Ivonne Bellarose, una joven con el don —o maldición— de ver las auras, busca una vida tranquila tras la muerte de su madre. Se muda a un remoto pueblo en el bosque de Northumberland, donde comparte piso con Violeta, una bruja con un pasado doloroso.
Su intento de llevar una vida pacífica se desmorona al conocer a Jarlen Blade y Claus Northam, dos hombres lobo que despiertab su interes por la magia, alianzas rotas y oscuros secretos que su madre intentó proteger.
Mientras espíritus vengativos la acechan y un peligroso hechicero, Jerico Carrion, se acerca, Ivonne deberá enfrentar la verdad sobre su pasado y el poder que lleva dentro… antes de que la oscuridad lo consuma todo.
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Capítulo 9.
La noche se cernía sobre la biblioteca, envolviendo sus viejos muros de piedra en sombras alargadas. En su interior, solo el murmullo de las páginas al pasar y el ocasional susurro entre Ivonne y Violeta rompían el silencio. Ambas estaban inclinadas sobre una mesa de roble cubierta de libros antiguos, pergaminos amarillentos y gruesos volúmenes de conocimiento mágico. La tenue luz de una lámpara parpadeante proyectaba figuras inquietantes en las paredes, como si la misma biblioteca estuviera observando.
La señora Thomson, se había marchado hacía rato, tras asegurarles que podían quedarse hasta tarde. Pero a pesar del ambiente solitario y el aire cargado de polvo y tinta, Ivonne no podía sacudirse la sensación de que no estaban solas.
Y no estaba equivocada.
Desde la penumbra de los estantes, Jarlen las observaba. No había planeado entrar en la biblioteca, pero algo lo había inquietado desde el momento en que captó el aroma de Ivonne: algo estaba cambiando en ella. Su tensión, su nerviosismo, la forma en que sus manos temblaban levemente al pasar las páginas... y, sobre todo, el olor.
Oscuridad.
No era un simple aroma. Era una presencia que se adhería a ella, como si algo invisible la envolviera, siguiéndola con cada paso que daba. Era sutil, casi imperceptible, pero Jarlen, con sus sentidos agudos, la sentía con claridad.
Algo la acechaba.
Avanzó unos pasos fuera de las sombras, su figura alta y musculosa recortándose contra la luz tenue. Pero antes de que pudiera acercarse más, Ivonne se movió bruscamente y se giró, su mirada tropezándose con la suya. Durante un instante fugaz, Jarlen casi pudo ver el miedo reflejado en sus ojos antes de que ella volviera a bajar la vista y se centrara en los libros frente a ella.
El mensaje había sido claro: no quería hablar. No hoy. Pero eso no impidió que él tratara de cuidarla, a la distancia, como un guardián silencioso. Se quedó ahí de pie, en la penumbra, vigilando que las chicas estuvieran a salvo.
Ivonne, a pesar de su intento de ignorarlo, había notado su presencia. Sabía que él estaba ahí, observando, y aunque no estaba del todo a gusto con la situación, una parte de ella se sentía más tranquila.
Tras un largo rato de búsqueda infructuosa, a la medianoche, ambas chicas decidieron retirarse. El cansancio y la frustración comenzaban a hacer mella en su ánimo.
Jarlen, aún en silencio, salió de su escondite y se aseguró de escuchar el sonido metálico de la puerta de la biblioteca al cerrarse. Solo entonces se permitió relajarse, sabiendo que Ivonne estaba a salvo, al menos por esa noche. La oscuridad que la rodeaba lo preocupaba, pero él estaría allí, velando por ella, aunque fuera desde las sombras. Con renovada determinación, Jarlen se internó en la oscuridad de la noche, dispuesto a enfrentarse a lo que fuera para protegerla.
Mientras tanto, en un rincón apartado del mundo, donde la luz era un recuerdo lejano, una sombra oscura observaba. Su guarida era un templo de sombras y susurros, una caverna vasta donde el aire era espeso con el aroma de la muerte y la magia antigua. Solo un puñado de velas proyectaban destellos temblorosos en las paredes de piedra negra, creando figuras danzantes que se deslizaban y retorcían como si estuvieran vivas.
