Salomé Lizárraga es una joven adinerada comprometida a casarse con un hombre elegido por su padre, con el fin de mantener su alto nivel de vida. Sin embargo, durante un pequeño viaje a una isla en Venezuela, conoce al que se convertirá en el gran amor de su vida. Lo que comienza como un romance de una noche resulta en un embarazo inesperado.
El verdadero desafío no solo radica en enfrentarse a su prometido, con quien jamás ha tenido intimidad, sino en descubrir que el hombre con quien compartió esa apasionada noche es, sin saberlo, el esposo de su hermana. Salomé se encuentra atrapada en un torbellino de emociones y decisiones que cambiarán su vida para siempre.
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El juego del destino
Después de unos segundos que para mí fueron eternos, tomé la decisión de desenmascarar a ese hombre de mirada intensa que me había enamorado. Podía soportar que me engañara a mí, pero no iba a permitir que se burlara de mi hermana.
—Ernestina, tengo que decirte algo muy importante —dije con firmeza, clavando la mirada en los ojos azules de Alberto. Pero él, al ver mis intenciones, interrumpió antes de que pudiera decir algo más:
—Mucho gusto, Salomé, encantado de conocerte —dijo Alberto, extendiendo su mano con una mirada que me gritaba que no dijera nada y le siguiera el juego.
En ese momento, me sentí perdida, sin saber qué hacer. Observaba a mi alrededor y todas las miradas estaban puestas en mí, esperando que correspondiera el saludo de Alberto. La expresión de alegría en el rostro de mi hermana era lo que más me dolía, así que lo pensé mejor y decidí llevarle la corriente a Alberto, al menos por ese momento.
—Mucho gusto, señor Alberto, soy Salomé Lizárraga, la hermana de Ernestina —dije en un tono cortante, asegurándome de que le quedara muy claro quien era yo y la barbaridad que había provocado.
—¿Pero cómo que "señor"? Por favor, hermana, Alberto es tu cuñado, ya es parte de la familia y debes tratarlo como un hermano más —dijo Ernestina, con la ingenuidad que la caracterizaba. Aquellas palabras me partieron el corazón; sentía que cada minuto que pasaba, mi dolor se agudizaba.
—¿Y a mí no me vas a presentar, Ernestina? —interrumpió Diego, el diente que le faltaba al peine.
—Por supuesto que sí, Diego. ¿Cómo no te voy a presentar si dentro de poco vas a formar parte de la familia? —respondió Ernestina, enlazando su brazo en el de Alberto, que aún mostraba una expresión de impacto, sin saber quién era Diego.
—Alberto, él es Diego, el futuro esposo de Salomé, porque dentro de poquito se van a casar. Han sido novios desde mucho antes de que yo me fuera de casa.
La cara de Alberto era un verdadero poema; inmediatamente me miró con una expresión que claramente me reprochaba no haberle dicho que estaba comprometida.
—Es un placer conocerte Diego; y lo felicito porque se va a casar con una hermosa mujer —dijo Alberto, estrechando su mano. Diego, completamente ajeno a su sarcasmo, correspondió al saludo con orgullo.
—Muchas gracias, Alberto. Así es, Salomé es lo mejor que me ha pasado en la vida —dijo Diego, mientras me abrazaba por la cintura y me daba un beso en la mejilla.
Sentía que ya no podía aguantar tanta presión; era realmente insostenible lo que estaba viviendo. Lo que creí que sería la mejor noche de mi vida con aquel hombre seductor se convirtió en segundos en la peor de las pesadillas.
—Con permiso, pero necesito ir al baño —dije, buscando una excusa para abandonar la sala.
—¿Te sientes mal, cariño? —preguntó Diego, al ver mi expresión.
—No, no pasa nada, solo necesito un poco de aire. Con permiso, ya regreso.
Salí a toda prisa antes de que Diego insistiera en acompañarme. Mis padres, que se encontraban cerca atendiendo a los invitados, se acercaron a Diego y se lo llevaron para presentarlo con unos amigos, mientras Ernestina se quedó a solas con Alberto.
—¿Y qué te pareció mi hermana? ¿Verdad que es muy linda? —le preguntó Ernestina, acariciando su cabello con ternura.
—Sí, es muy linda —respondió Alberto con frialdad.
—¿Pero qué te pasa, cariño? Te siento muy tenso.
—Es que estoy cansado del viaje; el congreso estuvo muy intenso. ¿Por qué no me traes algo de beber?
