Cuando el exitoso y temido CEO Martín Casasola es abandonado en el altar, decide alejarse del bullicio de la ciudad y refugiarse en la antigua hacienda que su abuela le dejó como herencia. Al llegar, se encuentra con una propiedad venida a menos, consumida por el abandono y la falta de cuidados. Sin embargo, no está completamente sola. Dalia Gutiérrez, una joven campesina de carácter firme y corazón leal, ha estado luchando por mantener viva la esencia del lugar, en honor a quien fue su madrina y figura materna.
El primer encuentro entre Martín y Dalia desata una tormenta: él exige autoridad y control; ella, que ha entregado su vida a la tierra, no está dispuesta a ceder fácilmente. Así comienza una guerra silenciosa, pero feroz, donde las diferencias de clase, orgullo y heridas del pasado se entrelazan en un juego de poder, pasión y redención.
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Capitulo 5
La cocina olía a humo y Dalia estaba agachada terminando de limpiar el piso. Las paredes de color mostaza y las ventanas abiertas dejaban entrar la brisa cálida de la tarde. Cuando se levantó, Dalia, se quedó de pie junto a la mesa, todavía respiraba agitada, como si su discusión con Martín no hubiera terminado. Se frotó los brazos, incómoda, mientras sus mejillas aún ardían de enojo.
Martín se había marchado hacía apenas unos minutos, con una media sonrisa que parecía más una burla que una muestra de afecto. Sin embargo, al cruzar el umbral de la puerta, la había borrado sacudiendo la cabeza, como si intentara quitarse de encima, una emoción que no quería sentir.
La señora Elena, una mujer de cabello gris y manos curtidas por años de trabajo, la observaba desde el umbral de la alacena, secándose las manos con un paño blanco.
—Dalia —dijo con voz firme, pero sin dureza—. No deberías hablarle así al patrón.
Dalia apretó los labios y bajó la mirada.
—Él no es mi patrón —respondió apenas, con un hilo de voz.
—Pero lo es —insistió la señora Elena, acercándose y tomando una silla para sentarse junto a ella—. Y aunque no lo fuera, no es manera de tratar a nadie. Lo conoces desde que eras niña.
—Eso no significa que tenga derecho a venir y… y querer imponer su voluntad.
—Nadie quiere imponerte nada, hija —suspiró Elena, colocando una mano sobre la suya—. Yo estuve ahí el día que llegaste, ¿lo recuerdas? Apenas tenías ocho años. Llegaste con la ropa chamuscada, temblando, los ojos grandes de tanto horror que habías visto…
Dalia cerró los ojos. El recuerdo le llegó como un golpe en el pecho. La casa ardiendo, los gritos, la madera cediendo bajo las llamas. Sus padres atrapados en el interior. Luego el silencio. Luego la oscuridad.
—La señora Teresa te acogió como a una hija —continuó Elena—. Nunca te faltó nada, y te lo digo con amor, Dalia. No porque te lo eche en cara, sino porque sé que a veces te olvidas de que esta también es tu casa.
Dalia levantó la vista, los ojos ligeramente húmedos.
–No me olvido, señora Elena. Lo que pasa es que... cuando Martín está cerca, siento que ya no pertenezco aquí. Como si... como si él trajera consigo un cambio que no sé si quiero aceptar.
–Ese muchacho –murmuró Elena con una sonrisa nostálgica–. Lo vi nacer. Tenía unos ojos enormes, siempre atento a todo. Sus papás lo enviaron a estudiar al extranjero, y ahora vuelve hecho un hombre. No es raro que haya cambiado.
–Demasiado –susurró Dalia–. No es el niño que solía compartir los pasteles de manzana conmigo. Ahora parece... otra persona. Frío. Arrogante.
–Quizá solo está escondiendo lo que siente. A veces los hombres creen que deben mostrarse duros para ser respetados. Pero yo los conozco bien, y te aseguro que debajo de esa fachada todavía queda algo del niño que tú recuerdas.
Dalia desvió la mirada hacia la ventana. Afuera, los árboles se mecían con suavidad, y las sombras del atardecer comenzaban a alargarse.
–¿Y si no queda nada de él? ¿Y si me equivoco al seguir sintiendo algo por alguien que ya no existe?
–Entonces deberás descubrirlo tú misma –dijo Elena, con voz dulce–. Pero no lo alejes con reproches. Dale la oportunidad de mostrarte quién es ahora. Puede que te sorprenda.
El silencio se apoderó de la cocina durante unos minutos. Solo se oía el sonido del tintineo de sus dedos y el murmullo lejano de las voces en el jardín.
De pronto, Dalia se levantó, respirando hondo.
–Voy a caminar un poco. Necesito despejar la cabeza.
–Ve, hija. El aire fresco siempre ayuda a ordenar los pensamientos.
Mientras Dalia salía por la puerta trasera, Elena se quedó observándola con una mezcla de preocupación y ternura. Sabía que esa joven guardaba muchas heridas, pero también tenía una fortaleza que la vida misma le había forjado a fuego.
Mientras en la habitación Martin llamó a su mamá, la señora Analía con esa ternura que la caracteriza ante sus hijos lo escuchaba.
—Mamá… —dijo Martín con un suspiro, sentado en el borde de su cama, mirando al vacío mientras el celular temblaba ligeramente en su mano—. No sé, me siento raro. Como si hubiera dicho cosas que no debía.
Analia, al otro lado de la línea, sonrió con ternura. Estaba en la cocina, removiendo lentamente el té que había preparado sin darse cuenta.
