Nunca pensé que mi vida empezaría a desmoronarse por una simple sonrisa.
Una sonrisa joven, llena de confianza, que me desarmó sin el menor esfuerzo. Solo era una tarde común, una clase cualquiera. Yo, con mis libros, mis papeles, mi matrimonio de fachada y la máscara que llevo años usando para sobrevivir en el papel que el mundo me impuso.
Pero cuando ella entró al salón, con ese aire despreocupado y esa voz dulce llamando a mi hija por su nombre… todo dentro de mí tembló.
Ella era solo la mejor amiga de mi hija. La chica que almorzaba en mi casa, que reía fuerte en la sala, que compartía historias de la universidad en la terraza mientras yo fingía no escuchar. Pero en ese instante, cuando nuestras miradas se cruzaron en el pasillo de la universidad, algo cambió.
Ella me miró como si ya supiera más de mí que lo que yo misma me atrevía a admitir.
Soy profesora. Estoy casada. Y no he salido del clóset.
Ella es mi alumna.
Y es todo aquello que he ocultado ser durante toda mi vida.
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Capítulo 6
Capítulo 6 — El peso de la elección
Elisa tardó un tiempo en poder moverse.
Las manos aún le temblaban cuando llevó la merienda al salón. Intentaba sonreír a las chicas, pero el rostro parecía rígido, como una máscara que empezaba a resquebrajarse.
Júlia actuaba con naturalidad, riendo de las bromas de Sofía, como si la cocina no hubiera sido escenario de una guerra silenciosa momentos antes.
Elisa se sentó en el sillón, distante, observando a las dos compartir las meriendas y las risas. Observando principalmente a Júlia. Cada pequeño gesto de ella parecía intencional, provocativo, como si danzara en torno a una frontera tenue —y peligrosa— entre la provocación y la rendición.
Cuando Sofía se levantó para coger más zumo en la cocina, Júlia aprovechó el momento. Sin mirar directamente a Elisa, deslizó la punta de los dedos por su propio muslo desnudo, bajo el short corto, como quien se distraía... pero Elisa lo sabía: no era distracción.
Era una invitación.
Un recordatorio.
El rostro de Elisa ardía de vergüenza y deseo. Miró la televisión encendida, intentando encontrar refugio en la banalidad de un programa cualquiera. Pero ni el ruido del salón era capaz de ahogar el sonido de su propia sangre pulsando en sus oídos.
Aquella noche, Elisa tardó en dormirse.
Se acostó al lado de su marido, inmóvil, el cuerpo frío y la mente hirviendo.
Cada vez que cerraba los ojos, veía la sonrisa provocadora de Júlia, sentía la respiración caliente de ella tan cerca de su piel.
Intentó convencerse de que era una locura.
Intentó recordar quién era, la vida que había construido, la familia que cuidaba con tanto celo.
Pero con cada intento, parecía cavar aún más hondo el agujero en el que ya estaba cayendo.
Era como intentar apagar fuego con gasolina.
Días después, en la facultad, Elisa hizo todo lo posible por mantener la distancia.
Corregía exámenes como si su vida dependiera de aquellas correcciones. Evitaba encuentros en el pasillo. Se sumergía en tareas administrativas para no cruzarse con ella.
Pero Júlia no parecía tener prisa.
Ella estaba siempre cerca. Una mirada furtiva en el aula. Un roce aparentemente accidental cuando entregaba algún trabajo. Una sonrisa ladeada que dejaba a Elisa sin suelo.
Y entonces, una tarde lluviosa, todo cambió.
Elisa estaba en la biblioteca, recogiendo algunos libros prestados para corregir trabajos de literatura.
Cuando se giró para salir, se topó con Júlia.
Literalmente.
Los cuerpos chocaron levemente, y por un instante demasiado largo, se quedaron allí, paradas, respirando el mismo aire.
El olor de Júlia era un ataque a los sentidos: algo fresco, mezclado con el dulzor de algún perfume barato, pero increíblemente devastador.
—Perdona —dijo Elisa, con la voz quebrada.
Júlia sonrió de lado. Aquella sonrisa peligrosa que decía "no fue un accidente".
—Parece que siempre nos encontramos cuando intentas huir de mí, ¿no?
Elisa retrocedió un paso, el libro apretado contra el pecho.
—Júlia... por favor...
—¿Por favor qué, profesora? —preguntó ella, acercándose más, sin pudor—. ¿Que me vaya? ¿Que finja que no sientes lo que sientes? ¿Que finja que no veo tu cuerpo reaccionar cada vez que me acerco?
Elisa cerró los ojos por un momento, intentando encontrar fuerzas.
Pero Júlia no le dio tiempo.
Apoyó la mano en el libro que Elisa sostenía —un gesto inocente a primera vista— y, con los dedos, deslizó lentamente sobre la mano de ella.
El roce era sutil.
Suficiente para incendiar.
—¿De qué tienes miedo? —susurró Júlia, la voz como una caricia áspera en su oído—. ¿De mí? ¿O de ti misma?
El trueno retumbó fuera, como si el mundo acompañara el caos interno de Elisa.
Dejó caer el libro al suelo.
Y antes de que pudiera pensar, antes de que pudiera resistir, antes de que pudiera ser racional...
Ella tiró de Júlia por el cuello de la blusa, antes de que fuera demasiado tarde la soltó, suplicando para salir...
—No sé de qué huye, profesora.
—Yo sí —respondió bajito—. Soy tu profesora, madre de tu amiga y casada.
—Hasta en tu frase tu matrimonio queda en último lugar... entonces no es tu principal motivo.