Elena lo perdió todo: a su madre, a su estabilidad y a la inocencia de una vida tranquila. Amanda, en cambio, quedó rota tras la muerte de Martina, la mujer que fue su razón de existir. Entre ellas solo debería haber distancia y reproches, pero el destino las ata con un vínculo imposible de ignorar: un niño que ninguna planeó criar, pero que cambiará sus vidas para siempre.
En medio del duelo, la culpa y los sueños inconclusos, Elena y Amanda descubrirán que a veces el amor nace justo donde más duele… y que la esperanza puede tomar la forma de un nuevo comienzo.
NovelToon tiene autorización de CINTHIA VANESSA BARROS para publicar esa obra, el contenido del mismo representa el punto de vista del autor, y no el de NovelToon.
Capítulo 7.
Narrador.
Días después de la muerte de su madre Elena que esperaría dar a luz para tomar su decisión final, estaba a solo un mes del nacimiento y con ese estado era poco lo que podía hacer, afortunadamente para ella su buena amiga Carla no la dejo sola, y prácticamente se mudo a su casa para que no se sintiera sola.
**
El hospital tenía un olor a desinfectante y miedo. Elena apenas podía mantenerse erguida mientras avanzaba por el pasillo, encorvada con una mano presionando su abdomen. Cada contracción la golpeaba como una ola que le quitaba el aliento y le hacía sudar frío.
—Ya casi… respira, Elena, respira —la animaba Carla, que no la soltaba del brazo en ningún momento.
Elena casi no podía contestar. Jadeaba, mordía sus labios, y las lágrimas brotaban de sus ojos. Nunca había experimentado tanto dolor, ni siquiera en los días más difíciles de la enfermedad de su madre. Y lo más perturbador era la sensación de soledad, pues extrañaba a su madre.
La rodeó un grupo de enfermeras que la acomodaron sobre una camilla. El techo blanco pasó rápidamente ante sus ojos mientras la llevaban hacia la sala de partos. Todo era un alboroto: órdenes rápidas, pasos en el suelo brillante, herramientas metálicas sonando. El corazón de Elena latía fuertemente, no solo por el miedo, sino también por la ausencia que le dolía más que cualquier contracción. Su madre no estaba. Martina y Amanda no estaban. No quedaba nadie de su familia para acompañarla en este momento que cambiaría su vida para siempre.
Solo Carla, temblando tanto como ella, le sostenía la mano.
—Estoy a tu lado, no te soltaré —le prometió, aunque el miedo brillaba en sus propios ojos.
Las horas parecieron eternas. El dolor iba y venía como tormentas repentinas. Elena gritaba, empapada de sudor, sintiendo que su cuerpo se desvanecía. La médica daba instrucciones con voz firme:
—Puja, Elena, puja con todas tus fuerzas. ¡Ya casi lo logras!
Elena seguía sus indicaciones con lo poco de fuerza que le quedaba. Sentía que cada empujón era una lucha contra el cansancio, el miedo, la soledad. Le ardía la garganta de tanto gritar, sus músculos temblaban. En medio de ese caos, pensó en su madre. “Si estuvieras aquí, me sostendrías la mano y me motivarías. Te necesito, mamá.”
De repente, un llanto agudo rompió el silencio. Pequeño. Vulnerable. Poderoso.
Elena se dejó caer en la camilla, exhausta, pero con los ojos bien abiertos. La enfermera le acercó al bebé envuelto en una manta blanca y lo colocó sobre su pecho.
Y el tiempo se detuvo.
Elena miró a ese pequeño, con los ojos apenas entreabiertos y los puños cerrados. Su calor la envolvió como un suave fuego sobre su piel. Sintiéndose su corazón latir más rápido, un sollozo escapó de su garganta.
No era suyo por sangre, lo sabía. Pero en ese momento eso dejó de ser importante. Esa criatura la necesitaba. Esa criatura, sin querer, le había devuelto una razón para seguir adelante.
—Te prometo que nunca te soltaré —susurró entre lágrimas, abrazándolo con fuerza contra su pecho.
Carla estaba llorando a su lado, llena de emoción. La acarició en los hombros y le besó la frente.
—Es maravilloso, Elena. . . lo has conseguido.
