Sr. Y Sra. Claus

Aila

El Polo Norte. El jodido Polo Norte. Era lo más mágico que había visto en mi vida. La nieve relucía como diamantes bajo la luz de una luna que parecía más grande y brillante aquí que en cualquier otro lugar. Creía en Dios, claro, pero siempre lo había hecho más como una forma de consuelo, algo en lo que apoyarme cuando las cosas no iban bien. Nunca me lo había imaginado como un ser sentado en un trono, determinando si íbamos al cielo o al infierno. Pero ahora, con lo que estaba viviendo, quizá tenía que replantearme lo que sabía.

—Señora Claus, su habitación ya está lista —me dijo una de las elfas, con una sonrisa que irradiaba una dulzura difícil de describir.

Antes de que pudiera procesar cómo me había llamado, la pequeña criatura tomó mi mano y me guio por la mansión. Era un lugar enorme, frío y apagado al principio, pero en solo dos días había cambiado. Ahora todo estaba decorado con una elegancia mágica, como si cada rincón contara una historia.

—Gracias —dije, devolviéndole la sonrisa.

La elfa asintió con una leve reverencia antes de marcharse, dejándome en una habitación que era, literalmente, tres veces el tamaño de mi antiguo apartamento. Mi mirada recorrió cada detalle. La cama era enorme, cubierta con sábanas de un blanco impecable que parecían más suaves que cualquier algodón que hubiera tocado. Pero, al verla, una pregunta me invadió: ¿Dónde iba a dormir Nik?

No lo había visto mucho estos días. Siempre estaba ocupado, probablemente ultimando detalles para la temporada que se acercaba. Solo faltaba una semana para el primero de diciembre, y yo me sentía como una pieza más en su mundo perfectamente organizado.

Exploré el cuarto un poco más. Había un sofá a una distancia prudente de la cama, formando una mini sala con una mesa de centro perfectamente pulida. Las cortinas, pesadas y elegantes, parecían capaces de bloquear cualquier luz exterior, aunque dudaba querer perderme la vista que seguramente ofrecían. El suelo, cubierto por alfombras gruesas, me permitía andar descalza sin sentir ni un rastro del frío gélido del exterior.

—¿Te gusta la habitación? —preguntó una voz profunda detrás de mí.

Me giré para verlo. Claus estaba de pie en el marco de la puerta, y por primera vez, no llevaba sus habituales capas de ropa. Vestía una camisa negra ajustada que resaltaba su cuerpo grande, pero no gordo. Grande en muchos sentidos de la palabra. Mi mente divagó por un instante hacia pensamientos menos apropiados, y sacudí la cabeza rápidamente para apartarlos.

—Sí, es gigante —respondí, tratando de sonar neutral.

Él sonrió, avanzando un poco hacia mí, y esa sonrisa tenía algo... algo que hacía que un escalofrío recorriera mi cuerpo. No era miedo, era algo más.

—Pensé que te vendría bien algo así —dijo, con una calidez que no había esperado. Luego, sus ojos brillaron con algo de orgullo—. Estuve investigando un poco sobre ustedes, sobre cómo usan eso, del Wi-Fi, el internet y todo lo demás. Con los elfos, instalamos algo aquí en la casa para que pudieras usarlo. Es bueno, ¿no?

—¿En serio hay Wi-Fi? —pregunté, sorprendida, sacando mi celular de inmediato. Había señal. Incluso internet. Esto era surreal.

—Claro que sí —afirmó, sonriendo aún más—. Yo te daré todo lo necesario para que seas muy feliz.

Había algo en sus palabras que me hacía sentir vulnerable, pero no de una mala manera. Era como si estuviera ofreciendo un refugio, una seguridad que nunca había sentido antes.

—Bien, ¿no puedo ayudarte en algo? —pregunté, con la esperanza de aliviar un poco mi sensación de estar simplemente "recibiendo".

—No tienes la obligación de hacerlo —respondió, aunque su tono era suave y sincero—. Estaré ocupado estos días, pero si me llamas, vendré de inmediato. Siempre.

—¿Cómo podré llamarte? —pregunté, algo intrigada.

—Solo llámame. Lo sentiré, y estaré aquí en un instante.

—Los poderes son grandiosos —comenté con una sonrisa, acercándome un poco más a él.

Él se tensó ligeramente, como si mi proximidad lo incomodara de alguna manera que no quería mostrar.

—A veces ayudan mucho —respondió, su voz más baja ahora.

