Cecil Moreau estaba destinada a una vida de privilegios. Criada en una familia acomodada, con una belleza que giraba cabezas y un carácter tan afilado como su inteligencia, siempre obtuvo lo que quería. Pero la perfección era una máscara que ocultaba un corazón vulnerable y sediento de amor. Su vida dio un vuelco la noche en que descubrió que el hombre al que había entregado su alma, no solo la había traicionado, sino que lo había hecho con la mujer que ella consideraba su amiga.
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CAPITULO 4
Capítulo 4.
El silencio se extendió entre ellos, tenso pero lleno de emociones no expresadas. Finalmente, Adrien suspiró y rompió el silencio.
"Cecil, hay algo que necesito decirte. Quiero que entiendas por qué me importa tanto verte bien. Perdí a mi familia hace dos años. Mi esposa, mis hijos... todos en un accidente. Desde entonces, he estado viviendo como si solo existiera, sin propósito, sin alegría. Hasta que te conocí."
Cecil levantó la vista, sorprendida por la sinceridad en su voz. Las lágrimas comenzaron a llenar los ojos de Adrien mientras continuaba: "No sé qué es lo que cargas contigo, pero veo el peso que llevas. Y si hay algo que pueda hacer para ayudarte, quiero hacerlo. No quiero que te hundas como yo lo hice."
Sin darse cuenta de cómo, Cecil se encontró de pie, cruzando el espacio entre ellos. Se inclinó hacia él y, en un arrebato de emoción, lo abrazó. Ambos comenzaron a llorar, compartiendo un dolor que ninguno había expresado en voz alta hasta ese momento., Entonces, sin pensarlo, Cecil lo besó. Fue un beso breve, impulsivo, pero lleno de una intensidad que la hizo retroceder de inmediato, llevándose una mano a los labios.
"Lo siento," murmuró, con los ojos desorbitados. Antes de que Adrien pudiera responder, salió corriendo de la biblioteca, dejando a Adrien solo y confundido, con el corazón latiendo con fuerza.
Cecil se encerró en su habitación, sus pensamientos atrapados en una espiral de recuerdos y emociones que no se podía detener. Una mezcla de nostalgia y dolor la consumía, llevándola de vuelta a aquellos días en los que su vida había parecido perfecta, antes de que todo se desmoronara como un castillo de naipes. Apoyó la frente contra la ventana fría, observando el cielo gris mientras las memorias cobraban vida en su mente.
“Tenía la vida perfecta hasta que, en el segundo año de mi carrera, lo conocí”, pensó, cerrando los ojos con fuerza.
“Edwards Harper…”. Su nombre flotaba en su mente como un eco doloroso. Él era un estudiante de Medicina, el número uno de su facultad y, sin duda, uno de los hombres más guapos de toda la universidad. Todas las chicas babeaban por él, y yo… yo nunca imaginé que se fuera a fijar en mí.”
Cecil recordó cómo había comenzado todo: un encuentro casual en el campo de la universidad una tarde cualquiera. Tropezó con él sin querer, y, desde ese momento, sus caminos se cruzaron de manera irremediable. Al principio, solo fueron conversaciones inofensivas, pero cada palabra que intercambiaban era como una chispa que encendía algo más profundo. Cecil había sentido una conexión instantánea, una química que la envolvía por completo.
Con el tiempo, se hicieron amigos. Edwards la introdujo en su círculo de amigos, un grupo exclusivo y elitista. Aunque ella pertenecía a una familia adinerada, nunca le gustó ostentar. Su padre le había enseñado a ser humilde, y Cecil siempre había tratado a todos por igual, sin importar su origen o posición social. Pero la universidad era un mundo diferente. Allí, ser hijo de un magnate cambiaba las reglas del juego. Y Edwards y sus amigos no eran la excepción; les encantaba hablar de sus viajes, de sus autos de lujo y de las mansiones que heredaban como si fueran trofeos.
“No pertenecía a ese mundo, pero él me hizo sentir que sí lo hacía”, pensó Cecil, con un suspiro que se quebró en su garganta.
Fue un par de meses después de conocerlo cuando Edwards le confesó sus sentimientos. "No puedo ocultarlo más, estoy enamorado de ti", le dijo con una mirada que ella nunca olvidó. Y así, como en un cuento de hadas, comenzaron una relación que la llenó de alegría. Durante un tiempo, Cecil creyó que había encontrado el amor verdadero.
El primer año juntos fue como un sueño. Cecil estaba tan enamorada que comenzó a hacer planes para su futuro. Visitó a su tía para pedirle permiso para casarse, aunque ni siquiera había hablado con Edwards sobre ello. Estaba lista para todo: vender su hacienda, dejar atrás su vida y seguirlo hasta el fin del mundo. Edwards tenía un sueño: ir a África para ayudar a los niños pobres, y Cecil estaba decidida a apoyarlo en cada paso del camino.
“Daba mi vida por él”, pensó, con un nudo en la garganta. “Y estaba lista para renunciar a todo lo que conocía por seguirlo al otro lado del mundo. Pero ¿qué hice para merecer lo que vino después?”
Las lágrimas comenzaron a caer por sus mejillas, silenciosas pero intensas. La habitación parecía más pequeña, más oscura, como si las paredes se cerraran sobre ella. Recordar esos momentos felices solo hacía que el peso de su traición fuera más insoportable. Edwards había sido su todo, y también había sido el comienzo de su caída.