Mientras tanto, a kilómetros de distancia, Amanda se hallaba en la oscuridad de su departamento. Las cortinas estaban cerradas, el ambiente era pesado, y el teléfono vibraba repetidamente sobre la mesa de cristal.
Comprendía el significado de esas llamadas. El bebé había llegado.
No respondió. No tenía la capacidad de hacerlo.
Apoyó su cabeza en las manos, cerrando los ojos con tanta fuerza que comenzó a doler. Dentro de ella, una tormenta de emociones descontroladas estallaba: odio, furia, culpa. Ese niño era un recordatorio constante de lo que había perdido. Si Martina no hubiese insistido en organizar todo para él, tal vez no habría salido esa noche, tal vez todavía estaría viva.
Aun así, una parte de Amanda no podía dejar de pensar en Elena. Esa joven, frágil, pero a la vez fuerte, que había aceptado llevar toda la carga. ¿Cómo lograría afrontar todo esto? ¿De dónde sacaba la energía? Amanda sentía una extraña atracción hacia ella, una chispa incómoda que ardía debajo del odio y la culpa.
Movió la cabeza con frustración.
—No. No quiero verlo. No puedo verlo —se repitió, mientras el teléfono dejaba de sonar y el silencio la rodeaba nuevamente.
Los días siguientes fueron caóticos para Elena. El parto la había dejado fatigada, pero no había tiempo para descansar. El bebé lloraba constantemente, pidiendo comida, calor, y atención. Sus noches estaban llenas de biberones, cambios de pañales y lágrimas silenciosas cuando el cansancio la abrumaba.
Cada tarde, Carla la visitaba, trayéndole comida, ayudándola a bañar al bebé, dándole un respiro.
—Eres más fuerte de lo que piensas, Elena —le decía, aunque su mirada reflejaba su preocupación por verla tan delgada y con ojeras.
Elena sonreía débilmente. No se sentía fuerte; lo veía como una lucha por sobrevivir.
Por otro lado, Amanda se mantenía distante. No hizo llamadas, ni apareció. A pesar de que Elena nunca lo expresó, en el fondo lo anhelaba. Esperaba que, quizás por curiosidad, fuera a conocer al niño. Pero el silencio de Amanda la hería un poco más cada día.
En una noche particularmente difícil, Elena se quedó dormida en el sofá, con el bebé en brazos. La televisión apagada proyectaba su rostro cansado en la pantalla oscura. Se despertó de golpe al escuchar el llanto del niño y lo arrulló hasta que se calmó.
Entonces alzó la vista. Allí, colgada en la pared, estaba la postal de Sicilia que había encontrado entre las pertenencias de su madre. El mar azul, las viejas casas, el cielo despejado. Esa imagen se había transformado en un faro para ella.
Recordaba la carta de su madre, con sus palabras llenas de amor: “Vive, Elena. No te pares. Encuentra la felicidad.”
Sus ojos se desplazaron por el apartamento: las paredes agrietadas, la pintura desconchada, la soledad que se sentía como un peso. Nueva York había sido el lugar de sus sacrificios, de sus pérdidas, de la enfermedad de su madre y de la indiferencia de Amanda.
¿Realmente deseaba criar a su hijo en medio de esos recuerdos dolorosos?
El bebé se movió en sus brazos, buscando calor. Elena lo miró con cariño.
—Tranquilo, pequeño… no te dejaré.
Un pensamiento comenzó a crecer, lento pero firme. Con el dinero del seguro de su madre y el contrato, tenía la oportunidad de empezar de cero. Podía mudarse a Sicilia, cumplir el sueño que su madre no pudo realizar, construir un futuro donde ese niño creciera rodeado de amor y no de ausencias.
Pero también le aterraba la idea. Empezar sola, en un país desconocido, con un idioma que apenas entendía. ¿Sería demasiado arriesgado? ¿Sería capaz de darle todo lo que necesitaba?
Abrazó al bebé con más fuerza, como si él pudiera darle la respuesta.
El dilema era claro:
¿Quedarse en Nueva York, atrapada en un pasado que le arrancaba el aire, o cruzar el océano hacia Sicilia y escribir una nueva historia para los dos?
Elena cerró los ojos. El futuro era incierto, pero sabía que pronto tendría que decidir.
Y esa decisión cambiaría su vida para siempre.