En el imperio de Valtheria, la magia era un privilegio reservado a los hombres y una sentencia de muerte para las mujeres. Cathanna D’Allessandre, hija de una de las familias más poderosas del imperio, había crecido bajo el yugo de una sociedad que exigía de ella sumisión, silencio y perfección absoluta. Pero su destino quedó sellado mucho antes de su primer llanto: la sangre de las brujas corría por sus venas, y su sola existencia era la llave que abriría la puerta al regreso de un poder oscuro al que el imperio siempre había temido.
⚔️Primer libro de la saga Coven ⚔️
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CAPÍTULO 01
01 del Mes de Maerythys, Diosa del Agua
Día de Lluvia, Ciclo III
Año del Fénix Dorado 113 del Imperio de Valtheria
CATHANNA
Cuando mi cuerpo fue vendido, no derramé ni una sola lágrima, no pataleé, ni hice el más mínimo reclamo, porque tenía presente, desde el momento en el que tomé conciencia, que mi alma sería comprada con muchísimo oro. Solo me pregunté cuántas partes de mi cuerpo aguantarían los golpes violentos que él me daría cuando me atreviera a desobedecer su mandato. Cómo lo hacía mi padre con mi madre por cualquier cosa que ella hiciera mal. Cómo lo hacía mi abuelo con mi abuela por cosas que no lograba entender. Y mis tíos con sus esposas, y posiblemente… mi hermano, cuando decidiera enlazarse con una mujer. Porque, aunque fuera mi hermano, no podía idealizarlo.
¿Por qué habría de enaltecer mi destino de otra manera, si al final me casaría con un hombre de este imperio, criado bajo las mismas tradiciones que históricamente habían ocasionado la muerte de muchas mujeres Valtherianas como si fuera algo demasiado normal?
En mi familia —y en la mayoría de este imperio— el amor nunca era una opción viable. Eran solo órdenes y obediencia sin soltar lamentos. Sin embargo, yo no ambicionaba solo eso. Anhelaba ese amor sincero. Ese que me protegería de todo lo malo que el mundo me estuviera guardando, con tal de no ver nunca mis lágrimas de dolor.
El tercer campanazo retumbó en el castillo, indicando que la hora de irme a mis aposentos estaba cada vez más cerca. La mesa de madera reflejaba la misma exuberancia con la que mi encantadora familia existía en el mundo. La fragancia del pan recién horneado que era traído por la servidumbre se entrelazó rápidamente con el dulzor proveniente de las frutas secas y el calor humeante de la carne asada en el centro, esperando a ser devorada. Las antorchas en las paredes, sostenidas por soportes de hierro, resplandecían suavemente, iluminando los semblantes serios de todos los que estábamos sentados.
Frente a mí se encontraba mi arrogante prima, con su esposo a un lado, quien no dejaba de verme fijamente, algo que claramente le molestaba a ella, pues me lanzaba miradas que, de ser cuchillas filosas, ya me hubieran asesinado. Mi madre estaba dos sillas más adelante de la mía, sentada junto a mi hermano menor, mientras que mi abuela reposaba a mi costado. En la cabecera, como siempre, se hallaba mi abuelo. Éramos veinte miembros en total compartiendo la cena.
—¿Cuándo será el momento en el que Cathanna contraiga nupcias? —abordó mi tío Sirius, sentado al otro lado de la mesa.
—La familia de Orpheus me ha informado que desean consagrar el matrimonio entre nuestras casas en el Templo de los Dioses —comunicó mi madre, con una ligera sonrisa que dejaban ver sus peculiares hoyuelos en forma de corazón—, en el próximo Maerythys. Me parece una idea espectacular. Tendremos tiempo para planear la ceremonia y que todo salga perfecto para entonces.
—¿De verdad consideráis prudente esperar un año para el matrimonio de vuestra hija? —examinó mi tía Dalia mientras se acomodaba un mechón de su cabello rubio detrás de la oreja—. Es mucho tiempo, especialmente considerando que en nuestra familia ninguna mujer se ha casado después de los diecinueve. Cathanna está a meses de cumplir veinte años. Si se casa hasta entonces, estaría rompiendo una tradición que ha perdurado por muchas eras.
