Víctor, un escritor fracasado, sigue un mapa hacia una ciudad imposible. En su camino, enfrenta espejos rotos, bibliotecas de hueso y circos delirantes, descubriendo que su peor enemigo es él mismo. Un viaje oscuro entre la locura, la creación y el vacío.
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Capítulo XIII: El Juicio Final del Autor
El vacío no era silencio. Era algo más profundo, algo que rozaba la esencia misma del olvido. Un rumor suave pero persistente, el sonido de páginas arrancadas, de versos mutilados, de personajes que susurraban desde los márgenes de la nada, de mundos que se deshacían antes de siquiera nacer. Víctor despertó en un lugar extraño, un espacio que no era ni tiempo ni espacio, sino una distorsión de ambos. Estaba en una sala circular, cuyas paredes eran hechas de manuscritos arrugados, como si el mismo tiempo se hubiera rendido ante la desgarradora necesidad de olvidar. Las letras de esos textos se retorcían y retumbaban, como gusanos expuestos a la luz, mutando, retorciéndose y perdiendo su forma original, mientras la quietud del lugar lo asfixiaba.
En el centro de la sala, como una suerte de juicio macabro, cuatro tronos esperaban. Cada uno de ellos representaba una antítesis, un opuesto de su propio ser, un reflejo de lo que había destruido a lo largo de su vida. El primer trono, de hierro oxidado, simbolizaba la crudeza urbana, la brutalidad de la ciudad que lo había moldeado; el segundo, de cristal fracturado, representaba el lirismo roto, esa fragilidad interna que siempre había intentado ocultar tras su poesía rota; el tercero, de madera carcomida, era la personificación del absurdo burocrático, esa parte de él que, como escritor, nunca pudo escapar de las cadenas de su propia creación y su falta de control; y el cuarto, de hueso pulido, representaba el horror ancestral, la parte más antigua y más oscura de su ser, aquella que siempre se mantenía oculta, la que nunca mostraba.
Sobre esos tronos, cuatro figuras lo observaban sin pestañear, impasibles e implacables, como guardianes de la verdad que él no quería enfrentar.
La primera figura era el Hombre de Hierro, cuya presencia emanaba una crudeza urbana, la de un hombre que había perdido todo en las calles, pero que aún mantenía la garra para seguir adelante. Su rostro estaba curtido, marcado por las cicatrices de su vida, y una botella de licor descansaba en su mano, como un trofeo de su supervivencia. La siguiente figura era la Mujer de Cristal, tan delgada como la fragilidad misma, su cuerpo quebrado por grietas que dejaban escapar versos sangrantes. Ella representaba el lirismo roto, la poesía que había sido utilizada como una máscara para ocultar los miedos más profundos. Luego, el Juez de Madera, con mil ojos tallados en su rostro y manos formadas por expedientes, encarnaba el absurdo burocrático, ese peso muerto de las decisiones que nunca se podían cambiar, que se quedaban archivadas para siempre. Y por último, la Dama de Hueso, vestida con un sudario gris y con el cabello transformado en telarañas, representaba el horror ancestral, esa parte olvidada de la humanidad que, aunque relegada al olvido, nunca dejaba de existir.
"Los cargos son claros", dijo el Juez de Madera con voz retumbante, sus ojos girando como engranajes oxidados. "Corrupción de la realidad mediante tinta. Abandono de personajes. Falsificación de verdades". Sus palabras llenaron la sala, resonando como un eco distante, mientras la Dama de Hueso alzaba un brazo esquelético hacia Víctor.
De su manto caían restos de las criaturas que había creado, seres retorcidos que se movían lentamente como sombras. Ratas parlantes momificadas, marionetas carbonizadas que apenas podían moverse, y espejos con grietas que formaban versos rotos, todos ellos nacidos de las páginas de sus escritos perdidos.
"Destruiste todo lo que tocaste", acusó la Dama de Hueso con una voz que crujía como lápidas rotas. "Tus metáforas parieron monstruos que ahora están atrapados en las grietas de tus recuerdos".
El Hombre de Hierro eructó con desdén. El líquido negro burbujeó en su botella, y su mirada era de puro desprecio.
"Escribiste como quien se ahorca", dijo, su tono lleno de burla. "Pero ni siquiera tuviste las agallas de apretar el nudo. No eres más que un cobarde que juega a ser escritor".
La Mujer de Cristal se levantó con elegancia, desprendiendo astillas de su cuerpo que cayeron al suelo, clavándose como dagas en la tierra. Su voz era un canto triste, lleno de tristeza y resignación.
"Me usaste para esconder tu miedo", cantó. "Convertiste mi belleza en vendas para tus heridas, pero nunca tuviste la valentía de sanarlas".
Víctor intentó hablar, pero las cadenas que llevaba en su tobillo, aquellas que siempre lo habían seguido en su vida, se enroscaron en su garganta. Culpable. Autor. Silencio. Fábrica. Banquete. Relojero. Teatro. Mercado. Laberinto. Ópera. Archivo. Las palabras que lo habían marcado, que lo habían definido, lo asfixiaban ahora, atrapándolo en su propio ser.
El Juez de Madera extendió un documento infinito, una página que parecía no tener fin. En ella, las palabras se entrelazaban, se multiplicaban, formaban un listado interminable de todos los errores de Víctor.
"Defiéndase", dijo el Juez. "O su silencio lo condenará para siempre".
Víctor sintió el peso de la pluma en su mano, como un último vestigio de su alma. Con dolor, arrancó una página de su pecho, donde aún latía un poema escrito con cicatrices:
"Soy el borracho que firmó pactos con sombras, el cobarde que escondió sueños en ataúdes de tinta. Si el arte es pecado, mi condena ya está escrita. Pero juro que esta pluma, aunque maldita, nunca volverá a mentir."
El Jurado debatió en silencio, sus miradas fijas en el hombre que, en su desesperación, intentaba redimir lo irredimible.
El Hombre de Hierro, en su ruda indiferencia, votó por su libertad, diciendo: "El infierno ya está en él. ¿Qué más puede hacerle?"
La Dama de Hueso, sin titubear, exigió su ejecución: "Que sus versos lo devoren, que su creación lo consuma".
La Mujer de Cristal, con una mirada de tristeza infinita, pidió algo aún más cruel: "Que sufra su obra en bucle, que no haya descanso ni olvido para él".
El Juez de Madera alzó sus manos-legajo. Los expedientes se abrieron ante él, revelando cada error, cada página quemada, cada personaje abandonado a su suerte, cada noche perdida en bares sin nombre. Era el retrato completo de su vida, una cadena de decisiones que nunca podrían deshacerse.
"Condenado a repetir", dijo el Juez de Madera, y las palabras resonaron como un fallo definitivo.
La sala comenzó a desintegrarse. Los manuscritos en las paredes se transformaron en aves de papel, que picotearon la carne de Víctor, arrancándole fragmentos de memoria. La Dama de Hueso se desvaneció en polvo, el Hombre de Hierro se fundió en charcos de óxido, y la Mujer de Cristal estalló en un millón de estrellas fugaces, dejando atrás solo el vacío.
Antes de que todo se desvaneciera, cuando la oscuridad ya comenzaba a devorarlo todo, Lilith apareció en el umbral. En sus manos, sostenía un hacha hecha de relojes rotos, que brillaba con la luz de una eternidad rota.
"¿Ves ahora?", susurró con una sonrisa amarga. "El Autor siempre pierde".
Y con esas palabras, el jardín comenzó a nacer. Un jardín de palabras, de cicatrices y versos olvidados, listo para renacer de sus propias cenizas.