Rosella Cárdenas es una joven que solo tiene un sueño en la vida, salir de la miserable pobreza en que vive.
Su plan es ir a la universidad y convertirse en alguien.
Pero, sus sueños se ven frustrados debido a su mala fama en el pueblo.
Cuando su padrastro se quiere aprovechar de ella, termina siendo expulsada de casa por su propia madre.
Lo que la lleva a terminar en la hacienda Sanroman y conocer a la señora Julieta, quien en secreto de su marido está muriendo en la última etapa de cáncer.
Julieta no quiere que su familia sufra con su enfermedad. En su desesperación por protegerlos, idea un plan tan insólito como desesperado: busca a una mujer que ocupe su lugar cuando ella ya no esté.
Y en Rosella encuentra lo que cree ser la respuesta. La contrata como niñera, pero en el fondo, esconde su verdadera intención: convertirla en la futura esposa de su marido, Gabriel Sanroman, cuando llegue su final.
¿Podrá Rosella aceptar casarse con el hombre de Julieta?
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Capítulo: Quiero ser tu reemplazo
Gabriel se acercó lentamente, como si temiera que un movimiento brusco pudiera romperla.
Sus pasos eran casi un susurro sobre el piso del hospital, y, aun así, cada uno parecía retumbarle en el pecho. Cuando estuvo frente a ella, tomó su mano con cuidado, como si estuviera sosteniendo algo sagrado, algo frágil… algo que sabía que podía perder.
—Julieta… —su voz se quebró mientras la acariciaba con los pulgares—. ¿Por qué me ocultaste todo? Yo te amo, no me importa si sufro. Quiero estar contigo, ¿no lo entiendes? No me condenes a estar lejos de ti… no así.
Ella cerró los ojos, y una lágrima rodó por su mejilla pálida. Había soportado el dolor físico, había enfrentado diagnósticos médicos que helaban la sangre… pero ver a Gabriel así, destrozado por su culpa, era demasiado.
—Gabriel… yo te amo —susurró con un hilo de voz—. Solo quiero que seas feliz… y sin mí, tienes la oportunidad de serlo. No hay nada que yo pueda hacer. Sabes que voy a morir, sabes que no hay nada que pueda impedirlo.
Gabriel rompió en llanto. No pudo contenerlo, no esta vez.
Sus hombros temblaron mientras apoyaba la frente contra la mano de ella, tratando de contener un dolor que lo estaba devorando.
—Julieta… —repitió su nombre como si fuera un ruego, como si esperara que al pronunciarlo ella regresara a él completamente.
Pero ella negó suavemente con la cabeza.
—No, mi amor… no llores por mí. Perdóname.
Él la miró a través de las lágrimas.
—No tengo nada que perdonar. Solo… déjame estar contigo. Déjame acompañarte hasta el final. No quiero que te vayas sola.
Ella asintió, conmovida por la fuerza de su amor. Tomó su mano con más firmeza y la llevó a su mejilla. Gabriel se sentó junto a ella y permaneció ahí, velando su respiración, escuchando el débil sonido del monitor. Julieta, agotada, terminó quedándose dormida en sus brazos, entregándose al descanso que su cuerpo suplicaba.
***
Una hora después, el doctor entró a la habitación con un expediente en la mano. Observó a Julieta, aún dormida, y luego fijó la mirada en Gabriel, cuyo rostro reflejaba cansancio y angustia.
—Vamos a darle el alta —dijo con serenidad—. Ella no tiene que estar aquí todo el tiempo. Puede llevarla a casa. En realidad… no hay mucho que podamos hacer.
La frase cayó como un golpe seco. Gabriel sintió que una parte de él se desmoronaba, pero aun así asintió. Tomó la mano de su esposa con más fuerza, como si eso pudiera anclarla a este mundo.
Cuando Julieta despertó, vio a Gabriel inclinado hacia ella. Él sonrió débilmente.
—Iremos a casa, cariño.
Ella parpadeó, confundida por un momento, y luego sus ojos se llenaron de una tristeza profunda.
—No quiero que mis hijas me vean así —susurró, temerosa, casi avergonzada.
—Mi amor… —Gabriel le acomodó un mechón de cabello detrás de la oreja—. Sé fuerte. Yo estaré aquí. No estás sola.
Después de unos segundos, ella asintió en silencio. No tenía fuerzas para discutir. Y tampoco tenía más tiempo para huir de la realidad.
