Una esposa atrapada en un matrimonio con uno de los mafiosos
más temidos de Italia.
Un secreto prohibido que podría desencadenar una guerra.
Fernanda Ferrer ha sobrevivido a traiciones, intentos de fuga y castigos.
Pero su espíritu no ha sido roto… aún. En un mundo donde el amor se mezcla con la crueldad, y la lealtad con el miedo, escapar no es solo una opción:
es una sentencia de muerte.
¿Hasta dónde está dispuesta a llegar por su libertad?
La historia de Fernanda es fuego, deseo y venganza.
Bienvenidos al infierno… donde la reina aún no ha caído.
NovelToon tiene autorización de Genesis YEPES para publicar esa obra, el contenido del mismo representa el punto de vista del autor, y no el de NovelToon.
LA NOCHE CON NICOLAOK
¿Que como fue mi primera noche con Nicolaok Bianchini?
¿Por qué no escape antes?
pues...
No todo comenzó con una caricia.
Ni con una mirada.
Comenzó con una orden.
Como todo en mi vida desde que me convertí en su esposa.
Nicolaok no es un hombre que pregunta.
No es alguien que insinúa.
Él dicta, ordena, impone.
La primera vez que me tocó fue como si una tormenta rompiera una presa que
había contenido demasiada agua. Y yo, contra toda lógica, no me ahogué… Floté.
Recuerdo esa noche como si estuviera tatuada en mi piel.
Llevaba días sintiendo su mirada quemarme la nuca en cada comida.
En cada reunión.
Como si estudiara cada centímetro de mi cuerpo solo con los ojos.
Pero nunca había cruzado la línea.
Hasta que lo hizo.
Cenábamos en la mesa larga de la mansión.
Silencio.
Siempre había silencio con él. Ni una palabra más de lo necesario.
Sus hombres vigilaban, sus criados servían, y yo
comía como si no me estuviera tragando el miedo.
—Nicolaok: Esta noche no duermes sola.
dijo, sin mirarme, con la voz tan fría como el metal.
No supe si se refería a mí, o si hablaba con uno de sus hombres.
Pero no lhabia duda.
Yo era la única mujer en esa sala.
Y esa orden erapara mi.
Más tarde, cuando entré en su habitación, todo parecía quieto.
Como si el aire se negara a moverse sin su permiso.
La lámpara encendida al costado de su cama.
Su perfume flotando como una amenaza.
Me temblaban las piernas, pero me obligué a no mostrarlo.
Estaba de espaldas, desabotonando su camisa.
Sus hombros anchos, tensos. Su respiración controlada.
—Nicolaok: Cierra la puerta
ordenó.
Obedecí.
Se giró lentamente y me miró por primera vez esa noche.
Había algo en sus ojos que no había visto antes.
Una especie de hambre contenida.
No sexual solamente… algo más primitivo.
Como si quisiera devorarme por completo.
Me acerqué, sin saber por qué. Quizá por miedo.
Quizá por esa parte enferma que todos tenemos
y que busca aquello que nos puede destruir.
Cuando estuvo frente a mí, no preguntó si quería. Solo me tocó.
Me sostuvo de la nuca con fuerza y me besó como si estuviera marcando territorio.
No fue un beso dulce, ni siquiera apasionado.
Fue salvaje, áspero, lleno de rabia y deseo.
Quise resistirme. En serio lo intenté.
Pero algo en su cuerpo, en la forma en que sus manos recorrían mi piel, me hizo arder.
Era como si mi cuerpo lo reconociera antes que mi mente.
Como si una parte dormida de mí despertara solo con él.
Me quitó la esa bata de seda sin delicadeza.
Como si romper la tela fuese parte del ritual.
Y cuando estuve desnuda frente a él, no me miró con lujuria.
Me miró con poder. Como si al desnudarme no solo me hubiera quitado la ropa…
sino todo.
Odie ese momento con toda mi alma sentir que le perteneceria mi cuerpo
y peor es que mi cuerpo le respondiera.