—Eso se llama conciencia, hijo —respondió con suavidad—. Y también se llama orgullo, el que a veces nos hace hablar antes de pensar.
Martín guardó silencio.
—¿Sabes? —continuó ella—. Me acordé de algo… ¿Te acuerdas de la niña que siempre te buscaba cuando llegábamos a la hacienda de tu abuela? La que corría detrás del coche cada vez que íbamos.
Martín frunció el ceño, tratando de escarbar en su memoria.
—¿Una niña?
—Sí, Dalia.
Martín parpadeó.
—¿Era ella…?
—Claro que sí. Se escondía detrás de los naranjos esperando que bajaras del auto. Tenía esa sonrisa enorme… y te seguía a todas partes. A veces hasta se quedaba esperando a que volvieras, aunque pasaran horas.
Él tragó saliva.
—No me acordaba.
—Porque entonces eras un niño terco y distraído. Pero ella ya te miraba como ahora. Con ese cariño sincero que no se finge.
El silencio volvió a instalarse por unos segundos.
—Quizá… debería hablar con ella.
—No lo hagas por culpa —le dijo Analia con una dulzura firme—. Hazlo si tu corazón te lo pide. Pero no dejes que el orgullo decida por ti, hijo. El orgullo no te abraza cuando cae la noche.
Martín asintió, aunque su madre no pudiera verlo. La voz de Analia, como siempre, tenía esa forma de deshacer los nudos que ni él sabía que tenía.
Cortó la llamada y salió de la habitación, con la mirada perdida y los recuerdos en su memoria Martín caminaba por el sendero que llevaba a los antiguos establos, donde ahora se almacenaban herramientas y parte de la cosecha. Llevaba las manos en los bolsillos y la mente dando vueltas. La confrontación con Dalia lo había dejado inquieto. No por lo que ella dijo, sino por lo que le hizo sentir.
–Eres un idiota –se dijo en voz baja–. ¿Qué esperabas? ¿Que te recibiera con los brazos abiertos después de años sin verte?
Recordaba sus ojos, esa chispa que siempre lo había desconcertado. De niños, Dalia era su sombra, su amiga inseparable. Jugaban entre los árboles, se escondían en el granero, robaban frutas del huerto. Pero después del incendio, todo cambió.
Él se fue. Ella se quedó.
Y ahora, al regresar, la encontraba convertida en una mujer. Fuerte, decidida, con una mirada que podía atravesar muros.
–¿Qué quieres de ella? –se preguntó a sí mismo.
Pero la respuesta no era clara. Había vuelto con un plan: de olvidar la traición de su prometida y su mejor amigo y aprovechar para tomar el control de las tierras, modernizar los cultivos, hacer prosperar la hacienda. Todo lo demás debía ser secundario. Y sin embargo, Dalia...
Se pasó una mano por el rostro, frustrado. ¿Por qué tenía que ser tan difícil?
Al día siguiente, el sol apenas comenzaba a filtrarse entre los árboles cuando Dalia bajó a los establos. Quería evitarlo. No tenía ganas de más confrontaciones. Llevaba un vestido sencillo y una trenza floja. Caminaba con paso ligero, pero su corazón pesaba.
Para su sorpresa, Martín ya estaba allí, revisando unas herramientas. Al verla, levantó la cabeza y por un momento, sus miradas se cruzaron en silencio.
–Buenos días –dijo él, sin moverse.
–Buenos –respondió ella, seca.
–¿Podemos hablar?
Dalia vaciló. Luego asintió, sin acercarse demasiado.
–Mira, sobre ayer... No fue mi intención hacerte sentir incómoda.
–No me sentí incómoda –interrumpió ella–. Me sentí invadida.
Martín apretó la mandíbula.
–Solo intentaba ayudar. Esta hacienda necesita cambios, y pensé que tú... que tú podrías ayudarme.
–¿Ayudarte? –repitió ella, cruzándose de brazos–. Yo no soy parte de tu plan, Martín. No soy una herramienta más.
–Nunca dije eso.
–Pero lo diste a entender. Siempre has tenido esa forma de hablar, como si todo estuviera bajo tu control.
–No todo –admitió él, bajando la mirada–. Hay cosas que no puedo controlar. Como lo que siento cuando te veo.
Dalia lo miró con desconcierto.
–¿Qué estás diciendo?
–Que me equivoqué al irme sin despedirme. Que he pensado en ti más veces de las que puedo contar. Y que, aunque me cuesta admitirlo, no solo vine a la hacienda por... por olvídalo. También quería verte a ti.
Dalia frunció el ceño. El silencio fue largo. Doloroso.
–Eso no cambia lo que pasó –dijo ella al fin–. Ni lo que siento ahora.
–Lo sé. Pero me gustaría que al menos me dieras la oportunidad de demostrar que ya no soy ese niño que se fue sin mirar atrás.
–Eso tendrás que ganártelo, Martín. Y no será fácil.
–No espero que lo sea. Pero al menos podemos empezar por volver a ser amigos.
Se quedaron así, mirándose, dos almas con cicatrices que aún no sanaban del todo. Afuera, el sol comenzaba a elevarse sobre el campo, y con él, una nueva posibilidad nacía en silencio, entre el pasado y el presente.
quedo al pendiente de tu próxima aventura
Ojalá que no haya sido Martín de pequeño quien haya provocado el incendio y ese sea uno d los secretos y que por eso Martín tenga sus vacíos sin entender !!