No pude evitar preguntarme cuánto sabía realmente del mundo de los humanos, de nuestras costumbres, de nuestras relaciones. Y, siendo quien soy, mi curiosidad me ganó.

—¿Nosotros... tendremos que hacer todo lo que hace una pareja? —pregunté con un atrevimiento que no sabía que tenía.

Él frunció el ceño, claramente confundido.

—¿Qué quieres decir?

Enarqué una ceja, evaluándolo por un momento antes de ser más directa.

—¿Sabes cómo nacen los bebés? —pregunté, casi en un susurro, como si temiera romper algún hechizo al hacerlo.

—Claro —dijo, como si la respuesta fuera obvia—. Dios decide cuándo alguien lo merece y les manda una oración para que lo consigan.

Mi boca se abrió ligeramente en incredulidad. Si eso era cierto, entonces mi hermana y su esposo habrían pasado horas rezando por mis sobrinos. Lo dudaba mucho.

—Creo que... es mejor que le preguntes a Dios. —No supe qué más decir, así que simplemente dejé que el silencio llenara el espacio entre nosotros, mientras él me miraba con genuina curiosidad.

Me miró con una expresión de confusión que casi me hizo reír, aunque no estaba segura de si lo que acababa de decir había cruzado alguna línea. Entonces, sin decir más, salió de la habitación casi corriendo, murmurando por lo bajo:

—Maldito viejo...

Por un momento me quedé quieta, intentando procesar lo que acababa de pasar. Esperaba, con toda mi alma, que ese insulto no fuera dirigido a lo más sagrado que los humanos considerábamos: Dios. Aunque, en este lugar donde lo imposible parecía ser real, ya no sabía qué creer.

Suspiré y decidí que lo mejor era distraerme. Había demasiadas preguntas dando vueltas en mi cabeza, y necesitaba un cambio de escenario. Salir un poco podría ayudar. Mi primer paso fue acercarme al armario. Cuando lo abrí, me sorprendió encontrarlo lleno de ropa; todo estaba perfectamente ordenado, como si alguien hubiera adivinado exactamente lo que necesitaría y lo hubiera preparado con anticipación.

Tomé un abrigo negro sencillo. Era elegante y práctico, y pensé que con eso me mezclaría mejor entre los demás, tal vez pasaría desapercibida. Sin embargo, tan pronto salí y caminé por los pasillos hasta llegar a donde trabajaban los elfos, me di cuenta de que había cometido un error de cálculo.

El lugar era un espectáculo de colores vivos: verde, rojo, blanco, dorado. Cada elfo estaba vestido con ropa vibrante y festiva que parecía sacada directamente de un cuento navideño. Todos iban de un lado a otro con una energía contagiosa, organizando cosas, moviendo cajas y herramientas, y charlando entre ellos mientras reían. Por un momento me sentí como una mancha oscura en medio de un cuadro lleno de vida.

El lugar era más que una simple fábrica. Era una ciudad, o quizá un pequeño pueblo lleno de magia. Había minicasas perfectamente alineadas, cada una con detalles únicos. Las calles estaban llenas de movimiento, como si todo el mundo estuviera trabajando en perfecta armonía, y cada rincón parecía brillar con un toque especial.

Mientras me quedaba allí, observando, un elfo se detuvo frente a mí. Apenas levantaba la vista hasta mi pecho, y, sin embargo, tenía una presencia que casi me hizo sentir pequeña.

—Hola —dijo con una voz clara y firme, aunque no dejó de observarme con curiosidad.

Me tomó un segundo responder, sintiendo que su mirada me analizaba con detalle, como si esperara algo más de mí.

—Hola —respondí, algo torpe. Después de un instante, señalé las pequeñas casas—. ¿Las casas son suficientes para todos?

El elfo frunció el ceño un momento, como si la pregunta fuera innecesaria, pero aun así se tomó un segundo para responder.

—No, pero nos turnamos para dormir. Además, no hay más espacio.

Dicho eso, salió corriendo para unirse a un grupo que cargaba cajas llenas de juguetes y otras cosas que no alcanzaba a identificar. Su respuesta, aunque breve, me dejó pensando.

¿No había más espacio? En un lugar tan mágico como este, parecía casi imposible que algo tan básico como eso fuera un problema. Y, sin embargo, lo era. Miré alrededor una vez más, viendo cómo los elfos trabajaban con una dedicación admirable, y sentí que algo dentro de mí se encendía.

Tal vez ya sabía qué podía hacer aquí. Tal vez, después de todo, había encontrado una razón para estar en este lugar.