Este relato cuenta la vida de una joven marcada desde su infancia por la trágica muerte de su madre, Ana Bolena, ejecutada cuando Isabel apenas era una niña. Aunque sus recuerdos de ella son pocos y borrosos, el vacío y el dolor persisten, dejando una cicatriz profunda en su corazón. Creciendo bajo la sombra de un padre, el temido Enrique VIII, Isabel fue testigo de su furia, sus desvaríos emocionales y su obsesiva búsqueda de un heredero varón que asegurara la continuidad de su reino. Enrique amaba a su hijo Eduardo, el futuro rey de Inglaterra, mientras que las hijas, Isabel y María, parecían ocupar un lugar secundario en su corazón.Isabel recuerda a su padre más como un rey distante y frío que como un hombre amoroso, siempre preocupado por el destino de Inglaterra y los futuros gobernantes. Sin embargo, fue precisamente en ese entorno incierto y hostil donde Isabel aprendió las duras lecciones del poder, la política y la supervivencia. A través de traiciones, intrigas y adversidades
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Capítulo 6
El Cortejo de Catalina Parr y la Triste Noticia
El palacio estaba envuelto en un murmullo constante. Los ecos de las conversaciones en los corredores revelaban la creciente fascinación de mi padre por Catalina Parr, una viuda con un pasado complicado. Mientras caminaba por los pasillos adornados con ricos tapices, el comentario más frecuente que escuchaba era sobre la nueva predilección del rey.
Catalina Parr, con su fortuna y su estatus de viuda, había captado la atención de Enrique VIII de una manera que ninguna otra mujer lo había hecho en años recientes. La noticia de su cortejo se había esparcido rápidamente por la corte, generando una mezcla de sorpresa y escepticismo entre las cortesanas y consejeros. Aunque Catalina había sido una figura importante en la vida de mi padre, muchas de las mujeres en la corte no podían evitar comentar en voz baja sobre su elección.
"¿Cómo puede el rey interesarse por una mujer que ya ha pasado su juventud?" se preguntaban en tono despectivo. "¿Qué puede ofrecerle esta viuda que él no haya tenido ya?" Estas palabras circulaban junto con rumores de que Catalina estaba intentando aplacar a mi padre con su encanto y sofisticación.
La situación se volvía aún más complicada dado el pasado de Catalina. Su primer matrimonio, su vida en la corte y la controversia que la rodeaba se convirtieron en el tema de conversación entre las cortesanas. Ellas hablaban sarcásticamente sobre cómo Catalina intentaba ganarse el favor del rey, y algunos incluso especulaban que ella no sería capaz de darle un heredero, dado que Enrique ya tenía tres hijos varones y dos hijas.
Un día, mientras pasaba cerca del salón principal, escuché una conversación animada entre algunas de las damas de la corte. Su tono era claro: “¡El rey realmente está dispuesto a casarse con Catalina Parr! ¿No es irónico? Ella es mucho mayor que él. ¿Qué herederos podría darle?”
La crítica y el escepticismo eran palpables, pero mi padre no se dejaba desalentar. Era persistente, cortejando a Catalina con una tenacidad que sorprendía a muchos. La viuda, a su vez, parecía resistirse al principio. Había rumores de que ella temía el destino que le esperaría como esposa del rey, dado el historial de sus anteriores esposas. Sin embargo, también se decía que su difunto esposo en su lecho de muerte le había aconsejado que aceptara la propuesta de Enrique, asegurándole que el rey no le haría daño, sino que sería un protector y un aliado.
La situación dio un giro inesperado cuando, en el pico del cortejo de Catalina, una noticia triste y sorprendente golpeó la corte: uno de los hijos ilegítimos de mi padre, un hombre importante que había sido legitimado por él, había fallecido en su castillo. La pérdida de este hijo legítimo, a quien mi padre había colmado de títulos y honores, fue un golpe devastador. Mi padre, visiblemente afectado, organizó una ceremonia para honrar su memoria, aunque su desgastada salud y la tristeza que llevaba consigo eran evidentes.
El duelo por su hijo afectó profundamente a mi padre, quien ya estaba debilitado por el tiempo y sus propias dificultades. La noticia se extendió rápidamente, y la corte se llenó de lamentos y susurros de condolencia. La muerte de este hijo legítimo no solo representó una pérdida personal para Enrique, sino también un golpe a la estabilidad de su dinastía, especialmente en un momento en el que su elección de Catalina Parr ya estaba bajo escrutinio.
En medio de estos eventos, el cortejo de Catalina Parr continuó, pero el ambiente en la corte había cambiado. La tensión y la tristeza que envolvían a mi padre se reflejaban en las decisiones y movimientos que hacía. La presencia de Catalina Parr se sentía cada vez más fuerte, y aunque la crítica y el escepticismo persistían, la influencia de su figura en la vida de mi padre no podía ser ignorada.
El Duque de Richmond y Somerset
Durante esos años tumultuosos, uno de los eventos más sorprendentes y tristes fue la noticia de la enfermedad y la posterior muerte de Enrique, el Duque de Richmond y Somerset. Aunque este nombre podía no ser familiar para todos, para mi padre, Enrique VIII, y para mí, su fallecimiento dejó una marca profunda.
Enrique, Duque de Richmond y Somerset, era uno de los hijos ilegítimos de mi padre. Su existencia, aunque reconocida y legitimada, no había estado exenta de complicaciones. Desde la infancia, Enrique había sido una figura lejana para mí, una presencia casi fantasmagórica en el reino. A pesar de ser un Tudor, nunca había tenido la oportunidad de conocerlo personalmente. Sabía de su existencia solamente a través de los informes y rumores que llegaban a la corte.
