Historia original de horror cósmico, suspenso y acción.
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El Hombre Sin Ojos. Pt7.
Marqué el número de Héctor.
Contestó con voz dormida, arrastrando las palabras:
—¿Qué ocurre ahora, hermano? Cuando me llamaste hace unas horas solo balbuceaste estupideces de una niña con pena. ¿Qué pasa? ¿Estás ebrio o ya te ganó la demencia?
Me quedé quieto, helado, con la mirada perdida en la carne molida que tengo frente a mí.
—¿De qué hablas, Héctor? —le dije con la voz temblorosa—. No recuerdo haberte llamado.
Hubo un silencio. Sentí cómo se levantaba de la cama. Su voz cambió. Se volvió la de siempre cuando algo no le cuadra.
—Hermano… a las tres de la mañana me llamaste desde un número desconocido. Solo reconocí tu voz. Me hablaste de una niña, Isabela, y de su perro... Dufus. No entendí nada. Solo me colgaste y no volviste a llamar. Pensé que estabas borracho, divagando con algún caso viejo.
Me congelé aún más. Su voz era sincera. Héctor nunca juega con esas cosas. Mi compañero. Mi hermano de sangre, aunque no por la misma madre o padre.
—Ven de inmediato a mi casa —le dije con la voz rota y el alma quebrada—. Algo me está pasando. Y ahora tengo algo entre manos que no va a gustarle a nadie. Apresúrate… y tráeme cervezas, porque no me quedan.
Le colgué. Me quedé en silencio, mirando la cara del idiota sobre la basura. La lluvia me mojaba, la noche me tragaba. El corredor del callejón se estiraba como si quisiera devorarme con sus sombras. Las sirenas se acercaban más y más a mi posición.
Me levanté como pude. La mente hundida en la oscuridad.
¿Qué mierda me pasó? ¿Cómo carajo terminé llamando a Héctor sin recordarlo? ¿Le hablé de una niña? ¿De un perro?
Mis manos se fueron a mi cabeza mientras apretaba el teléfono con fuerza. La confusión me carcomía.
Entonces una mano me sacó del abismo. Se posó en mi hombro.
Luis.
El gordinflón del turno nocturno. Un asco de persona. Su hedor a corrupción me quema los ojos. Me miró con su cara de imbécil y su boca llena de dona.
—¿Qué te pasa, detective? ¿Te asusta ver a un estúpido en el suelo lleno de sangre? Creí que eras un tipo rudo.
Le lancé una mirada fría. Brutal. La cara del cerdo se cerró. Su sonrisa se borró mientras tragaba su asquerosa dona.
—Mira, cerdo —le dije, clavándole el dedo en ese pecho de marrano que carga—. El día que un vago me quite el sueño será el mismo en que puedas verte la verga por primera vez desde que dejaste los pañales.
Luis miró al suelo. Entendió. Conmigo no se jode si no eres de mi círculo.
—¿Qué ocurrió aquí, detective? —preguntó entre dientes.
—Unos vagos de los 20 Killer lo hicieron pedazos en este callejón. Los escuché mientras regresaba de la tienda.
Luis miró al chico y soltó su veredicto:
—Ese cabrón está acabado. Tendrá suerte si no queda conectado a una máquina por el resto de su vida.
—Sí —le dije—. Pero aun así hay que llevarlo al hospital. Llama al teniente. Dile que esto será algo pesado. Yo iré en un rato a la estación. Que llame a todos los disponibles.
Luis me miró mientras comía el resto de su dona mojada por la lluvia.
—¿Para qué despertar a todos? Solo es un vago en un callejón del jodido distrito sur.
Lo miré con severidad.
—Abre los ojos, cerdo. Mira su cuello. Mira los colores y las marcas en su ropa. Es un jodido teniente de los Cráneo Roto. Machacado a golpes en territorio de la Familia Cooling. ¿Entiendes lo que está por pasar… o necesitas otra dona?
Luis no dijo nada. Se quedó helado, imaginando la lluvia de sangre que se viene.
Los médicos llegaron. Camilla en mano. Las caras de asco al ver otro pandillero entre la basura. Lleno de golpes. Huesos rotos. Solo pude pensar en mis amigos. En cómo terminaron igual. Seguramente los médicos los miraron igual, como si fueran una pérdida de tiempo. Para ellos, es solo otro pedazo de escoria que regresará a las calles.
—Lo dejo en sus manos —les dije—. Yo me largo.
Miré a Luis.
—Asegúrate que el maldito llegue al hospital. No se arriesguen a que se muera. Es un jodido teniente. De los Cráneo Roto. Manténganlo vivo.
Los médicos se encogieron. Entendieron: tienen en sus manos la vida de uno de los más letales de Cuatro Leguas.
Caminé bajo la lluvia hasta mi edificio.
Maik me miró desde recepción.
—Tardaste demasiado —me dijo.
—Tuve que salvar a un niño de dos malditos de los 20 Killer. Lo querían dejar muerto en un callejón —le respondí.
Se quedó en silencio.
—Así que eras tú a quien le dispararon tanto. Me sorprende que llegues caminando como si nada. Y sin un solo agujero. ¿Trajiste lo que te pedí?
Le sonreí.
—No te preocupes por mí, Maik. Soy más duro de lo que creés. Ten. Aquí están tus chocolates y la gaseosa de uva… no dietética, por supuesto.
Maik me sonrió sin decir nada. Solo abrió la botella de dos litros, le dio un trago enorme y rompió uno de los chocolates. Su sonrisa, al masticar, era una especie de tregua. Una paz breve. Ese viejo negro, con músculos, cicatrices, y cara de acero, se veía como un niño feliz con sus dulces.
Subí en silencio. Dejé que disfrutara su momento. Sé que mientras Maik esté en la recepción, ningún monstruo entra a este edificio. Afuera puede arder el infierno… pero adentro, mientras él esté, no.
Subí hasta el piso 13. Mi departamento. Mientras subo, la misma pregunta me carcome:
¿Cómo mierda olvidé tantas horas?
Entré. Sobre la mesa de la cocina…
La libreta y la placa.
La libreta de cuero negro con los bordes quemados. La que no encontraba antes de salir. Me quedé inmóvil. Quieto en medio de la entrada. Saqué la pistola del cinturón. Le quité el seguro. Caminé lento por el pasillo. Corto, estrecho. Revisé cada rincón. Nada fuera de lugar.
Los zapatos llenos de lodo seguían donde siempre. Las cajas con notas del caso Mat Slim… intactas.