En la Ciudad de México, como en cualquier otra ciudad del mundo, los jóvenes quieren volar. Quieren sentir que la vida se les escapa entre las manos y caminar cerca del cielo, lejos de todo lo que los ata. Valeria es una chica de secundaria: estudiosa, apasionada por la moda y con la ilusión de encontrar al amor de su vida. Santiago es todo lo contrario: vive rápido, entre calles peligrosas, carreras clandestinas y la lealtad de su pandilla, sin pensar en el mañana.
Cuando sus mundos chocan, la pasión, el riesgo y el deseo se mezclan en un torbellino que los arrastra sin remedio. Una historia de amor que desafía reglas, rompe corazones y demuestra que a veces, para sentirse vivos, hay que tocar el cielo… aunque signifique caer.
NovelToon tiene autorización de Santiago López P para publicar esa obra, el contenido del mismo representa el punto de vista del autor, y no el de NovelToon.
Cinco
—Sí, pero dejando aparte las hombreras, ¿qué tal?
—Pues ya sabes que a mí esas flores se me hacen bien ñeras.
—Ya lo sé, pero intenta no fijarte en eso.
—En ese caso, la neta, sí te ves chida.
Daniela, con cara de que nada le convence y sin saber bien qué quería escuchar, saca de su cajita el perfume Contradiction de Calvin Klein, comprado en el Sanborns de Insurgentes cuando su papá cobró el aguinaldo. Apenas abre la puerta, choca con su hermana Mariana.
—¡Oye, fíjate!
—¡Fíjate tú! A mí se me haría más fácil soltarte un trancazo en el ojo. Y neta, ¿así te vas a salir pintada?
—Es para que me vea el Andres.
—¿Qué Andres?
—El del Conalep. Lo topé afuera del tianguis de Tepito, estaba cotorreando con las de tercero. En cuanto se fueron, le dije que yo también estudiaba ahí. Mira, ¿tú cuántos años me echas con este make-up?
—Pues ya te ves más grande. Como de diecisiete fácil.
—¡Si apenas tengo quince! Difumina un poquito aquí…
Daniela se mete el dedo en la boca, lo moja y le corrige la sombra a Mariana con un gesto rápido.
—¡Ya estás!
—¿Y ahora?
—Pues ya casi cumples dieciséis.
—Poquitos, pero algo es algo.
—¡Chamacas! ¿Ya están listas o qué? —se escucha desde la sala.
En la entrada, la mamá, doña Leti, jala con fuerza la puerta de lámina, revisando que quede bien cerrada la tranca. El papá, don Chava, las apura para que bajen. Primero sale Mariana, luego Luz, la última la mamá. Todos se meten al elevador de esos viejitos que rechinan, y empieza la bajada entre el olor a frijoles refritos del vecino y el humo de Marlboro que se colaba desde el piso de abajo.
Don Chava se arregla el nudo de la corbata, Leti se acomoda el copete con gel Ego, mientras Daniela alisa la chaquetita de pana con hombreras que compró de segunda en el bazar de Pericoapa. Mariana, en cambio, solo se checa en el espejito roto del elevador, sabiendo que su jefa la va a mirar de arriba abajo.
—¿No crees que te pintaste de más? —le suelta Leti.
—Ya, jefa, no empieces, vamos tarde como siempre.
Doña Leti gira los ojos y se encuentra con la mirada de su marido.
—¡Pues si yo soy el que siempre los espera! Desde las ocho ya estaba planchado.
Bajan los últimos pisos en silencio. Afuera, el eco de un microbús tuneado retumba con Caifanes a todo volumen, luces neón y calcomanías fluorescentes. Don Chava sonríe:
—Es el de Toño, el chofer. Siempre trae sus rolitas chidas.
—Pero huele bien gacho a cebolla en esta vecindad —responde Leti, quien hacía tiempo que había cambiado las enchiladas de la abuela por recetas “light” de revista de moda, para la decepción de todos.
La combi que habían pedido frena frente al edificio, con calcomanía de “Solo Dios sabe si regreso” en el parabrisas. Doña Leti sube primero, dejando que tintineen sus pulseras doradas que había comprado en abonos en el Centro. Atrás suben las chamacas.
—¿Se puede saber por qué siempre dejan la bici toda atravesada? —gruñe don Chava.
—¡Ay, jefe, no exageres! —le contesta Mariana.
—¡Cálmate! No le hables así a tu papá —salta Leti.
—Oye, ma, ¿mañana podemos ir en la bici al CCH?
—No, Daniela. Todavía está bien frío.
—Pero tenemos sudadera.
—Ya veremos.
La combi arranca rechinando llantas, entre el olor a garnachas de la esquina y el grafiti recién pintado en la barda de la secundaria: “Amor de barrio, nunca muere”.
Mariana se mira otra vez en el reflejo de la ventana y suelta con picardía:
—¿Todavía no me dices si me veo chida con esta ropa?
Daniela voltea a ver a su hermana de pies a cabeza, frunciendo la boca como si quisiera tragarse el comentario.
—Sí, te ves… bien —dice al fin, arrastrando las palabras, como si la respuesta le pesara.
Mariana se acomoda las hombreras enormes del saco que parece más sacado de Televisa que de su clóset.
—No mientas, Dani. Parezco la secretaría de un político del PRI en los noventa.
—¡Ay, ya ni digas! —revira Daniela, pintándose los labios con un rojo chillante que compró en el tianguis de Tepito, uno de esos de marca pirata que olían fuerte pero daban actitud—. Además, con esos ojos todos negros ni Andres te va a pelar. Capaz y se va con la Giuli.
El nombre cae como bomba. Giuli, la “amiga” más falsa de todas, la que siempre terminaba con los novios ajenos y se creía la Madonna de la colonia.
—¡Ni lo menciones! —responde Mariana, con un tono que corta el aire.
Desde el asiento delantero, Leticia gira apenas el cuello, con esa mirada que las dos conocían de sobra.
—¡Ya bájenle, chamacas! Si siguen con su pleito, las regreso a la casa, ¿eh?
Don Toño, con las manos al volante de la microbús tuneada con calcomanías de Molotov y un rosario colgando del retrovisor, finge dar media vuelta.
—Órale, me regreso, ¿eh? —dice con sonrisa de barrio.
Pero le basta ver la expresión seria de Doña Lety reflejada en el cristal para guardar silencio y seguir derecho. Afuera, el semáforo de Insurgentes cambia y el microbús de al lado, lleno de stickers de “Virgen de Guadalupe” y luces de neón verdes, les pita con descaro. Dentro de la microbús, el ambiente sigue denso, con ese aire espeso de perfume barato y tensión familiar.
En el estéreo, suena bajito un casete de Caifanes, apenas audible bajo el rugido de la ciudad: los puestos de tacos humeando en las esquinas, los chavos pintando graffitis con aerosol en los muros de la avenida, y los gritos lejanos de “¡Lleve, lleve, casetes originales a diez varos!”.
La CDMX, en esos años, era un monstruo que los tragaba y los escupía en cada esquina.