A veces perderlo todo es la única manera de encontrarse a uno mismo
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Capítulo 8: La noche de las verdades
La música vibraba en cada rincón del club. El bajo retumbaba en el pecho de Juliana, haciéndole recordar que estaba viva, que su corazón aún sabía latir al ritmo de algo distinto al dolor. No estaba sola. Micaela había insistido en esa salida como un nuevo paso, una forma de reconectar con la mujer que siempre había sido, la que no necesitaba de nadie para brillar.
El lugar era exclusivo, con luces que danzaban entre tonos azules y púrpuras. Juliana había elegido un vestido negro ajustado, de tela suave que se deslizaba sobre sus curvas con naturalidad. Había algo distinto en ella: el corte de cabello nuevo le daba un aire renovado, un filo de independencia. Sus labios, teñidos de un rojo profundo, parecían gritar lo que su corazón empezaba a creer: soy otra.
Las copas iban y venían, las risas de las amigas se mezclaban con el ambiente, y ella, por primera vez en mucho tiempo, se permitió disfrutar. Se sintió sexy, segura, poderosa. Bailó sin miedo, con los ojos cerrados, sintiendo cómo el movimiento liberaba algo atrapado. Era como si cada paso en la pista fuera un pedazo de su pasado cayendo al suelo.
Micaela la tomó de la mano y la guió hacia el área VIP, una cabina en altura desde donde se veía todo. Juliana se acomodó en uno de los sillones de cuero, cruzó las piernas y pidió otra copa. Por dentro pensaba: Así debería sentirse la libertad.
Pero entonces, como si la vida quisiera recordarle sus cicatrices, lo vio. Martín. Estaba a pocos metros, apoyado en la barra, con una sonrisa que ella conocía demasiado bien. Esa sonrisa que alguna vez la derritió y que ahora le daba náuseas. Y no estaba solo. A su lado, la mujer con la que la había engañado, esa sombra que había roto su mundo, se reía mientras él le susurraba al oído.
El aire pareció cortarse de golpe. El pecho de Juliana se cerró, las manos le temblaron, y por un instante sintió que todo lo que había construido tambaleaba. La venda terminó de caerse. Ya no había excusas, ya no había dudas. Ese era Martín: un hombre incapaz de amar sin destruir.
—¿Estás bien? —preguntó Micaela al ver su rostro palidecer.
Juliana apretó los labios y asintió, aunque sus ojos quemaban. No quería que él la viera. No quería darle el gusto de notar cuánto aún dolía. El instinto fue huir.
Se levantó, recogió su cartera y empezó a caminar hacia la salida con pasos rápidos. Quería escapar de esa escena antes de que la tragara por completo. El ruido de la música parecía ahogarla, las luces la enceguecían, y cada risa de esa mujer le retumbaba como un eco cruel.
Apuró el paso, bajó las escaleras que llevaban al hall principal, pero no vio venir el impacto. Chocó de lleno contra un pecho firme, ancho, cubierto por una camisa blanca que dejó entrever el contorno de músculos tensos. El golpe la desestabilizó y casi pierde el equilibrio, pero unas manos fuertes la sujetaron con suavidad, impidiéndole caer.
El tiempo se detuvo. Juliana levantó la vista, y se encontró con un par de ojos oscuros, intensos, que la observaban con sorpresa y una chispa de interés.
El corazón le dio un vuelco.
Y justo ahí, en medio del caos de luces, música y recuerdos rotos, su historia dio un giro inesperado.