Arim Dan Kim Gwon, un poderoso CEO viudo, vive encerrado en una rutina fría desde la muerte de su esposa. Solo su pequeña hija logra arrancarle sonrisas. Todo cambia cuando, durante una visita al Acuario Nacional, ocurre un accidente que casi le arrebata lo único que ama. En el agua, un desconocido salva primero a su hija… y luego a él mismo, incapaz de nadar. Ese hombre es Dixon Ho Woo Bin, un joven biólogo marino que oculta más de lo que muestra.
Un rescate bajo el agua, una mirada cargada de algo que ninguno quiere admitir, y una atracción que ambos intentan negar. Pero el destino insiste: los cruza una y otra vez, hasta que una noche de Halloween, tras máscaras y frente al mar, sus corazones vuelven a reconocerse sin saberlo.
Arim ignora que la mujer misteriosa que lo cautiva es la misma persona que lo rescató. Dixon, por su parte, no imagina que el hombre que lo estremece es aquel al que arrancó del agua.
Ahora deberán decidir si siguen ocultándose… o si se atreven a dejar que el amor, como los latidos bajo el agua, hable por ellos.
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En un motel de playa
El murmullo de la gente creció como una ola en la playa. La subasta, que normalmente era un juego divertido donde gays, lesbianas y trans hacían sus apuestas entre risas, se había convertido en un duelo inesperado.
—¡Cincuenta mil! —había dicho Arim con esa voz firme que hizo que hasta el DJ bajara la música sin querer.
El público estalló en carcajadas y silbidos.
—¡Primera vez que un hetero entra en la puja! —gritó alguien del fondo.
—¡Esto se pone bueno! —añadió otro, chocando vasos de champaña.
Dixon tragó saliva, intentando mantener la compostura. Si lo descubrían, sería el ridículo del año.
Pero el show apenas empezaba. Brayan levantó la copa con una sonrisa de zorro.
—¡Cien mil!
Sergey lo miró de reojo y, con tal de no dejarlo ganar, gritó:
—¡Doscientos mil!
El público volvió a silbar. Dixon giró los ojos, queriendo desaparecer.
Arim, como si nada, subió la apuesta:
—¡Cuatrocientos mil!
Seo Jin casi se atraganta con la champaña.
—¡Estás loco! ¡Mira esas dos hienas! —le susurró, apretándole el brazo—. Esos tipos no quieren perder. Te vas a meter en un problema por una mujer que ni conoces.
Arim no contestó. Había algo en esa mirada tras el antifaz de pavo real que lo arrastraba sin remedio.
Brayan golpeó la mesa, furioso:
—¡Seiscientos mil!
Sergey levantó la mano como si apostara en una partida de póker:
—¡Ochocientos mil!
Dixon ya no sabía qué hacer. Los nervios le hacían cosquillas en el estómago. Se inclinó hacia delante, juntó las manos en forma de rezo y les suplicó en silencio a Sergey y a Brayan que pararan. Movía los dedos como si hiciera un mantra: “por favor, no más, por favor”.
Sus hermanas, a su lado en la tarima, apenas podían aguantar la risa.
—¡Mira la cara de Dixon! Ese señor elegante del antifaz te quiere devorar—susurró Anna, secándose una lágrima de tanto reír.
—Va a infartarse antes de que lo bajen de aquí —añadió Yuna, dándole codazos.
Y justo cuando parecía que la cosa se iba a descontrolar, Arim, con voz grave y contundente, lanzó el golpe final:
—¡Un millón!
La multitud se quedó boquiabierta. Algunos soltaron carcajadas, otros aplaudieron. El presentador abrió tanto los ojos que casi se le cae el micrófono.
—Ehhh… señores, ¡parece que tenemos un récord histórico esta noche!
Todos rieron
Dixon sintió que las piernas le temblaban bajo el vestido de lentejuelas. ¿¡Un millón por mí!? ¡Si ni siquiera soy mujer!
La anfitriona, incómoda pero rápida de mente, sonrió para calmar las aguas.
—Bueno, bueno, esto se salió de control. Y como aquí no queremos peleas… vamos a resolverlo de manera justa. ¡Tómbola de la suerte! Será mejor que nos detengamos aquí aceptaremos la suma de un millón de cada uno y continuamos con la tómbola si no impuestos internos nos buscará con el FBI.
Una asistente trajo una urna transparente llena de papeles con los números de los postores. Brayan y Sergey bufaron, pero entregaron sus nombres entre gruñidos. Arim también dejó el suyo, sin apartar la mirada de Dixon. Le colocaron números para mantener sus nombres en el anonimato.
