con los desayunos. — Por cierto, — Dijo el señor Callahan mientras servía azúcar en su café. — Esa chica… tiene unos ojos intensos. Y una risa que no se compra. — El hijo lo miró sorprendido.
— ¿La has visto?
— En un video. En una fiesta. No me preguntes cómo. Solo... no te duermas. No es de las que se quedan esperando. — A sus 51 años, el señor Callahan era el tipo de hombre que no pasaba desapercibido.
Ni cuando llegaba. Ni cuando se iba.
Tenía el cabello ligeramente canoso, peinado hacia atrás, y una barba perfectamente cuidada que le daba ese aire maduro que no envejece, sino que impone. Llevaba camisas de lino abiertas hasta el tercer botón, pantalones bien planchados, y un reloj clásico que no usaba para ver la hora. Caminaba con la lentitud elegante de quien no tiene apuro… porque ya vivió su guerra, y la ganó.
No era un hombre retirado por vejez. Se apartó por elección, por necesidad de silencio, por sabiduría.
Porque había cumplido su misión más importante: criar a su hijo.
No quiso hijos múltiples. No le interesaron otras familias.
Puso todo lo que tenía —lo bueno y lo malo— en formar a su hijo.
Y aunque su método fue duro, fue efectivo.
No quería un hijo obediente. Quería un hombre que pudiera sostener el mundo sin que se le quebrara el alma.
Y lo logró. Su hijo podía ser frío, pero no cruel. Distante, pero no insensible.
El señor Callahan veía eso y, aunque no lo decía, se sentía orgulloso.
Ahora vivía solo en su apartamento, rodeado de obras de arte, muebles antiguos y una cocina que casi no usaba. Desayunaba café fuerte, leía periódicos físicos, y salía a caminar sin escoltas.
Recibía visitas contadas. A veces, alguna amante.
Nada constante. Ningún lazo.
Prefería el sabor breve de la compañía a la rutina de una pareja.
Su placer estaba en los silencios. En las conversaciones sin palabras con su hijo.
En ver cómo su retoño toma decisiones. Cómo lo desafía. Cómo lo supera.
Porque esa era la verdadera herencia: no dejarle cosas, sino dejarle carácter.
Y aunque no lo diría en voz alta… lo único que quería ahora era verlo amar.
No por debilidad, sino porque sabía que si su hijo entregaba a alguien, lo haría con una intensidad feroz.
De esas que sólo se aprenden cuando el corazón se forja con fuego.
Callahan Jr. le sostuvo la mirada, afilado. Se recostó en la silla con esa mezcla de arrogancia y curiosidad que sólo se le despertaba cuando su padre hablaba con ese tono. Ese que significaba que venía algo.
— Dilo. — Exigió, sin rodeos. — ¿Qué viste? — El padre sonrió, tranquilo. No era una sonrisa amplia, ni de burla. Era esa sonrisa de lobo satisfecho, que sabe que la presa ya entró al campo.
— Vi el video. — Dijo, como si fuera un comentario trivial.
— ¿Qué video? — Su hijo no tenía paciencia para rodeos. Su tono se endureció, sin alzar la voz.
— La chica. Alejandra. Estaba bailando. Vestido vino tinto, sonrisa suelta. Alguien la grabó en el club donde estuvo hace unos dias y me lo enviaron. No preguntes quién, sabes que siempre hay ojos donde deben estar. — Respondió el padre, sin dejar de mirar su taza.
Callahan Jr. se tensó levemente. Cerró la mandíbula. Ese video no lo había visto él. Ella no sabía que la estaban grabando. Y su padre… ya había puesto los ojos sobre ella antes que él pudiera siquiera decidir si valía la pena.
— ¿Por qué no dijiste nada?
— Porque tú tenías que verla primero con tus ojos, no con los míos. Yo ya sé lo que vi. Pero no estoy aquí para quitarte eso. Sabes cómo funciona esto. — Dijo el padre. — Yo sólo limpio el campo, no juego el partido. — Un silencio pesado se acomodó en la mesa. Callahan bajó la mirada, procesando. Su padre nunca se metía. Observaba. Protegía sin estorbar. Era parte del pacto implícito que ambos habían construido con los años.
— ¿Y qué viste en ella? — Preguntó con evidente curiosidad al final, casi como quien quiere confirmar lo que ya intuye.
El padre lo miró, ahora sí con seriedad.
— Vi una mujer con fuego. No es perfecta. Pero tiene algo… algo que puede romperte el ritmo. No sé si eso es bueno o malo. Tú sabrás si estás listo para bailar con eso… o quemarte. — Su hijo no respondió. No tenía que hacerlo. Pero en su pecho, algo se removió.
Ella ya era tema de conversación en esa mesa.
Y eso significaba que el juego había empezado de verdad.
los capítulos son muy cortos y solo uno por día 😭😭