La historia de los Moretti es una de pasión, drama y romance. Alessandro Moretti, el patriarca de la familia, siempre ha sido conocido por su carisma y su capacidad para atraer a las mujeres. Sin embargo, su verdadero karma no fue encontrar a una fiera indomable, sino tener dos hijos que heredaron sus genes promiscuos y su belleza innata.
Emilio Moretti, el hijo mayor de Alessandro, es el actual CEO de la compañía automotriz Moretti. A pesar de su éxito y su atractivo, Emilio ha estado huyendo de las relaciones estables y los compromisos serios con mujeres. Al igual que su padre, disfruta de aprovechar cada oportunidad que se le presenta de disfrutar de una guapa mujer.
Pero todo cambia cuando conoce a una colombiana llamada Susana. Susana es una mujer indiferente, rebelde e ingobernable que atrapa a Emilio con su personalidad única. A pesar de sus intentos de resistir, Emilio se encuentra cada vez más atraído por Susana y su forma de ser.
¿Podrá Emilio atrapar a la bella caleña?.
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Rechazado...
El animador, con voz entusiasta y contagiosa, levantó el micrófono una vez más:
—¡Señoras y señores, que suenen los tambores! ¡Empieza oficialmente nuestro concurso de salsa!
Doce parejas se posicionaron en el centro de la pista improvisada. Las luces giraban, los aplausos retumbaban y los músicos iniciaron un clásico de la salsa caleña con todo el sabor y la energía que caracterizan a la ciudad.
Entre esas parejas, una en particular llamó la atención de todos: la caleña de movimientos felinos y el italiano de mirada intensa, ambos vestidos con ropa informal, pero envueltos en una tensión tan evidente que parecía que el aire entre ellos vibraba.
La música comenzó y Susana tomó la iniciativa. Giró sobre sus tacones con fluidez, moviendo sus caderas con ritmo natural y una coquetería feroz. Emilio intentó seguirle el paso y, para sorpresa de todos —y sobre todo de ella—, lo hizo con notable destreza. Había aprendido salsa durante su juventud en Milán, cuando su madre insistió en que debía saber al menos un baile latino. Nunca imaginó que ese capricho materno le serviría para enfrentar a una fiera colombiana.
Ella marcaba los pasos con seguridad, deslizándose con gracia felina; él la seguía, firme y elegante, con el torso erguido, los movimientos controlados y una sonrisa segura en los labios. Se acercaban, se alejaban, giraban, se desafiaban con la mirada mientras los cuerpos parecían conversar en un idioma que ninguno estaba dispuesto a traducir con palabras.
Cuando la música hizo una pausa breve, Emilio se acercó con media sonrisa en los labios y el rostro ligeramente enrojecido por el esfuerzo.
—Sorprendida, señorita Montero. —dijo en voz baja, apenas audible entre la bulla del público—. ¿Qué le parece si le hago una propuesta?
Susana, jadeando un poco por el baile, tomó una botella de agua que uno de los meseros le ofreció. Rodó los ojos antes de responderle.
—Admito que estoy sorprendida. No pensé que un italiano supiera bailar… y mucho menos salsa. Pero no quiero más propuestas, gracias.
—¿Tiene miedo? —insistió Emilio, acercándose un poco más con gesto provocador.
Ella soltó una risa seca, entre divertida e incrédula. Dio un paso hacia él, apoyando una mano en su cadera.
—Esperemos a ver si ganamos el concurso, y luego... negociamos su otra propuesta, señor Moretti.
—Perfecto. —dijo él, con una reverencia elegante y un brillo en los ojos que hablaba más de deseo que de cortesía.
La segunda ronda inició con un ritmo más rápido, casi frenético. La competencia se intensificaba. Las parejas eran eliminadas una a una por el jurado y el entusiasmo del público aumentaba. Sin embargo, Susana y Emilio no solo resistían... destacaban.
Él comenzó a arriesgar un poco más: giros rápidos, levantadas sutiles, desplazamientos que hacían que la caleña tuviera que adaptarse, responder y superar cada intento suyo de liderar. Ella no se dejaba dominar. Su estilo era explosivo, libre, salvaje. A ratos parecía que bailaban una guerra.
Cada vez que sus cuerpos se rozaban, una descarga eléctrica les recorría. Susana, sin quererlo, comenzaba a disfrutar ese pulso de energía, esa competencia silenciosa donde no solo se disputaban el premio… sino el control.
Finalmente, cuando solo quedaban tres parejas, los aplausos y la emoción se dispararon. La última canción sonó: un clásico de Fruko y sus Tesos que levantó a todos de sus sillas.
Susana dio un giro rápido, Emilio la sostuvo por la cintura y luego, en una maniobra perfectamente ejecutada, la levantó levemente del suelo antes de dejarla descender con suavidad. Ella se aferró a sus hombros y, por un instante, sus rostros quedaron a centímetros. La tensión fue palpable. Ninguno parpadeó.
Él respiraba agitado, con el rostro rojo como un tomate, bañado en sudor, pero con una sonrisa triunfante en los labios. Ella, aunque también jadeaba por el esfuerzo, mantenía la barbilla en alto, como si ni el cansancio pudiera doblegarla.
Y entonces, la música terminó. Silencio.
El animador volvió al micrófono mientras el jurado deliberaba rápidamente.
