Rachely Villalobos es una mujer brillante y exitosa, pero también la reina indiscutible del drama y la arrogancia. Consentida desde niña, se ha convertido en una mujer que nadie se atreve a desafiar... excepto Daniel Montenegro. Él, un empresario frío y calculador, regresa a su vida tras años de ausencia, trayendo consigo un pasado compartido y rencores sin resolver.
Lo que comienza como una guerra de egos, constantes discusiones y desencuentros absurdos, poco a poco revela una conexión que ninguno de los dos esperaba. Entre peleas interminables, besos apasionados y recuerdos de una promesa infantil, ambos descubrirán que el amor puede surgir incluso entre las llamas del desprecio.
En esta historia de personalidades explosivas y emociones intensas, Rachely y Daniel aprenderán que el límite entre el odio y el amor es tan delgado como el filo de un cuchillo. ¿Podrán derribar sus muros y aceptar lo que sienten? ¿O permitirán que su orgullo
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Capítulo 8
Peleas entre terrenos y salones de diva a profesional (con un toque de puño)
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Narra Daniel Montenegro
Había días en los que realmente consideraba si aceptar esta sociedad había sido el peor error de mi vida. Y luego estaba Rachely Villalobos, el error constante. Esa mujer era un cúmulo de excentricidades, con un ego más grande que su propia empresa. Y ahí estaba yo, frente a su oficina, esperando que saliera para ir a inspeccionar los terrenos donde planeábamos construir el nuevo almacén.
Miré mi reloj por tercera vez en los últimos cinco minutos. Habíamos acordado salir a las diez en punto. Ya eran las diez y veinte. Resoplé, sintiendo cómo la irritación me invadía.
Finalmente, la puerta se abrió, y Rachely apareció con su habitual aire de superioridad, su bolso colgando de un brazo y su teléfono móvil en la otra mano. Ni siquiera me miró mientras seguía escribiendo algo en la pantalla.
—¿Por qué llegas tarde? —pregunté, tratando de mantener la calma.
Ella levantó la vista un segundo y me dedicó una sonrisa falsa antes de responder.
—Tengo una cita en la peluquería a las once —dijo, como si fuera algo perfectamente razonable mirándose las uñas.
Seguro estaba considerando ir hacerse las uñas también
—¿Qué? —solté, incrédulo—. ¿Me estás diciendo que tienes una cita para arreglarte el pelo mientras yo espero como un idiota para ir a ver los terrenos?
Ella se encogió de hombros, como si no fuera la gran cosa.
—Daniel, ¿tienes idea de lo importante que es el cabello? —respondió, poniendo los ojos en blanco—. Esto no es negociable.
—¡Por el amor de Dios, Rachely! —exclamé, alzando un poco la voz—. Eres la persona más superficial que he conocido en mi vida.
Eso hizo que su sonrisa desapareciera. Me miró con una mezcla de indignación y desafío que reconocí al instante.
—¿Superficial? —repitió, cruzándose de brazos—. Al menos yo tengo estilo y sé cuidar de mí misma. Tú deberías probarlo alguna vez. Es obvio que no tienes ni idea de lo que es verse bien.
—¿Versus cumplir con tus responsabilidades? —repliqué, acercándome unos pasos—. ¿Qué clase de empresaria prioriza una cita en el salón sobre una reunión de trabajo?
—Una empresaria que sabe lo que vale su imagen, cosa que tú no entiendes porque tu cara de amargado lo arruina todo.
—¡Esto es absurdo! —gruñí, frustrado—. ¿Sabes qué? Haz lo que quieras, como siempre. Nos veremos después.
Ella me lanzó una mirada triunfal y salió caminando con sus tacones resonando en el pasillo. Por supuesto, todo tenía que hacerse según sus términos.
[...]
Horas más tarde
Llegamos al terreno en cuestión, y, como era de esperarse, Rachely llegó tarde. Yo estaba revisando algunos documentos en mi coche cuando escuché el motor de su vehículo detenerse detrás del mío. Me preparé mentalmente para lo que sabía que sería una discusión inevitable, pero cuando bajé del coche, me quedé inmóvil por un segundo.
Ahí estaba ella, bajándose de su auto con el cabello perfectamente arreglado, sus ondas brillantes cayendo en cascada sobre sus hombros. A pesar de que me irritaba su actitud, no podía negar que se veía increíble. Por un breve momento, me encontré admirándola, lo cual me enfureció aún más.
—Llegas tarde —dije, con frialdad, mientras me obligaba a apartar la vista.
—Lo siento, ¿te molesta mucho? —respondió ella, con sarcasmo, mientras se ajustaba el bolso y comenzaba a caminar hacia mí.
—Lo que me molesta es que no respetes el tiempo de los demás, Rachely —repliqué, cruzándome de brazos.
Ella me miró con una sonrisa satisfecha y luego agitó su cabello.
—Bueno, al menos llegué luciendo fabulosa, ¿no crees? Eso compensa mi retraso.
—Sí, claro —respondí, con un tono seco—. Porque lo único que importa es cómo te ves, no el trabajo que tenemos que hacer.