La anfitriona revolvió los papeles con un dramatismo digno de telenovela y extendió la urna hacia Dixon.
—Muy bien, hermosa, tú tendrás el honor de sacar el número ganador. Serás suya por una noche. Ustedes deciden en que gastan esta noche.
El doble sentido solo hizo que la multitud y su algarabía no se detuvieran.
Dixon cerró los ojos, metió la mano temblorosa y sacó un papelito arrugado. Lo abrió despacio, casi rogando que fuera un truco y que saliera en blanco. Pero no. El número estaba ahí, claro y directo. Rogó para que no sea Brayan, por lo menos con Sergey se llevaba mejor como amigos.
La anfitriona lo leyó con voz triunfal:
—¡El ganador es… el señor de antifaz negro!
Todos giraron a ver a Arim, que permanecía sentado, tranquilo, con la copa en la mano y una sonrisa enigmática.
El público estalló en aplausos y risas. Brayan casi tiró la mesa de la rabia, Sergey se hundió en su asiento y Seo Jin se llevó la mano a la frente, murmurando:
—Dios mío, esto es una pesadilla…Y pensar que te traje para ser yo quien te robara.
Dixon, con la cara ardiendo bajo el maquillaje, apenas podía creerlo. El destino —o la mala suerte— había decidido. Y ahora, lo quisiera o no, tenía una cita exclusiva con un extraño que misteriosamente le atrajo desde el momento que comenzó la subasta.
Todos se abrazaron y celebraron el cierre de la puja. Arim, con una sonrisa triunfal, fue a reclamar su premio no sin antes pasar a pagar la transacción. Pero al acercarse, notó que su “premio” no estaba esperándolo, sino sentado en la barra improvisada, riendo a carcajadas con un par de chicas y bebiendo tequila como si la fiesta fuera solo suya.
—Ay, que mamá se entere de esto, se va a infartar… —murmuró una de las hermanas, tomando fotos disimuladamente.
—Mis amigas deben enterarse, mi hermanito es una joya —rió la otra, mientras subía una historia en redes.
Cuando Arim se aproximó, las hermanas lo saludaron con cariño, pero rápido lo dejaron a solas con el extraño.
—Hola extraño te encargamos a nuestra hermana.
—¡No se vayan! —le susurra Dixon.
Su hermana se zafa de su agarre.
—Vamos hermoso solo será una noche. Eres inteligente sabes qué hacer. Solo entretenlo.
Él, con toda calma, pidió otro trago al barman improvisado al ver que las dos chicas se van y su premio se queda encojito en la silla. El murmullo entre los asistentes no se hizo esperar: todos querían saber qué pasaría ahora que los dos se encontraban frente a frente.
Dixon lo miró de reojo, con sus ojos grises y penetrantes, mientras daba un trago largo a su duodécima copa.
—Supongo que debería disculparme —dijo con voz grave, ladeando la cabeza—. Pero no puedo evitar pensar que fuiste estafado. Conozco a esos dos idiotas que empezaron la puja… son mis amigos, y créeme, les sobra el dinero para derrochar.
Arim arqueó una ceja, sin apartar la vista de él.
—También yo tengo dinero —respondió con calma—. Además, todo esto es por los niños de Cambodia. No me siento estafado, al contrario, me siento satisfecho.
Dixon sostuvo su mirada un momento, como evaluándolo. Luego esbozó una media sonrisa que parecía esconder un reto.
—Tienes agallas. No cualquiera me lo diría así.
Ambos terminaron sus tragos casi al mismo tiempo, y sin planearlo, comenzaron a caminar juntos hacia la salida, conversando en voz baja, como si el bullicio de la fiesta ya no existiera para ninguno de los dos.
La arena estaba tibia bajo sus pies descalzos, y la brisa nocturna arrastraba el olor del mar mezclado con el eco lejano de la música de la fiesta. Caminaban lado a lado, en silencio por unos segundos, hasta que Arim, incapaz de contener su curiosidad, soltó:
—¿Cómo te llamas?
Dixon lo miró de reojo, con esa sonrisa traviesa que apenas podía ocultar tras el antifaz.
—No puedo decirte mi nombre. Pero… algunos de mis amigos me llaman “Delfín”.
—¿Delfín? —repitió Arim, sorprendido.
—Sí. No preguntes por qué, es una larga historia.
Ambos rieron, rompiendo la tensión. Dixon se detuvo para quitarse las zapatillas de tacón improvisadas que ya le estaban matando los pies. Se agachó torpemente y al intentar quitarse la segunda, casi cayó de espaldas.
Arim, con reflejos rápidos, lo sostuvo de la cintura. El contacto fue eléctrico: el antifaz, la luna reflejada en el mar, la respiración entrecortada… todo se volvió demasiado cercano.