***
Al día siguiente, todos fueron a la hacienda. Las niñas corrían llenas de emoción, felices de tener a su madre nuevamente en casa. Pero cuando entraron a la habitación y la vieron tan pálida, tan débil, con aquel brillo apagado en los ojos… el entusiasmo se transformó en incertidumbre.
Rosella estaba con ellas, tratando de mantener la calma.
—Mami, ¿va a estar bien? —preguntó Anya con un puchero, aferrándose a la mano de su hermana.
—Claro que sí, cariño —respondió Rosella con una sonrisa suave pero falsa—. Solo que… mami ha estado un poco cansada.
Rosella sufría mintiéndoles, pero sabía que no podía decirles la verdad. Las tres niñas ya estaban bastante preocupadas, demasiado perceptivas para su edad. No quería que cargaran con un dolor tan grande antes de tiempo.
Era mejor protegerlas… al menos un poco más.
**
Julieta abrió los ojos la mañana siguiente. La luz entraba suavemente por la ventana, iluminando sus manos temblorosas sobre la sábana. Se sentía vacía, drenada. Cada respiración era un recordatorio de lo que estaba perdiendo.
—Mi señora… —susurró Mariela, acercándose—. Por favor…
Julieta la miró con una mezcla de urgencia y tristeza.
—Mariela… tienes que ayudarme. Debo colocar una prueba más para Rosella. Lo he pensado mucho y, ya que me queda poco tiempo, solo quiero estar segura de que es ella… la elegida. Tengo tanto miedo…
Mariela bajó la mirada, asintiendo. Aunque en su interior hervía un sentimiento oscuro, uno que apenas había empezado a reconocer.
Julieta comió más tarde con sus hijas. Iba en silla de ruedas, aunque aún podía caminar, pero el cansancio era brutal. Las niñas no dejaban de contar historias, intentando distraerla, sin entender lo que ocurría.
—Y entonces fuimos al jardín, mami, y luego al museo, y también vimos las luces en la playa… y mami Rosella nos contó un cuento —relató Sarah emocionada.
—¿Mami Rosella? —preguntó Julieta en voz baja.
Rosella se sonrojó de inmediato y bajó la mirada. Mariela, desde el fondo de la habitación, la fulminó con los ojos. Estaba doblando ropa, pero su atención estaba claramente puesta en la conversación.
—Señora… —murmuró Rosella, nerviosa.
Julieta sonrió con una ternura que casi dolía de ver.
—No importa, Rosella. Me gusta. Sí… así es, mis niñas —aclaró mientras acariciaba el cabello de Brisa—. Pueden llamarla mamá Rosella. Suena bien. Eso serás para mis hijas a partir de ahora. ¿Puedes hacerlo, Rosella?
Ella la miró boquiabierta, sorprendida por semejante responsabilidad. Después, asintió lentamente.
—Niñas, vayan a jugar al jardín —pidió Julieta.
Las gemelas salieron corriendo. Julieta, con esfuerzo, se puso de pie y caminó hasta su tocador. Abrió un cajón y sacó una caja de madera antigua.
—Ven, Rosella.
Ella obedeció. Julieta abrió la caja y ambas contuvieron el aliento.
Dentro había joyas exquisitas: un anillo de esmeralda, uno de rubí y otro de diamantes.
—La esmeralda es para Ana. El rubí para Ada. El anillo de diamantes para mi pequeña Sarah. Deben usarlos en su cumpleaños de dieciocho años.
Luego retiró más piezas: un anillo de oro, brazaletes de diamantes, aretes de plata. Una fortuna.
—Debe haber aquí casi medio millón de pesos —murmuró Rosella sorprendida.
Mariela intervino con tono firme:
—Señora, debe ir al jardín a tomar el sol.
—Me adelantaré —dijo Rosella.
—Espera —la detuvo Julieta—. ¿Puedes llevarles helado a las niñas?
Rosella asintió y salió.
Julieta cerró el cajón.
—Todo está listo, Mariela. Haz la prueba de lealtad a Rosella.
Pero Julieta no sabía la verdad oscura que ya había germinado.
Mariela sonrió con malicia con un plan diferente.
“Si me deshago de Rosella… ¿Quién podría ser la reemplazo de mi señora? Tal vez… solo yo”, pensó.
Rosella sea una profesional y supere
y que sea ella que lo ponga en su lugar