Katerina murió por salvar a una joven. No esperaba despertar en una historia que no era suya... con un destino aún más cruel.
Cuando abre los ojos, ya no está en su mundo. Ha reencarnado como Avery, una noble ignorada por su padre, despreciada por su hermana y condenada a morir junto a su madre en una historia que no escribió. Pero Katerina conoce ese final: lo leyó. Sabe quién mata, quién sobrevive… y quién sufre en silencio.
Solo que esta vez, ella no va a permitirlo.
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Capítulo 6
—¿Madre?
El eco de su voz se desvaneció en el largo pasillo, cubierto de sombras y silencio. La zona oeste de la mansión, donde se encontraba la habitación de Eliana, parecía abandonada por la vida. Las paredes estaban frías, los ventanales velados por cortinas polvorientas, y el aire mismo parecía rehusarse a entrar en ese rincón olvidado.
—Fania, llama por mí, por favor —pidió Avery en voz baja.
La doncella asintió con seriedad y golpeó la puerta con suavidad, sus nudillos chocando contra la madera envejecida.
Del otro lado se oyeron ruidos: pasos desordenados, un leve choque de objetos… y finalmente, la puerta se entreabrió.
Eliana apareció, somnolienta, los ojos hinchados de fatiga, la piel pálida bajo la tenue luz del atardecer.
—¿Hija? —preguntó, entrecerrando los ojos, como si dudara de su vista.
—Sí, madre. Soy yo —respondió Avery, con ternura.
—¡Dios mío! ¿Qué haces aquí? —exclamó con sobresalto, cerrando la puerta detrás de sí como si quisiera protegerla de algo invisible.
—Ve a tu cuarto, descansa. Mañana iré a verte.
—Madre, por favor… ¿podemos entrar? Te traje comida.
—¿Comida? ¿Alguien te ha visto traerla? —preguntó en un susurro tembloroso, abriendo la puerta por completo con urgencia. Apenas las jóvenes cruzaron el umbral, Eliana volvió a cerrarla y se aseguró de que nadie las hubiera seguido.
—Hija, no deberías hacer esto —murmuró con desesperación.
Avery frunció el ceño, confundida por el miedo en su mirada. Cuando giró para ver a Fania, notó que la joven criada tenía la boca entreabierta, paralizada. Entonces ella también miró a su alrededor… y el corazón le dio un vuelco.
El lugar era una burla al título de "habitación". Las cortinas estaban rasgadas, los muebles cubiertos de polvo, el colchón tan deformado que parecía haber sido rescatado de la basura. Una corriente de aire gélido se colaba por una grieta en la pared, trayendo consigo la sensación de abandono absoluto.
Eliana intentó desviar la atención de su hija, fingiendo normalidad.
Pero Avery ya no podía callar.
—Fania —dijo, con una voz cargada de indignación—. Vamos a trasladar las pertenencias de mi madre a mi habitación. Ahora.
—Como usted ordene —respondió la doncella, sin atreverse a discutir.
—No pienso permitir que sigas viviendo aquí. ¡Vamos, madre!
Eliana levantó las manos con desesperación.
—No, no… no puedo salir. Si Kaenia se entera, no sé de qué sería capaz…
—Pues que se atreva esa bruja —espetó Avery con furia contenida—. No tiene idea de quién soy ahora. Y si cree que me quedaré quieta mientras pisotea a mi madre, que rece por su miserable existencia.
Fania la miraba como si acabara de presenciar el nacimiento de una heroína. Sus ojos brillaban con algo que se parecía mucho a la admiración.
—Madre, confía en mí. Prometo que no podrá tocarnos. No después de lo que descubrí hoy.
—¿De qué hablas?
—Lo sabrán pronto. Ahora vamos.
Temblorosa, Eliana reunió sus escasas pertenencias: unos vestidos gastados y un par de zapatos viejos. Mientras salían de la habitación, las lágrimas comenzaron a deslizarse silenciosamente por sus mejillas. Lloraba por todo lo que había soportado en silencio: el desprecio, el abuso, la pérdida. Y por primera vez, lloraba también de alivio. Su hija estaba de su lado.
Cuando llegaron a la habitación de Avery, la joven abrió la puerta con decisión.
—Por favor, madre, entra.
—Gracias, hija —murmuró Eliana, con voz quebrada.
En ese momento, un par de criadas pasaron por el pasillo, cuchicheando. Al verlas, se detuvieron en seco. Sus risas se apagaron. Y luego desaparecieron tan rápido como habían llegado.
Eliana se tensó de inmediato y tomó la mano de su hija.
—Irán a contárselo a la Archiduquesa. Debo irme. ¡Debo irme ahora!
—¡No! —exclamó Avery, sujetándola con fuerza y empujándola dentro del cuarto. Cerró la puerta con un golpe seco.
—Fania, deja la bandeja sobre el tocador.
—Sí, señorita.
—Madre, siéntate y come.
—Pero…
—Confía en mí. Sé lo que hago.
A regañadientes, Eliana se sentó frente al tocador y empezó a comer. Aunque la comida ya estaba tibia, el sabor era incomparable a la sopa aguada que le daban. Por primera vez en mucho tiempo, algo le supo a hogar.
Avery, mientras tanto, revisó su ropero para hacer espacio. Pero al ver la calidad de los vestidos de su madre, tomó una decisión silenciosa: los reemplazaría todos.
Justo cuando pensaba en eso, la puerta se abrió con violencia.
Avery no se giró. Ya sabía quién era.
—Fania —dijo con calma—, ¿quién entra así, sin tocar?
—La Archiduquesa… y la señorita Ágata.
Eliana se levantó, preparándose para huir.
Avery suspiró con molestia. Otra vez…
Kaenia, la Archiduquesa, parecía a punto de estallar.
—¿Qué significa esto? ¿Qué hace esta mujer aquí? ¿Y por qué tiene un plato de comida?
—¿Mi madre? Vivirá conmigo desde ahora.
—¿A quién le has pedido permiso?
—¿Debería pedir permiso para sacarla de una pocilga?
Kaenia avanzó furiosa y levantó la mano para golpearla, pero Avery fue más rápida. La detuvo en el aire, sujeta con firmeza.
—¿Quiere golpear a la prometida del segundo príncipe?
El horror se apoderó del rostro de la Archiduquesa.
Eliana y Fania intercambiaron miradas incrédulas. Ágata, detrás, temblaba de ira. La odiaba. La odiaba profundamente. ¿Por qué ella? ¿Por qué no murió cuando la empujé del tejado?
—¡Tú! ¿Cómo te atreves?
—¿A qué exactamente?
—Eres una… —Kaenia no terminó. Avery dio un paso al frente, y su presencia llenó la habitación.
—La madre de una princesa no debe dormir entre ratas ni alimentarse de sobras.
—No creas que te saldrás con la tuya. Tu padre se enterará.
—Entonces ve. Corre a contarle.
Kaenia apretó los dientes, cada músculo de su rostro tenso por la rabia.
—Ágata, vámonos.
—¡¿Qué?! —protestó su hija.
—¡Ahora!
Ambas salieron del cuarto. En el pasillo, el veneno de la Archiduquesa se desbordó.
—¡Inútil! Tenías una sola tarea y fallaste.
—Pero la empujé, hice lo que dijiste…
Kaenia se giró de golpe y la abofeteó con tal fuerza que la marca de su mano ardió en la piel de Ágata.