—Ya hablé con mi señor marido sobre eso, Dalia. No ha puesto ningún problema, como pensaba que lo haría por la petición de ellos —respondió mi madre con una sonrisa que no le llegaba a los ojos—. Los Daverin insisten en que sus hijos se casen en Maerythys. No puedo ir en contra cuando ya dieron la ofrenda de oro por Cathanna.
—Sigo pensando que es una muy mala idea —expresó Dalia nuevamente, negando de un lado al otro con la cabeza—. ¿Qué opinarán nuestros antepasados sobre esta atrocidad? Es una locura romper nuestra tradición solo por lo que ellos quieran, Annelisa.
—Dalia, realmente lo importante es asegurarnos de que Cathanna sea fértil para cuando esté casada —expresó mi madre, trayendo la mirada hacia mí, como si tratara de escanearme. Por último, su mirada terminó en mi vientre plano, tal vez imaginándome con su bendito nieto dentro—. Su lindo cuerpo no puede negarle hijos a su marido. Nunca en la vida. Eso sí sería una deshonra para nuestra familia y para nuestros ancestros. No creo que romper la tradición, aunque sea una sola vez, vaya a despertar la furia de los difuntos.
Solté un suspiro disimulado, sin levantar la mirada al escucharla decir eso. Estaba más que acostumbrada a esas frases tan llenas de condescendencia, pues en cada conversación que teníamos en privado me repetía una y otra vez que debía rogar a la Diosa de la vida y la fertilidad —Janesys—, para que me brindara muchos hijos como fuera posible.
Sin embargo, por alguna extraña razón... la incomodidad se apoderó de mí cuando esas palabras se acomodaron en mi cabeza, como si no estuviera bien que ella hablara de esa manera para referirse a su hija, a quien debería respetar y valorar hasta la muerte.
—¿Se imaginan que nuestra tan querida Cathanna no pueda dar ni un solo hijo a su marido? —agregó Abigaíl, mi prima, con ese tono burlón que siempre usaba cuando se trataba de mí, acariciando su abultado vientre a punto de reventar—. Apuesto a que ese hombre la botaría de la casa del, tal cual basura a la calle. Sería muy ocurrente.
Fruncí el ceño, mirándola con evidente desagrado.
—Puedo imaginar ya los pregones en todos los periódicos del imperio: «La bellísima Cathanna D’Allessandre, incapaz de engendrar herederos» —sumó Celeste, su hermana menor, alzando las manos con fingido dramatismo—. Seríamos el hazmerreír de toda Valtheria. Cathanna acabaría sin una sola moneda. Qué afrenta tan deshonrosa. —Ladeó la cabeza, mirándome con supuesta misericordia.
—¿Acaso dijiste “su casa”? —le pregunté a Abigaíl, ignorando por completo a Celeste. Sentí cómo la rabia me ascendía por las venas.
El resto de lo que dijo Abigaíl se volvió un ruido de fondo, insignificante para mí. Igual que la forma en que acariciaba su vientre con aires de grandeza, como si ese niño en su cuerpo fuera otro accesorio de lujo, uno más en su desfile de arrogancia, diseñado solo para hacerme sentir miserable con mi existencia. Pero eso de que la casa era solo de él, sí que me encendió la sangre instantáneamente.
Me dieron ganas de romperle la cara a golpes hasta que quedara irreconocible. No me importaba que estuviera embarazada. En ese momento, habría sido capaz de arrancarle al crío de las entrañas, solo por borrarle esa maldita sonrisa de vanidad pintada en su blanco rostro. Dioses, quería hacerlo con una violencia abrumadora.
—¿No debería ser nuestra casa, quizá? —continué, sintiendo todas las miradas clavarse en mí, como si no fuera más que un ratón rodeado de gatos hambrientos—. Porque si vamos a casarnos, a formar una familia, como dictaminan nuestros dioses, o el destino, eso implica compartirlo todo. Incluidas nuestras posesiones. —Entrecerré los ojos—. ¿O acaso me estoy equivocando al asumir aquello, prima?
Abigaíl me miró extrañada, sin dejar de acariciar su vientre.
—Podría decir que has leído muchos libros sobre ficción, mi niña hermosa —expuso mi madre, soltando una risa delicada.
El leve movimiento de su cabeza hizo que su cabello azulado se deslizara hacia adelante, ocultando por un instante sus ojos claros, casi semejantes a los míos. Se llevó un mechón lacio tras la oreja. Siempre me había parecido asombrosa aquella peculiar tonalidad: azul y negro. Era así por los tantos remedios que la obligaron a beber cuando estaba embarazada de mí.