Ella puso los ojos en blanco y se acercó aún más, reduciendo la distancia entre nosotros.
—Daniel, no sé por qué te preocupas tanto. Al final, siempre lo hacemos todo bien, ¿o no? Tal vez deberías relajarte un poco.
—¿Relajarme? —repetí, incrédulo—. No puedo relajarme contigo siendo tan... tan...
—¿Tan qué? —me interrumpió, con una sonrisa desafiante—. Vamos, dilo.
—Tan insoportable.
Ella soltó una carcajada y se giró, dirigiéndose hacia los ejecutivos que nos esperaban.
—Bueno, Daniel, al menos soy una insoportable con estilo.
La seguí, sintiendo que mi paciencia se agotaba con cada paso. Sabía que este proyecto iba a ser un éxito, pero no estaba seguro de cómo sobreviviría trabajando con alguien como Rachely. Cada interacción con ella era una lucha constante, y, para mi desgracia, no podía evitar sentirme atraído por esa arrogancia que tanto odiaba.
Estaba preparado para lo peor. Rachely Villalobos, en medio de un terreno lleno de polvo, bajo el sol, rodeada de ingenieros y constructores. Pensé que empezaría a quejarse del calor, de sus tacones, o de lo incómoda que estaba. Pero para mi sorpresa, ella llegó con una postura firme y una mirada que me recordó que, aunque era insoportable, también era la dueña de todo esto.
Con un andar seguro, se dirigió hacia los encargados del proyecto y empezó a hablar con una fluidez y conocimiento que me dejaron desconcertado. Sus palabras estaban cargadas de autoridad, y mientras debatía con uno de los ingenieros sobre los puntos más estratégicos del diseño, casi olvidé que estaba hablando de la misma mujer que casi canceló la reunión por una cita en la peluquería.
Desde la distancia, observé cómo recorría el lugar, revisando planos y haciendo preguntas inteligentes. Parecía conocer los detalles del proyecto al dedillo, y aunque me costaba admitirlo, era impresionante verla en acción.
—Necesitamos asegurarnos de que la distribución de los almacenes permita optimizar el flujo de entrada y salida —decía, señalando un área en el plano—. Si esto no está bien alineado, perderemos tiempo y dinero.
Los ingenieros asentían mientras ella explicaba sus ideas, con una seguridad que claramente imponía respeto. Sin embargo, no todos parecían tomársela en serio. Uno de los hombres, un contratista con aspecto de querer pasarse de listo, se acercó demasiado a ella. Lo suficiente para que mis sentidos se alertaran.
Desde donde estaba, observé cómo el tipo le tocaba el brazo mientras le hablaba, inclinándose hacia ella de una manera claramente inapropiada. Mi cuerpo se tensó de inmediato, y di un paso hacia adelante, listo para intervenir.
Pero antes de que pudiera llegar hasta ellos, Rachely ya había actuado.
—¿Qué te crees que estás haciendo? —le espetó, su voz cargada de indignación.
El tipo soltó una risa nerviosa y murmuró algo que no alcancé a escuchar, pero lo siguiente fue imposible de ignorar. Sin pensarlo dos veces, Rachely cerró el puño y se lo estrelló directamente en la nariz.
El hombre tropezó hacia atrás, llevándose las manos al rostro mientras maldecía entre dientes. Los demás se quedaron en silencio, mirándola con asombro. Yo también.
—¿Qué clase de imbécil piensa que puede pasarse conmigo? —dijo ella, fulminándolo con la mirada—. ¿Te quedó claro?
El contratista asintió, retrocediendo mientras sus compañeros lo ayudaban. Yo, por mi parte, me acerqué, todavía procesando lo que acababa de ocurrir.
—¿Estás bien? —le pregunté, más sorprendido que preocupado.
Ella se volvió hacia mí, sosteniendo su mano con una mueca de dolor.
—¡No, no estoy bien! —exclamó—. Me rompí una uña de nuevo.
Parpadeé, intentando contener una risa que amenazaba con salir.
—¿En serio? ¿Eso es lo que te preocupa ahora?
Ella me fulminó con la mirada, levantando su mano para mostrarme la uña rota.
—¡Esto es un desastre, Daniel! ¿Sabes cuánto cuesta mantener mis uñas perfectas? ¡Y mira esto! —se quejó, como si acabara de perder algo invaluable.
Negué con la cabeza, sin poder creer lo absurda que era. Pero también había algo fascinante en esa mezcla de profesionalismo y excentricidad. La mujer podía derribar a un tipo con un golpe y al mismo tiempo preocuparse más por sus uñas que por el dolor en su mano.
—¿Sabes? A veces pienso que eres increíble —comenté, más para mí mismo que para ella.
Ella arqueó una ceja, como si no estuviera segura de si lo decía en serio o no.
—Claro que lo soy —respondió, con su típica arrogancia—. Ahora, ¿vas a ayudarme a encontrar algo para arreglar esto o qué?
Solté un suspiro, recordando por qué ella siempre me sacaba de quicio. Pero mientras la seguía hacia el coche, no pude evitar sonreír. Rachely Villalobos era un caso único. Y, aunque me costaba admitirlo, estaba empezando a disfrutarlo.