Issabelle Mancini, heredera de una poderosa familia italiana, muere sola y traicionada por el hombre que amó. Pero el destino le da una segunda oportunidad: despierta en el pasado, justo después de su boda. Esta vez, no será la esposa sumisa y olvidada. Convertida en una estratega implacable, Issabelle se propone cambiar su historia, construir su propio imperio y vengar cada lágrima derramada. Sin embargo, mientras conquista el mundo que antes la aplastó, descubrirá que su mayor batalla no será contra su esposo… sino contra la mujer que una vez fue.
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CAPÍTULO 22. ¡Déjame correr contigo!
Capítulo 22
¡Déjame correr contigo!
El sol comenzaba a colarse por los pliegues de las cortinas cuando Issabelle abrió los ojos. Por un instante, no supo dónde estaba. Todo le pareció ajeno: el tenue aroma a incienso mezclado con colonia masculina, el calor que la envolvía desde la espalda, la respiración pausada y cercana.
Y entonces, lo sintió. Un brazo rodeando su cintura. Un pecho cálido en su espalda. Un cuerpo junto al suyo.
Se incorporó de golpe, el corazón palpitando con fuerza. El movimiento brusco hizo que Giordanno frunciera el ceño sin despertarse del todo.
Ella miró a su alrededor con rapidez, como si esperara encontrar algo fuera de lugar. Bajó la vista y, con las manos temblorosas, comenzó a palparse los brazos, la ropa, las piernas.
Aún llevaba puesto el traje del día anterior, algo arrugado pero intacto.
Respiró hondo. Él también seguía vestido. Soltó un suspiro de alivio, cubriéndose el rostro por un instante.
—Dio mio... —susurró— ¿Qué hice?
Entonces, empezaron a llegarle las imágenes, brumosas al principio, como flashes de una película desordenada.
Las copas. La música alta del bar. Giordanno acercándose a ella en la barra. La sala de Sofía. Las risas. La comida. El calor de sus brazos. Y luego… ese beso. Lento. Frágil. Real.
Se llevó una mano a los labios, cerrando los ojos y sintiendo por un instante la misma sensación que tuvo cuado lo besó.
Fue muy real.
Intentó moverse con cuidado, pero en cuanto sus piernas tocaron el borde de la cama, una mano fuerte la sujetó del antebrazo.
Giordanno abrió los ojos, aún entumecido por el sueño. Y con un solo tirón la devolvió contra su pecho.
—No tan rápido, signorina Mancini —murmuró con voz ronca, la voz de alguien que no quiere abrir del todo los ojos a la realidad—. No después de una noche como la de ayer.
Issabelle quedó atrapada entre su brazo y el colchón, el rostro de Giordanno apenas a unos centímetros del suyo. Su corazón volvió a acelerarse, aunque ya no por susto.
—Giordanno... —comenzó a decir, incómoda, pero él le sostuvo la mirada.
—Quiero que me digas qué hacías en esa clínica.
La pregunta cayó como un balde de agua helada. Ella parpadeó, lo miró fijamente, pero no respondió.
—¿Qué fue lo que te llevó a ponerte así anoche? —insistió él, con el ceño fruncido—. No fue solo el alcohol. No fue una mala tarde. Algo pasó, Issa. Y no pienso dejarte salir de esta cama hasta que me lo digas.
Ella tragó saliva. Miró el techo. Luego sus manos, su pecho, y por último, los ojos de Giordanno.
Pero no. No quería decirlo. No podía poner en palabras esa sentencia inapelable que le habían entregado en forma de análisis médico.
¿Cómo decirle a un hombre que apenas está comenzando a rozar la superficie de su alma, que su tiempo junto a él es limitado?
Que su piel, sus latidos, sus risas nocturnas, todo eso, tiene un límite claro, cercano.
—No es algo que puedas entender —susurró finalmente, intentando zafarse, pero él no la soltó.