—Nada es realmente de nosotras. Tampoco lo necesitamos. Solo debemos atender el hogar si no hay servidumbre que lo haga por nosotras. Las cosas de tu marido serán tuyas, solo cuando él muera —continuó, como si fuera la única verdad que existía. Sus ojos rasgados seguían fijos en mi anatomía—. Si es que él decide ponerlas a tu nombre. Algo que es muy poco probable. Rara vez un hombre de verdad obra tal gesto en favor de una mujer. Pensé que ya lo sabías.
—Eso es tan injusto, madre. —Relajé mis hombros, llena de frustración. Quise girar los ojos, pero me contuve. No era el momento—. Yo también puedo heredar tanto la fortuna de mi marido, como la de mi padre, así como lo harán mis hermanos en unos años.
—¿Por qué sería injusto, Cathanna? —Ella me miró con los ojos entrecerrados, cambiando el tono de voz a uno más brusco—. ¿Para qué quieres tú una casa? ¿Para qué quieres una fortuna, Cathanna? Ni siquiera sabrías cómo llevar las riendas de una. No sirves para esas cosas. Dejad esos pensamientos de lado. Solo provocarás que te vean como una demente. No eres un hombre. Eres mujer. Una mujer.
Jamás se me cruzó por la cabeza la posibilidad de ser un hombre. Solo deseaba que me trataran como a uno de los suyos: con admiración, como algo valioso... no como un defecto que había que corregir a cada rato. Pero, dioses, sabía que eso era imposible cuando las mujeres no teníamos las mismas cualidades que hacían a un varón, justamente eso: un bendito varón. No me refería únicamente a lo que les colgaba entre las piernas, sino a algo más que aún no adivinaba. Tal vez era su inteligencia, o tal vez esa fuerza asombrosa que nosotras no poseíamos.
—No sé llevar las riendas de uno porque nunca me lo han enseñado. —Recorrí cada rostro serio en la mesa hasta terminar nuevamente en mi madre, quien parecía sentir mucha decepción de mí—. Te apuesto, a que, si lo hicieran, sería diferente —continué, con un sentimiento de opresión en el pecho—. Podría hacer más cosas que solo sentarme y ser bonita, esperando que un varón resuelva todos los males a mi alrededor. Yo también puedo hacerlo. Sé que tengo la capacidad... Solo necesito que me lo permitan. Solo eso quiero.
—Cathanna... —empezó mi abuela. Llevé la mirada a ella—. No considero que tú estés pensando con claridad en este momento. Tú…
—No hay menester que te enseñemos nada de eso, muchachita —intervino Efraím, mi abuelo, con un tono arisco.
Un escalofrío me recorrió toda la espalda, haciéndome tragar con demasiada fuerza, mirándolo fijamente.
—No eres un hombre para tomar esos roles —siguió él, sin quitarme los ojos de encima—. Debes comportarte como una mujer auténtica, una señorita decente y no como una marimacha sin remedio. No voy a permitir que mi familia sea la burla de los Siems solo porque tú quieres demostrar boberías. ¿Acaso saber mantener las cuentas de una fortuna te ayudará a ser una buena esposa, una buena madre, quizá? Por los dioses, Cathanna. No me hagas reír. Eres tan incrédula.
Apreté los dientes con fuerza, evitando mirarlo con desprecio. Cerró los párpados. Cada que podía sacaba a relucir el nombre de los Siems, las cincuenta familias más importantes y poderosas del imperio.
La S era por Soberanos. Nuestras familias poseían un poder increíble en la política desde siempre, debido a que muchos de nuestros miembros estaban ligados con la realeza, ya fuera como mi padre, uno de los más leales consejeros del emperador Deyaniro, o como mi abuelo, que antes de que su enfermedad llegara a obligarlo a quedarse en el castillo con una pierna lesionada, ocupaba el título de Magistrado de la traición, encargado de juzgar los crímenes más graves contra la corona y, por supuesto, contra todo el imperio.
La I era por Iluminados, pues se creía que todos nosotros habíamos sido tocados por los dioses. La E era por Eternos, porque el origen de nuestras casas se remontaba a tiempos incluso anteriores a la llegada de la corona a estas tierras. La M por Mandatarios, ya que en las provincias y ciudades donde un Siems residía, su palabra era la ley, y pocos se atrevían a contradecirla. Y la última S, por sagrados.
