Eleanor Whitmore, una joven de 20 años de la alta sociedad londinense, vive atrapada entre las estrictas expectativas de su familia y la rigidez de los salones aristocráticos. Su vida transcurre entre bailes, eventos sociales y la constante presión de su madre para casarse con un hombre adecuado, como el arrogante y dominante Henry Ashford.
Todo cambia cuando conoce a Alaric Davenport, un joven noble enigmático de 22 años, miembro de la misteriosa familia Davenport, conocida por su riqueza, discreción y antiguos rumores que nadie se atreve a confirmar. Eleanor y Alaric sienten desde el primer instante una atracción intensa y peligrosa: un amor prohibido que desafía no solo las reglas sociales, sino también los secretos que su familia oculta.
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Secretos entre estanterias
La biblioteca del palacio Whitmore era un reino en sí mismo. No tenía la vibrante música de los salones de baile ni el murmullo insistente de las tertulias femeninas, pero poseía una solemnidad que imponía respeto. Eleanor había aprendido desde niña que aquellas puertas altas, de roble oscuro con incrustaciones doradas, guardaban más que simples volúmenes: custodiaban la memoria y la reputación de su linaje. Era, según su madre, “la prueba de que los Whitmore habían aportado cultura y sabiduría a la sociedad londinense, y no sólo riqueza”.
Eleanor, sin embargo, no buscaba legitimidad en las estanterías. Desde pequeña había amado aquel lugar porque la protegía. Era el único rincón del palacio donde podía desaparecer, donde las expectativas y los murmullos de los demás quedaban fuera. Allí nadie la corregía si fruncía el ceño, nadie la juzgaba si permanecía en silencio, nadie insistía en recordarle que pronto debía convertirse en esposa y anfitriona. Allí, entre el olor a pergamino y cera, se permitía ser simplemente ella.
Esa tarde, cuando el sol se inclinaba perezoso hacia el oeste y teñía de cobre los vitrales de los pasillos, Eleanor decidió refugiarse en la biblioteca. Su madre estaba ocupada con una visita social y Henry había enviado una nota cargada de cortesías pero también de posesión disfrazada, excusándose de verla hasta la cena. Eleanor necesitaba aire, aunque fuera el aire pesado de la madera encerada y los libros viejos.
Empujó las puertas y dejó que el silencio la envolviera. Las lámparas de aceite estaban encendidas, proyectando un resplandor cálido que se mezclaba con los últimos rayos del atardecer que se colaban por los ventanales altos. Caminó lentamente, como si temiera romper el equilibrio sagrado del lugar. Rozó con los dedos los lomos de cuero, sintiendo los grabados dorados que anunciaban títulos en latín, francés y hasta griego.
Su padre siempre decía que aquella biblioteca era “la verdadera joya de la casa”. Contenía tratados de política, filosofía, ciencia, pero también un ala dedicada a lo que él llamaba “curiosidades”: crónicas antiguas, leyendas extranjeras, historias sobre fenómenos inexplicables. Esa era, por supuesto, la sección favorita de Eleanor.
Se dirigió hacia allí, guiada por la costumbre. Hoy no buscaba un título concreto, sino algo que respondiera a la inquietud que crecía en su interior desde hacía semanas. El recuerdo del baile, la conversación en los jardines, el paseo a caballo salvado en el último instante… Todo en torno a Alaric Davenport despertaba preguntas que nadie más parecía querer formular.
Sus dedos se detuvieron en un tomo grueso, encuadernado en cuero azul oscuro. Lo deslizó de la estantería y lo llevó a la mesa central, donde siempre se sentaba. Abrió con cuidado: “Crónicas de lo Extraordinario en Tierras de Europa”. Sonrió. El título ya prometía.
Pasó páginas con ilustraciones de símbolos, árboles genealógicos, testimonios de viajeros. Se detuvo en un apartado: “Los seres nocturnos de las antiguas estepas”. Había descripciones de hombres que vagaban de noche, que no envejecían y cuyo poder parecía provenir de una maldición eterna. Eleanor contuvo la respiración. Era absurdo, supersticiones campesinas, pero… había algo inquietantemente familiar en la manera en que los retrataban.
Se inclinó sobre el texto, mordiéndose el labio inferior. “No pueden caminar bajo el sol —leyó en voz baja—, y sus ojos revelan su verdadera naturaleza cuando la pasión o la ira los dominan.”
Eleanor pensó en los caballos. En cómo los ojos del corcel de Alaric brillaban con un rojo imposible bajo la luz del bosque. ¿Era sólo un truco de la luz? ¿O su imaginación, estimulada por el miedo y la atracción, había querido ver lo que no estaba allí?
No lo supo, porque un leve crujido detrás de ella le heló la sangre.
Se giró de inmediato. Las puertas seguían cerradas. El corazón le dio un vuelco cuando distinguió, entre dos estanterías, una silueta alta, inmóvil, como tallada en la penumbra.
—¿Tan fascinantes son las leyendas, lady Eleanor? —preguntó una voz grave, que resonó con eco contenido.
Alaric.
Eleanor apretó los labios. El primer impulso fue el enojo: esa biblioteca era su refugio privado. Nadie que no fuera Whitmore tenía derecho a estar allí.
