Cleoh era solo un nombre perdido en una línea secundaria de una novela que creyó haber olvidado. Un personaje sin voz, adoptado por una familia noble como sustituto de una hija muerta.
Pero cuando despierta en el cuerpo de ese mismo Cleoh, dentro del mundo ficticio que alguna vez leyó, comprende que ya no es un lector… sino una pieza más en una historia que no le pertenece.
Sin embargo, todo cambia el día que conoce a Yoneil Vester: el distante y elegante tercer candidato al trono imperial, que renunció a la sucesión por razones que nadie comprende.
Yoneil no busca poder.
Cleoh no busca protagonismo.
Pero en medio de intrigas cortesanas, memorias borrosas y secretos escritos en tinta invisible, ambos se encontrarán el uno en el otro.
¿Y si el destino no estaba escrito en las páginas del libro… sino en los espacios en blanco?
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CAPÍTULO 8
Volcó entonces el Atlas que Anne le había traído. Los mapas estaban dibujados con precisión: líneas limpias, tinta oscura, detalles minuciosos en los relieves de montañas, bosques y fortalezas.
Buscó la página de Caisent.
C – Caisent: La Frontera Eterna
La provincia de Caisent se extendía hacia el norte, donde el viento cargaba aroma de resina de pino y hielo antiguo. Los bosques eran densos, casi indomables, y más allá de ellos se elevaban montañas blancas que parecían tocar el cielo.
A pesar de su belleza, era una tierra de vigilancia constante. No porque fuera pobre o salvaje,
sino porque era el primer muro contra lo desconocido.
Allí, las Grietas del Velo eran más propensas a abrirse. No con frecuencia… pero cuando ocurrían, la tierra temblaba. Las criaturas que surgían no eran meramente bestias: eran fragmentos de algo que no pertenecía a este mundo. Las crónicas no las describían con detalle, quizás por pudor o para no recordar, Caisent había aprendido a convivir con ello.
Cleoh pasó la hoja despacio, y un esbozo de la región ocupó toda la página.
Una fortaleza se erguía en el norte, como una sombra tallada en piedra:
La Muralla de Brontheir. El límite entre el Imperio y el bosque del Velo negro. Y al pie de esas defensas, la aristocracia de Caisent había florecido bajo un cielo siempre gris, la casa ducal a la que ahora pertenecía Cleoh.
Allí, los niños crecían aprendiendo a sostener espadas antes que la pluma.
Los maestros eran estrictos: guerreros, estrategas y hechiceros que templaban el carácter tanto como el cuerpo.
Sin embargo, algo llamó su atención:
“La familia gobernante de Caisent no sobresale por su fervor bélico, sino por su moderación.
Su deber no es conquistar, sino preservar.”
Fue entonces cuando un recuerdo le atravesó la mente, nítido como una campana resonando en el silencio.
Había sido el tercer día desde que despertó en aquella mansión. Los dos primeros transcurrieron en la cama, bajo la vigilancia estricta del médico, quien le prohibió siquiera poner un pie fuera de la habitación hasta que recuperara fuerzas. A la mañana siguiente, cuando por fin se le permitió levantarse, aún continuaba con la orden de no abandonar la mansión.
Ese día, lo habían invitado —más bien convocado— a desayunar con el resto de la familia. La idea lo inquietaba. Sentía un leve cosquilleo en la garganta y un peso cálido en la boca del estómago. No sabía si eran nervios, inseguridad o algo más.
Pero todo aquello se disipó apenas cruzó el umbral del comedor.
Allí, sentada a la cabecera de la mesa larga y pulida, se encontraba la Duquesa.
Loorna levantó la vista cuando él entró. No fue una reacción brusca ni dramática; simplemente sus ojos —de un gris claro que recordaba a la luz del amanecer sobre la escarcha— se posaron en él como si lo hubiera estado esperando.
Y entonces sonrió.
No era una sonrisa amplia, ni forzada, ni adornada con exageraciones cortesanas. Era una sonrisa silenciosa, frágil y cálida, como el primer rayo de sol que toca el borde de una ventana en invierno. Una sonrisa que decía bienvenido sin necesidad de palabras.
Cleoh sintió, de pronto, que el aire en sus pulmones se volvía más liviano.
La mesa estaba dispuesta con esmero: vajilla fina de porcelana blanca con ribetes dorados, pan recién horneado aún caliente, frutas cortadas con precisión, jarras de té humeante y una leve fragancia a hierbas dulces que flotaban sobre todo. A un costado, sirvientes aguardaban en silencio, atentos pero invisibles.
—Buenos días, Cleoh —dijo la duquesa, con voz suave, casi un murmullo, como quien teme romper algo delicado—. Me alegra que hayas podido levantarte hoy.