La noticia de su enfermedad fue recibida con gran preocupación. Los médicos de la corte fueron convocados de inmediato para atender a Enrique. Los informes de la enfermedad eran vagos y el tratamiento parecía ineficaz. A medida que su salud se deterioraba, el lamento y el pesar de la corte se hicieron más evidentes. El pobre hombre había sufrido una dolencia que nadie parecía entender completamente, y la desesperación de los médicos solo aumentaba el sentimiento de impotencia entre quienes le rodeaban.
Mi padre, aunque afectado por la tristeza, mantenía una actitud reservada. El dolor y la preocupación por su hijo se reflejaban en sus acciones, y la corte era testigo del estrés y la preocupación que dominaban su vida. La enfermedad de Enrique no solo afectó a la familia real, sino también al ambiente general en el reino, haciendo que todos se preguntaran sobre el futuro de la dinastía Tudor.
Como era mi costumbre, me mantenía al tanto de los eventos que sucedían en la corte, escuchando atentamente cada detalle que me llegaba. La enfermedad de Enrique se convirtió en un tema constante de conversación entre los cortesanos, y los detalles de su condición eran discutidos en susurros. Aunque la naturaleza de su enfermedad era desconocida para muchos, las noticias de su deterioro fueron motivo de lamentos y reflexiones entre los nobles.
El hecho de que Enrique, a pesar de ser un Tudor, no hubiera sido una figura prominente en mi vida ni en la de mi padre, no hizo que su pérdida fuera menos sentida. Para mí, conocer la existencia de un hermano que nunca había tenido la oportunidad de conocer hizo que su fallecimiento fuera un recordatorio doloroso de las complejidades y tristezas de nuestra familia real.
Enrique fue finalmente enterrado con honores, pero su muerte marcó un punto bajo en la vida de mi padre. La pérdida de un hijo, aunque ilegítimo, fue una carga difícil de soportar. La corte, al igual que mi padre, se vio envuelta en un estado de melancolía y reflexión sobre la brevedad de la vida y la fragilidad de las relaciones familiares.
A pesar de todo, el curso de la vida en la corte continuó. Catalina Parr, que había comenzado a ganar una posición significativa en la vida de Enrique VIII, no se dejó afectar por la tristeza que envolvía a la corte. Su papel como la nueva esposa del rey se solidificó aún más, y la corte seguía observando de cerca cómo se desarrollaban los acontecimientos entre ellos.
La muerte de Enrique, Duque de Richmond y Somerset, dejó una impresión duradera en mi mente, y a pesar de la distancia que siempre hubo entre nosotros, la realidad de su existencia y su pérdida era un recordatorio de las complicaciones y desafíos que enfrentamos en nuestra familia Tudor.
El Final del Rey
En 1547, el año en que mi padre, Enrique VIII, falleció, me encontraba en un estado de profunda incertidumbre y confusión. Los recuerdos de esos momentos finales son vagos, entrelazados con un torbellino de emociones que no podía controlar. Aunque el desenlace se había convertido en una certeza inevitable, el impacto de su muerte dejó una marca indeleble en mi vida.
Mi padre enfrentó sus últimos días con una mezcla de devoción y arrepentimiento. A pesar de su voluntad de hacer las paces con Dios y encontrar consuelo en sus últimos momentos, la sombra de sus pecados lo seguía de cerca. Sabía que, aunque buscaba partir en paz, el peso de sus decisiones y acciones pasadas lo acosaba. La guerra, la traición, y el dolor que había infligido a tantos pesaban sobre él, y no había manera de escapar de las consecuencias de su vida tumultuosa.
Recuerdo la atmósfera cargada que envolvía el palacio. La gente hablaba en murmullos, y el ambiente era pesado con la anticipación de la pérdida inminente. El personal de la corte, los médicos, y los miembros de la familia estaban presentes, todos conscientes de la importancia del momento pero sin saber cómo consolar al rey en su estado de desesperanza.
Me encontré en una encrucijada emocional. Mi padre, a pesar de sus errores y las decisiones duras que había tomado a lo largo de su vida, era el rey. Era el hombre que había moldeado el destino de Inglaterra y, a pesar de sus fallos, seguía siendo mi padre. En ese momento, la figura del rey se entrelazaba con la imagen del padre que había sido en mi vida. Lloré con una intensidad que solo el dolor de perder a un ser querido puede provocar, sintiendo que el peso de su legado caía sobre mis hombros.
Aunque sabía que mi padre había sido un hombre severo y a menudo cruel, la tristeza por su partida era profunda. La complejidad de nuestras relaciones familiares y las sombras de su gobierno no disminuían el hecho de que, en muchos aspectos, era todo lo que tenía. Mi único consuelo era la presencia de mi tía María, que, aunque envejecida, seguía siendo una figura de estabilidad en mi vida. Su fortaleza y perseverancia eran un faro de esperanza en un tiempo de oscuridad y cambio.
El fallecimiento de mi padre marcó el final de una era y el comienzo de un nuevo capítulo en la historia de Inglaterra. Mientras mi tía María y yo nos aferrábamos a las memorias de lo que habíamos perdido, comenzábamos a enfrentar el futuro con la incertidumbre que solo el tiempo puede desvelar. El reino se preparaba para un cambio, y aunque el dolor de la pérdida era abrumador, había que avanzar.
Así, mientras el eco de la vida de Enrique VIII se desvanecía, yo, Isabel, enfrentaba el desafío de asumir el papel de la nueva reina. La carga del legado de mi padre y la responsabilidad de guiar a Inglaterra se cernían sobre mí. Con la muerte de Enrique VIII, el reino estaba a punto de entrar en una nueva era, y yo debía estar preparada para enfrentar lo que vendría.