—Señor Davenport —dijo con tono frío, intentando ocultar su sobresalto—. No recuerdo haberlo invitado a este lugar.
Él avanzó despacio, como si midiera cada paso. La luz de la lámpara le dibujó el perfil: impecable, elegante, con esa mezcla de nobleza y peligro que tanto desconcertaba a Eleanor.
—No necesitaba invitación —replicó con calma—. Las puertas estaban abiertas. Y la curiosidad… es más fuerte que la prudencia.
—La curiosidad —respondió ella, cerrando el libro de golpe— es lo que distingue a un sabio de un intruso.
Alaric esbozó una sonrisa leve, casi imperceptible. No parecía ofendido, sino entretenido por la audacia de ella.
—Entonces, ¿me considerará intruso o sabio? —preguntó, acercándose un poco más.
Eleanor sintió el impulso de retroceder, pero se obligó a permanecer erguida. No podía mostrar debilidad, no frente a él.
—Aún no lo decido —contestó—. Dependerá de lo que esté buscando aquí.
El silencio se tensó. Por un momento sólo se escuchó el chisporroteo de las lámparas. Alaric se detuvo al otro lado de la mesa, observando el libro cerrado frente a ella.
—¿Leyendas? —inquirió, arqueando una ceja.
—Historias —corrigió Eleanor—. Algunas familias prefieren aprender del pasado para no repetir errores.
Él inclinó ligeramente la cabeza, con un brillo en la mirada que parecía reconocer la ironía.
—Y otras familias prefieren olvidarlo todo —dijo con voz baja, cargada de significados que Eleanor no alcanzaba a descifrar.
Un escalofrío recorrió la espalda de la joven. No supo si era por la cercanía de él o por la sospecha de que hablaba de su propia familia.
Para romper la tensión, apoyó las manos sobre el libro.
—No debería estar aquí, señor Davenport. Esta biblioteca pertenece a los Whitmore.
—¿Me va a expulsar usted misma? —preguntó él, suavemente desafiante.
Eleanor abrió la boca para responder, pero las palabras se atascaron. Porque lo cierto era que quería hacerlo, pero… a la vez no. Su presencia la perturbaba, sí, pero había en ella un magnetismo que la hacía desear prolongar el momento.
Él pareció leerle el pensamiento.
—Si lo desea, me marcho ahora mismo —murmuró, casi como una provocación.
Ella lo miró fijamente, y por un instante ninguno apartó los ojos. Eleanor sintió un vértigo extraño, como si todo lo que había en torno desapareciera y quedaran solo ellos, enfrentados pero irresistiblemente atraídos.
—Quédese —dijo al fin, sin saber muy bien por qué.
Alaric sonrió, apenas, y se acomodó en la silla opuesta. Durante unos segundos reinó un silencio denso, en el que ella escuchaba el propio corazón golpearle las costillas.
—¿Qué buscaba, entonces? —preguntó Eleanor, intentando sonar serena.
—Respuestas —contestó él, con una sinceridad desconcertante—. Aunque tal vez no sean las que están escritas en estos libros.
Ella arqueó una ceja.
—¿Y cuáles son esas respuestas?
Él se inclinó hacia delante, apoyando los codos sobre la mesa. La lámpara iluminó sus ojos, y Eleanor creyó ver en ellos un brillo extraño, profundo, que no se parecía al de ningún otro hombre.
—Las que sólo se encuentran en quienes se atreven a mirar más allá de lo evidente —dijo, en voz baja.
Eleanor tragó saliva. No estaba segura de si hablaban de los libros, de la sociedad… o de ellos mismos.
El silencio volvió a envolverlos. Afuera, el viento azotaba suavemente las ventanas. Dentro, la tensión se hacía casi insoportable.
Eleanor abrió el libro otra vez, buscando escapar de esa intensidad.
—Según esto —leyó, sin levantar la vista—, algunos de esos seres se alimentaban del temor de los demás.
—¿Y usted? —preguntó él, con tono grave—. ¿Teme, lady Eleanor?
La joven levantó los ojos y se encontró con los de él. Por un instante, la respuesta honesta —sí, temo— estuvo a punto de escapar de sus labios. Pero en lugar de eso, alzó la barbilla.
—No de usted —mintió.
Alaric sostuvo su mirada unos segundos más, hasta que Eleanor sintió que podía perderse en ella. Luego, él se recostó lentamente, como si aceptara la respuesta sin discutirla.
—Entonces es más valiente de lo que imaginaba —murmuró.
El reloj de pie sonó en la esquina de la sala, recordándole a Eleanor que el tiempo seguía avanzando. Se incorporó, cerrando el libro con decisión.
—Debe irse —dijo, con firmeza—. Si alguien lo encuentra aquí, habrá preguntas que ninguno podrá responder.
Alaric se levantó también, con movimientos fluidos. Caminó hacia la puerta, pero antes de salir se detuvo y la miró de nuevo.
—Los libros guardan muchas verdades —dijo—. Pero no todas están escritas. Algunas… sólo se descubren en la oscuridad.
Eleanor se quedó helada, viendo cómo él desaparecía tras la puerta.
Cuando el eco de sus pasos se extinguió, soltó el aire que no sabía que había estado conteniendo. Miró el libro cerrado sobre la mesa y, por primera vez en mucho tiempo, sintió que su refugio ya no era un lugar seguro.