—Puedo hacerlo, debes confiar en mi. Por favor —suplicó él, sintiendo desesperación muy dentro de su pecho—. No soy solo un hombre más que ronda tu vida. Te conozco. Y sé que estás huyendo de algo. Pero esta vez... Quiero que me dejes correr contigo.
Issabelle cerró los ojos. Sintiendo como las lágrimas comenzaban a acumularse en sus ojos.
¡Si tan solo pudiera!
Pero la verdad era otra: ella no regresó para enamorarse. Se escapó de la muerte para redimirse. Para destruir a quienes la destruyeron.
Para ver caer a quienes hicieron de su vida una tragedia silenciosa. Y su enfermedad era, en el fondo, un recordatorio cruel de que no podía permitirse distracciones.
Lo apartó con delicadeza y se sentó al borde de la cama, esta vez sin que él la detuviera.
—No me preguntes eso otra vez, Giordanno. Al menos no hoy —dijo con voz quebrada—. Hay cosas que todavía no puedo decirte. Porque son demasiado mías.
Se levantó y caminó hasta el baño contiguo. Cerró la puerta, pero no del todo. Se miró al espejo. Tenía ojeras. El maquillaje corrido. El cabello enmarañado. Aun así, había un resplandor nuevo en sus mejillas. Algo que dolía. Que palpitaba.
Abrió el grifo y se lavó el rostro, intentando enfriarse la piel ardiente. Se quedó allí, respirando hondo, mientras del otro lado Giordanno se sentó en la cama observando la rendija de la puerta.
Sabía que algo estaba mal. Lo sabía desde el instante en que la vio en aquella banca del parque, comiendo helado como si fuera una niña perdida. Pero ahora entendía que era más grave. No era una pelea familiar ni un desamor pasajero. Era algo profundo. Irreversible.
Algo que estaba dispuesto a averiguar así sea lo último que haría en su vida.
Cuando ella volvió a la habitación, con el rostro limpio y el cabello recogido en un moño improvisado, él se puso de pie.
—¿A dónde vas ahora? —preguntó.
—A donde debía ir anoche —respondió ella—. A casa. Necesito pensar.
—¿Qué se supone que voy a hacer ahora? No puedo solo irme y fingir que nada pasó.
Ella lo miró unos segundos. No sabía qué responder. Quería que se quedara, sí. Pero no podía pedírselo. No después de haberle cerrado las puertas al corazón.
—Haz lo que quieras, Giordanno. Pero no me sigas. No esta vez.
Él asintió, con la mandíbula apretada.
No insistió. La vio salir con paso firme, aunque supiera que por dentro estaba hecha pedazos.
Pero al poner un solo pie fuera de esa casa comenzó a hacer llamadas. Tenía que entender qué era lo que pasaba con esa mujer... Su mujer.
Horas después, Issabelle caminaba por las calles adoquinadas de Milán, con la bufanda tapando la mitad de su rostro. Pasó frente a una iglesia antigua y, por impulso, entró. No había nadie. Solo los bancos vacíos y el eco de sus pasos.
Se sentó en la última fila y se quedó allí, en silencio.
—Dios… si alguna vez me escuchaste… —murmuró, con las manos entrelazadas—. No te pido tiempo. Solo que no me quiten lo que vine a hacer. Déjame terminar lo que vine a hacer aquí. Después… haz lo que quieras conmigo.
Se limpió las lágrimas que caían por sus mejillas y cerró los ojos.
En su mente, la imagen de Enzo, de Eva, de su antigua vida. Y luego… el rostro de Giordanno, dormido, con su brazo rodeándola. El hombre que, sin quererlo, empezaba a poner en duda sus prioridades.
Pero Issabelle lo sabía.
El amor no estaba en sus planes. Ni en su condena.
Y sin embargo, mientras el eco de su súplica se perdía entre las columnas de la iglesia, una sombra familiar la observaba desde el umbral. Alguien que no había olvidado su rostro. Ni su pasado. Ni lo que Issabelle alguna vez le hizo perder.