Al centro de la habitación, sobre un altar de mármol fracturado, un espejo de obsidiana palpitaba con imágenes del mundo exterior. No reflejaba su rostro—nunca lo hacía—pero sí la figura de una joven de cabellos castaños y mirada atormentada, sus hermosos ojos azules grisáceos le recordaban la humanidad de la que había venido y que había perdido.
Ivonne.
Él inclinó la cabeza con una sonrisa.
—Ah... —susurró con deleite, rozando la superficie de la obsidiana con la punta de los dedos—. Ahí estás, mi pequeña conejita blanca.
Las sombras que lo rodeaban murmuraban, una cacofonía de voces sin cuerpo, lamentos entrecortados que se entrelazaban con su respiración. Espíritus de aquellos a quienes les arrebató la vida, ahora reducidos a meros ecos de sí mismos, encadenados a su voluntad.
—No la pierdan de vista. Y mantengan a raya a esos estúpidos perros.
Las sombras obedecieron. Se deslizaron hasta el espejo como serpientes de humo, desapareciendo dentro de él.
Aquella criatura sonrió con malicia mientras sus sombras se deslizaban hacia la noche. Ivonne, ajena al peligro que la acechaba, se encontraba en su habitación, lidiando con una creciente sensación de inquietud.
Cada crujido del piso, cada susurro del viento contra la ventana, cada sombra en la habitación parecía estar acechándola. No era solo su imaginación.
Algo andaba mal.
Lo sentía en el aire.
La sensación de ser observada era tan intensa que su piel se erizaba.
Se sentó en el borde de la cama, abrazándose las piernas. Inhaló profundo, trató de calmarse, de razonar con su propio miedo. Tal vez solo estaba paranoica. Tal vez la tensión de la carta la estaba afectando más de lo que pensaba.
Pero entonces lo sintió.
Una presencia.
Desvió su vista hasta el ventanal que daba paso a su balcón. Se acercó y sintió el frío del cristal que caló sus huesos mientras observaba a través de él lentamente.
Y ahí estaban.
Siluetas oscuras caminaban en su jardín, algunas flotando en el aire, cuerpos distorsionados que ondulaban como humo líquido. No tenían rostro, pero de alguna manera, Ivonne supo que la estaban vigilando.
Retrocedió lentamente cuando vio como una de ellas se acercaba con rapidez al balcón. Cuando sin querer se golpeó el talón con una esquina de la cama haciendo un ruido, el pánico la dejó inmóvil.
La sombra trató de entrar.
Al principio, con lentitud, deslizándose alrededor como un espectro indeciso. Pero luego, como si sintieran su miedo, como si se alimentaran de él, se volvió más agresiva.
El cristal crujió.
Ivonne no respiró.
La sombra presionó contra el vidrio con una fuerza antinatural la barrera entre ellos fuera delgada, demasiado frágil.
El cristal cedió.
Se rompió en una lluvia de esquirlas afiladas.
Ivonne sintió un ardor en la mejilla. Un corte fino, un hilo de sangre deslizándose por su piel. Pero ni siquiera reaccionó.
Se había quedado paralizada no solo por el miedo sino, por el aura densa y oscura que envolvía al ser frente a ella. Un lamento perpetuo susurrando en su mente. Era como si la sombra no solo estuviera presente... sino dentro de ella, intentando arrastrarla a su abismo con desesperación. Tratando de entrar en su cuerpo
No podía moverse.
No podía gritar.
El aire se volvió pesado. La sombra se acercó más tratando de tocar su frente.
Y entonces, algo irrumpió en la habitación.
Un rugido retumbó en la noche, como torbellino de sombras y furia que estalló frente a ella, en forma de una enorme figura negra que chocó contra la silueta oscura, despedazándola con una fuerza brutal.
El suelo tembló.
Ivonne parpadeó, aturdida, el hechizo de terror finalmente quebrado.
Ivonne retrocedió con cautela, al ver la figura que se alzaba frente a ella.
Un lobo. Negro como la medianoche, enorme y majestuoso. Sus ojos rojos brillaron con fiereza, reflejando la luz de la luna en un destello de peligro.
Pero cuando la miró, cuando sus ojos se encontraron, la furia en su expresión se suavizó.
Se acercó un paso.
Ella retrocedió, aún temblando.
El lobo gruñó bajo, como si tratara de decirle algo.
Y en ese instante, Ivonne comprendió.
No estaba sola.
Y alguien más, en la oscuridad, estaba dispuesto a luchar por ella.