Cleoh inclinó ligeramente la cabeza.
—Gracias… —su voz salió más baja de lo que pretendía— Me encuentro mejor.
Cleoh se sorprendió al descubrir con qué naturalidad se había habituado a la presencia de aquella mujer. No podía comprender el motivo, pero su cuerpo parecía reconocerla antes que su propia mente.
Cada vez que sus miradas se cruzaban, una calma suave, casi instintiva, descendía sobre él, como si la cercanía de ella disipara cualquier tensión que pudiera haberse aferrado a su pecho.
Tímido, avanzó hacia la mesa, pero se detuvo de pronto. No sabía cuál de aquellos asientos correspondía al dueño original de aquel cuerpo. La duda lo inmovilizó por un instante, como si un hilo invisible tirara de sus pasos hacia atrás. Sin embargo, fue entonces cuando una de las doncellas se adelantó con movimientos suaves y medidos, casi etéreos.
Sin decir palabra, se dirigió a la tercera silla desde la izquierda y la deslizó hacia atrás con un gesto reverente, invitándolo a ocuparla. Parecía un acto cotidiano, pero en la precisión de su acción se escondía una silenciosa confirmación: ese lugar le pertenecía. Cleoh comprendió, entonces, que en esa casa todo estaba dispuesto para él… incluso cuando él mismo aún no se reconocía ahí.
Con una mezcla de incomodidad y alivio, Cleoh tomó asiento, no sin antes inclinar la cabeza en un discreto gesto de agradecimiento hacia la doncella que había intervenido.
No tuvo mucho tiempo para acomodarse. El sonido de pasos firmes resonó desde el pasillo que conducía al comedor.
No eran pasos apresurados ni arrogantes, sino seguros y medidos,
La puerta se abrió sin estridencia, y el duque ingresó en la estancia.
Su presencia llenó el lugar de inmediato. Era un hombre alto, de espalda recta y porte inquebrantable, vestido con un atuendo oscuro que contrastaba con el resplandor suave de la mañana. No llevaba joyas ni adornos superfluos; no los necesitaba. La sola forma en que sostenía la mirada bastaba para dejar claro quién era el dueño de aquella casa, de aquel nombre, de aquel poder.
Sus ojos, fríos como el acero templado, recorrieron la mesa con una serena lentitud antes de detenerse en Cleoh.
No fue una mirada inquisitiva, ni tampoco una mirada cálida. Era una observación precisa, calculada
Cleoh sintió que su respiración se alteraba por un instante.
La duquesa fue la primera en romper el silencio.
—Buenos días, querido —saludó ella, con la misma suavidad que se desliza una manta cálida sobre un invierno frío.
El duque inclinó apenas la cabeza hacia su esposa, luego hacia los demás presentes. Su rostro no mostró emociones; sin embargo, tampoco había dureza en él. Era un hombre que había visto demasiado, sentido demasiado, y había aprendido a guardar todo ello bajo capas de silencio y control.
Finalmente, habló —Veo que ya te sientes lo bastante recuperado para unirte a la mesa —dijo, dirigiéndose a Cleoh con una voz profunda y firme, pero sin rastro de reproche ni cercanía.
Cleoh asintió, temeroso de que su propia voz pudiera quebrarse si intentaba usarla. Se obligó a controlar el temblor de sus manos y a mantener la espalda erguida, aunque cada fibra de su cuerpo gritaba lo contrario. La presencia del duque era abrumadora, tan intensa que parecía llenar el aire mismo; su aura pesaba sobre él como el borde de una tormenta a punto de desatarse. Por un instante, Cleoh sintió que, si no se aferraba a sí mismo con firmeza, podría desvanecerse allí mismo, ante todos.
El duque mantuvo su mirada unos segundos más, suficientes para hacer palpable un peso invisible… y luego simplemente tomó asiento en la cabecera de la mesa.
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Ahora que había leído acerca del ducado Caisent, Cleoh comenzaba a entender, aunque fuera apenas, la razón por la que el Duque irradiaba aquella presencia imponente y casi peligrosa con solo estar allí. Era algo que no provenía únicamente de su estatus o de su linaje, sino de la esencia del lugar en el que había crecido: una tierra forjada en disciplina, orgullo y responsabilidad.
Había sido educado bajo valores donde la fortaleza no era una opción, sino una obligación; donde proteger a los suyos y sostener el equilibrio del Imperio era un deber que se llevaba a fuego en la sangre.
Alguien que debía cargar con ese peso, pensó Cleoh, necesariamente aprendería a portar un poder que pudiera quebrar a otros solo con existir.