Me tumbó en la cama y se desnudó sin apuro.
Cada movimiento suyo estaba cargado de autoridad.
Como si el mundo entero se detuviera para verlo.
Cuando entró en mí, la primera fue un poco despacio, pero después fue solo...
hizo de golpe.
Sin aviso.
Sin piedad.
Solté un grito.
No de dolor.
No exactamente.
Fue una mezcla.
Una explosión.
Me aferré a sus brazos mientras él se movía
dentro de mí con una furia que nunca había sentido.
No me besaba. No hablaba. Solo gemía bajo, ronco, como si
me poseyera desde un rincón oscuro de su alma. Yo me perdí.
Literalmente. Perdí el sentido del tiempo, de mí misma.
Grité, arañé, lo odié con cada embestida… y aún así, lo deseaba más.
Me llevó al límite. Me hizo acabar dos veces sin pronunciar mi nombre.
Y cuando terminó, ni siquiera me miró.
Se levantó sin prisa, como si el tiempo le obedeciera.
Cada movimiento suyo parecía coreografiado, lento, firme, seguro.
Caminó desnudo por la habitación, su piel aún brillando por
el sudor de lo que habíamos hecho… o de lo que él me había hecho.
A cada paso, el sonido de sus pies sobre el suelo de mármol retumbaba en
mi cabeza como si fuera el eco de mi propia sumisión.
Se puso los pantalones con la calma de quien tiene el control absoluto de todo:
del mundo, de sí mismo… de mí.
Ni siquiera necesitaba hablar para dejarlo claro. Su presencia lo gritaba por él.
Encendió un cigarro, lo llevó a sus labios y me miró.
Me sostuvo la mirada con esa expresión vacía, fría, cruel, como si no acabara
de marcarme el alma con su cuerpo.
Como si no importara lo que yo sintiera o lo que quedara de mí tras esa semana.
Su voz fue firme, casi como una orden disfrazada de promesa:
—Nicolaok: Duerme. Mañana estarás a mi lado frente a todos.
Y se fue.
La puerta se cerró con un clic seco. Un sonido sencillo, insignificante, pero
que resonó en mi cabeza como un disparo.
Me quedé allí, sobre las sábanas revueltas, aún desnuda, con el cuerpo marcado
por sus manos, su boca, su peso… su poder.
Cada rincón de mi piel era testigo de su dominio, de su presencia, de su deseo.
No quedaba una parte de mí que no le perteneciera.
El sudor se mezclaba con las lágrimas que no había dejado salir.
Lágrimas que se habían quedado atrapadas, ahogadas por el orgullo, por el miedo, por la rabia.
Estaba confundida, rota por dentro, como si cada pedazo de dignidad
se hubiera desprendido de mí durante esa maldita semana.
Pero, extrañamente… como que también me sentía viva.
Más viva que en años.
como si en esa prisión sin barrotes, en ese infierno compartido
algo se hubiera encendido dentro de mí.
Y eso me destrozó.
Me odié por ello.
Me odié por haber sentido placer en medio de su dominio.
Por haberme entregado a sus manos como si aún fueran las de un amante y no las de mi carcelero.
Por haber respondido con gemidos en lugar de gritos.
Por aber buscado su calor cuando mi alma gritaba que corriera.
Me odié por las noches en las que mi cuerpo se rindió incluso cuando mi mente rogaba resistencia.
Me odié por cada vez que cerré los ojos y no fue por miedo… sino por deseo.
Pero lo que más odié
—lo que me quebró por dentro—
fue saber que esa no sería la última vez.
Que él no había terminado conmigo.
Que seguiría siendo su mujer
su prisionera
su posesión...
por más tiempo del que podría soportar.
Que no importaba cuántas veces jurara que no volvería a caer,
él siempre encontraba la forma de arrastrarme de vuelta a sus sombras.
Y el miedo no era a él. Era a mí misma.
A la parte de mí que ya no sabía si odiarlo… o necesitarlo.
A la parte de mí que quizás, en lo más profundo, ya no quería escapar.