—Cuidado, Delfín —murmuró Arim, sin apartar su rostro del suyo.
Dixon, nervioso, intentó disimular con humor.
—Supongo que ahora soy tuya por una noche, ¿no?
—Eso suena a trato justo —contestó Arim, y antes de pensarlo demasiado, lo besó.
El beso fue ardiente, desesperado, como quien busca ahogar la soledad y los recuerdos de una esposa difunta. Arim cerró los ojos, sintiendo el peso de las expectativas de su padre, de la obligación de casarse algún día… pero no con quien realmente quisiera. Por un instante, todo eso desapareció, reducido a esos labios suaves y ansiosos.
La quería a ella y la deseaba y eso era mucho decir.
Dixon quiso detenerse, confesar, pero el alcohol y el deseo lo dominaban. Entre beso y beso murmuró:
—Señor… yo… necesito decirte algo…
—Shhh —lo interrumpió Arim, apretándolo más contra él—. Hablas demasiado.
Lo arrastró hasta un motel cercano, uno de esos que en noches de fiesta como esa se llenaban de parejas de todo tipo buscando liberar tensiones. Subieron rápido, riendo como adolescentes, hasta que la puerta se cerró detrás de ellos.
El cuarto era pequeño, con luces tenues y sábanas demasiado rojas para ser casualidad. Arim lo empujó suavemente contra la cama, devorando sus labios, sus manos ya deslizándose por el vestido de lentejuelas.
Cuando al fin logró desnudarlo parcialmente, el error se reveló. Arim se detuvo en seco, sorprendido al ver lo evidente. Dixon, con los ojos abiertos de par en par, alzó las manos en defensa.
—¡Te lo juro! Intenté decírtelo, pero no me dejaste.
Arim lo miró fijamente… y en lugar de apartarse, soltó una carcajada baja.
—Bueno… eso explica los tatuajes, tu arma lista para disparar y el sostén con papeles de baño.
—No pareces del tipo que le gusten los hombres.
—No deberías juzgarme sin conocerme. Una vez me atraían. Tuve una relación más romántica que física en mi juventud. Pero las cosas cambian.
Dixon, sonrojado, murmuró:
—¿No te da asco?
Arim negó con la cabeza, su voz ronca y firme.
—Para nada. Es más… mi erección no se ha enterado de que seas hombre.
—Estas borracho.
—Tu también lo estás. Y te ves jodidamente sexy.
Dixon abrió los ojos como platos, sin poder creer lo que oía.
—¿En serio me estás diciendo eso tan… tranquilo?
—Claro —replicó Arim, encogiéndose de hombros—. Al final el sexo es sexo. Solo hay un pequeño problema… ¿quién va abajo?
El silencio fue inmediato. Dixon lo miró incrédulo, como si Arim acabara de preguntarle la raíz cuadrada de Pi. Su pequeño amiguito casi se le enfría.
—¿Qué? —balbuceó Dixon.
—Pues sí, mira… —Arim lo señaló con una sonrisa pícara—. Eres más delgado, más pequeño… claramente te toca a ti ser el pasivo.
Dixon casi se atraganta. —¡¿A mí?! ¡Ni loco! Yo pensaba que… tú… bueno, ya sabes…
—¿Yo? —Arim arqueó una ceja, divertido—. ¿Y por qué yo?
—Porque yo nunca he estado con un chico —confesó Dixon de golpe, cubriéndose la cara con las manos sobre el antifaz—. ¡No sé ni cómo se hace! Y eso que veo ahí es bastante grande para romperme en dos.
Arim se echó a reír, dejándose caer junto a él en la cama.
—No es tan diferente a hacerlo con una mujer. Y no la tengo tan grande.
—¿Cómo que no? —rebatió Dixon, sonrojado—. ¡Además al menos las mujeres no necesitan… cómo decirlo… preparación allá atrás!
El silencio se rompió con la risa abierta de Arim. Se inclinó sobre él y le susurró al oído:
—Perfecto. Entonces tú te preparas… y yo te la meto.
Dixon lo empujó suavemente, indignado.
—¡¿Y lo dices así, como si me estuvieras ofreciendo un café?!
Arim sonrió con descaro.
—Bueno… si quieres también te invito el café después.
Los dos se miraron fijamente un instante, y de pronto estallaron en risa, abrazándose entre el deseo, el alcohol y la absurda situación.
Dixon sacó un paquete intimo del cajón, tenía lubricante y condones.
—Si voy a perder mi virginidad, y tú quieres mi agujero vas a tener que prepararme si quieres metértela.