—¡Y la pareja ganadora del concurso de salsa de esta noche es…! —el silencio se hizo eterno— ¡la pareja número ocho, Emilio y Susana!
Los vítores estallaron. Gritos, aplausos, silbidos. El público enloquecía.
Emilio levantó los brazos, aún sin poder creerlo. Miró a Susana, que apenas esbozaba una sonrisa entre cansada y satisfecha.
—¿Lo ves? —dijo él, acercándose con el torso aún agitado—. No hay trato imposible con la pareja correcta.
Susana se limitó a mirar al frente, recibiendo la ovación del público.
—No se emocione tanto, Moretti. Aún le falta mucho para impresionarme.
Pero mientras caminaban a recibir el premio, con la botella de licor fino en manos y los aplausos todavía retumbando, ambos sabían —aunque no lo dijeran— que algo poderoso había comenzado a arder entre ellos. Orgullo, atracción, desafío… y tal vez, un deseo que iba más allá del baile.
—Lo prometido es deuda. Aquí tiene su premio, señorita Montero. —dijo Emilio con una media sonrisa mientras le entregaba la botella de licor que acababan de ganar y el cheque con él dinero—. ¿Está lista para mi otra propuesta?
La morena lo miró de reojo mientras consultaba la hora en su reloj de pulsera. Sus labios se fruncieron con un gesto entre resignado y desafiante.
—Ya es bastante tarde. Debo regresar a casa. Aunque ya sea mayor de edad, aún vivo con mis padres… y ellos tienen reglas que respeto muy bien. —respondió con firmeza, acomodando un mechón rebelde que caía sobre su rostro.
Emilio ladeó la cabeza, divertido por su respuesta. Pero no se dio por vencido.
—Entonces le plantearé mi propuesta… y dejaré que usted decida si mañana o pasado puede aceptarla.
Susana arqueó una ceja, a la defensiva.
—A ver… lo escucho.
—Usted dijo en la reunión que yo era un hombre que nació en cuna de oro, y que por eso me costaba comprender lo que significa luchar por un sueño. ¿Qué le parece si me muestra, aquí en su ciudad, a esas personas que no tienen privilegios y aun así se esfuerzan cada día por salir adelante?
La caleña soltó una carcajada que retumbó en el pecho del italiano como un golpe inesperado.
—¿Para qué? ¿Para que se horrorice al ver ese mundo marginado en el que algunos vivimos? ¿O para que crea que va a contagiarse de algo al estar cerca de personas que no usan ropa de diseñador ni perfume francés como usted? —lo miró de arriba abajo con desdén—. No, gracias. Suficiente he tenido con lo de hoy. Acepté el baile por diversión, pero no lo quiero cerca más de lo necesario.
Se giró con elegancia, sus caderas moviéndose con ese vaivén natural que tanto desquiciaba a Emilio. Caminó con paso decidido hacia Santiago, quien la esperaba junto al auto con la puerta abierta.
—Susana… —intentó decir él, pero ella ni siquiera se molestó en voltearse.
Subió al vehículo sin mirar atrás, dejando al italiano con un sabor amargo en la boca… un sabor que no se parecía en nada al de la derrota empresarial, sino más bien al del rechazo personal.
—Tampoco te quería cerca, parlanchina… —bufó con rabia contenida mientras salía del lugar—. Solo quería jugar.
Sin pedirle a nadie más, se dirigió a una avenida principal y levantó la mano para tomar un taxi. La ciudad seguía viva, bulliciosa, como si nada le importara el remolino emocional que se desataba dentro del hombre más arrogante del evento.
Ya en el hotel, Emilio entró a su habitación con pasos pesados. Cerró la puerta con un leve golpe y comenzó a quitarse la ropa, malhumorado.
Se desabrochó los botones de la camisa y, al quitársela, algo pequeño y metálico cayó al piso con un leve "clic".
Frunció el ceño y se agachó. Era un delicado zarcillo de oro con una diminuta esmeralda incrustada. Lo sostuvo entre los dedos. No necesitó pensar mucho. Era de ella. De Susana Montero.
Probablemente, se le había enredado entre los pliegues de su camisa durante una de las vueltas del baile. Ese pequeño objeto ahora parecía tener el poder de traer de regreso cada instante de la noche: la forma en que su piel rozaba la suya, las manos suaves que se aferraban a su cuello, el aroma dulce y penetrante de su cabello, las caderas que parecían invitar al pecado.
Emilio se dejó caer sobre la cama, aún sujetando el pendiente.
—¿Qué demonios te pasa, Emilio Moretti? —murmuró para sí mismo—. Es solo una mujer más…
Pero no era cierto. Lo sabía. Ella no era una mujer cualquiera.
—Además, es rebelde… y a ti no te gustan así. Las prefieres dóciles, complacientes…
Pero Susana era todo lo contrario. Tenía una lengua afilada, un orgullo que desafiaba su autoridad, y una forma de moverse que podía volver loco a cualquier hombre. Y eso… lo irritaba. Porque le gustaba aunque no lo aceptará.
Miró nuevamente el zarcillo, y una sonrisa ladina se dibujó en su rostro.
—Maldita parlanchina… —susurró con el ceño fruncido y el corazón latiendo más fuerte de lo que le hubiera gustado admitir...
interesa el empresario arrogante, Emilio va a dar todo en esa fiesta que espero y sea ya rl inicio de una nueva relación /Kiss//Pray/