Sin embargo, no bastaba con que una familia tuviera incontable poder para ser considerada un Siems, como muchos creían: hacía falta una línea de sangre extraordinaria, un linaje capaz de sostener su propio peso. Nos respetaban tanto como nos aborrecían.
—Más, abuelo, no digo que sea un hombre. En lo absoluto me tienta tal idea, solo... —Las palabras se atascaron en mi garganta cuando la mano de mi abuelo impactó contra la mesa con tal fuerza que el ambiente cambió de inmediato, poniéndose incómodo.
Apreté los puños, volviendo a pasar saliva por mi garganta.
—Llena esa boca tan hermosa con la cena, y hazlo de inmediato. —Su mirada se volvió más roja. No podía identificar si era por su don de controlar el fuego, o por el enojo que le producía oírme hablar así—. No deseo escuchar palabra alguna de nadie en esta mesa, y mucho menos de ti, Cathanna. ¿Lo comprendes, o he de hacerme entender por las malas?
—Discúlpame por mi desobediencia, abuelo. Juro que no volverá a suceder. —Mi cabeza se inclinó tanto que mi frente rozó la madera de la mesa. Los labios me temblaban con fuerza, desesperados por hablar, por rebelarse contra el mandato de ese hombre, pero sabía que, si lo hacía, vendría un golpe violento que me reventaría la mejilla.
Ya me lo había enseñado muchas veces a lo largo de mi vida. Y la verdad, no quería sentir otra vez el ardor de su mano marcándome la piel. Porque en esos momentos de desesperación, un solo mantra rugía en mi cabeza: «No le temo a ningún dios que exista; le temo a cada hombre de este imperio, porque sé que sus manos son más letales que la ira de todos nuestros dioses juntos». Podría sonar exagerado, lo sabía muy bien, pero era la única realidad que existía en mi mente.
—No entiendo qué pasa contigo, muchachita —soltó mi abuelo, sin quitarme la vista de encima, como si quisiera levantarse de la silla y arrastrarme junto a él—. Parece que a tu madre le quedó grande enseñarte a no decir estupideces. No sabes ni cómo agarrar una barredera, como lavar un simple plato, ni hablar de estirar tu propia ropa, y ahora vienes con que quieres liderar una fortuna inmensa.
—Disculpadme por no haber hecho lo suficiente —indicó mi madre, bajando la cabeza en una reverencia temblorosa—. Juro que Cathanna no volverá a decir semejantes bestialidades que puedan ponernos en vergüenza ante las demás personas. La corregiré como los dioses mandan, mi señor suegro. Os prometo hacerlo cuanto antes.
Apreté el cuchillo con fuerza antes de comenzar a cortar la carne seca que me llevaría a la boca, manteniendo la mirada fija en mi plato apenas con comida. No quería levantarla. No quería ver a mi madre con su maldita sumisión. Ni a mi abuelo con esa mirada de enojo puesta en mi cuerpo, haciéndome sentir mal. Mucho menos al resto de la mesa, como si lo que yo había dicho fuera un disparate total.
—Eso espero, Annelisa. Porque si tú no la corriges cuanto antes... lo haré yo. Y te aseguro por todos los dioses, que no te va a gustar mi manera —concluyó él, con un tono que me erizó la piel.
No me convenía hacerlo tampoco, porque sabía que, si lo hacía, mi autocontrol se iría por la borda a un precipicio sin salida. Y este cuchillo —el mismo que ahora cortaba la carne de una forma torpe— acabaría enterrado en sus gargantas. Solo para callarlos. Para siempre. Para recuperar la paz que me robaron desde antes de que pudiera distinguir el bien del mal. Para dejar de sentirme como la oveja blanca en una familia donde cada alma ya estaba corrompida por el poder.
—Lo entiendo, mi señor suegro. —Volvió a hacer una reverencia.
¿Y si en serio lo hacía? ¿Y si la sangre sobre esta mesa llena de comida exquisita fuera la mía, gracias al cuchillo que cortó mis venas... o la de todos ellos, culpa de mi enojo? ¿Sería tan terrible matar a mi propia familia, aun si eso me hiciera quedar como una demente ante el mundo ahí afuera? Pero... ¿Por qué estoy pensando en asesinar si jamás tendría la fuerza para hacerlo? ¿O… si sería capaz de aquello?