—Tienes razón, mi amor; qué descuidada soy. Debes estar también hambriento. Voy a ordenar que te traigan algunos bocadillos. Ya regreso.
—Muy bien, mientras, dime por dónde queda el baño —le dijo Alberto, intentando buscarme mientras Ernestina iba por los tragos y algo de comer.
—Claro, yo te acompaño. Esta casa es inmensa y te puedes perder.
—¡No! Déjame que vaya solo; mejor ve por una copa y por los bocadillos. Es que me muero de hambre.
—Jaja, está bien, mi amor. Ve por ese pasillo y luego cruzas a la derecha; es la puerta que está al fondo. Nos encontramos aquí, ¿vale?
—Sí, sí, claro —dijo, caminando a toda prisa para alcanzarme. Estaba ansioso por hablar conmigo y tratar de aclarar todo este conflicto en el que el destino nos había puesto a ambos.
Ernestina se había ido a buscar los tragos como se lo había pedido Alberto, mientras él aprovechó el momento para encontrarme. Estaba desesperado, quería darme una explicación que sinceramente no estaba dispuesta a escuchar. Estaba muy decepcionada y, además, sentía pena por mi hermana.
Pero, para su suerte, yo estaba a punto de entrar al baño cuando nos cruzamos en medio del pasillo. Nos miramos fijamente a los ojos; yo estaba a punto de llorar de la impotencia y el dolor que sentía, no solo por mí, sino por mi hermana, que estaba inocente de tener a un traidor como esposo.
—Salomé, tenemos que hablar.
—¿Hablar? ¿Y tú crees que haya algo que hablar? Aquí todo está muy claro: eres un traidor, un canalla mentiroso. —Inmediatamente le solté una cachetada que me dejó ardiendo la palma de la mano.
—Por favor, Salomé, esto no es necesario —dijo, tocándose la mejilla que le había quedado roja.
—No creas que porque fingí no conocerte me voy a quedar callada. Esto lo va a saber mi hermana y te voy a desenmascarar delante de todos.
—No hagas eso, Salomé. Las cosas no son como te imaginas. Yo no quiero hacerle daño a Ernestina. Además, tú también ocultaste tu compromiso con ese hombre.
—Eso es muy diferente. Yo aún no me he casado y el punto es que tú eres un hombre casado, pero lo más grave de todo esto es que tu esposa es mi hermana.
—Te juro que no sabía que tú y Ernestina eran hermanas. Ella casi nunca hablaba de su familia. Después de que tus padres se opusieron a nuestro matrimonio, ella quiso desligarse de todo.
—¿Pero acaso hacía falta que lo supieras? El punto es que le fuiste infiel y desgraciadamente fue conmigo. Esto tengo que decírselo inmediatamente; no puedo quedarme callada ante una canallada como esta.
—¡No, por favor! No puedes hacerlo.
—¿Y quién me lo va a impedir? ¿Tú?
—Tu hermana tiene una grave enfermedad.
De pronto, escuchar aquellas palabras me hizo sentir un escalofrío por todo el cuerpo. No sabía hasta qué punto era cierto; sin embargo, me paralicé.
—¿Qué estás diciendo? ¿Hasta dónde llega tu capacidad de mentir? ¡No te creo!
—Por favor, Salomé. Lo que te estoy diciendo es verdad, pero este no es el momento para explicártelo. Te pido que, por favor, me permitas que hablemos en otro lugar. Si quieres, puede ser mañana mismo. Y si después de escucharme mantienes la idea de contarle todo a Ernestina, está bien, yo seré quien se lo diga.
Justo en ese momento, apareció Ernestina, quien llevaba rato buscando a Alberto. Al ver que se encontraba hablando conmigo, sonrió y dijo:
—Cariño, pero por fin te encuentro. Toma, aquí está tu copa y unos bocadillos. ¡Qué bueno que los veo conversando! Salomé, me tenías preocupada.
Fue inevitable la tensión que había entre ambos; creía que mi expresión y mi nerviosismo me delatarían y que en cualquier momento Ernestina descubriría todo. Esa valentía que sentía hace unos minutos, cuando amenazaba a Alberto con contarle toda la verdad a mi hermana, se desvaneció inmediatamente al tenerla enfrente, llena de felicidad e ingenua con respecto a lo que estaba pasando. No tenía el valor de destruirle la vida, como sentía que estaba destruida la mía.
—Salomé, te estoy hablando, pareciera que estás en otro mundo.
—Disculpa, es que de pronto sentí una fuerte migraña y la verdad es que prefiero ir a descansar a mi habitación.
—No, hermana. ¿Cómo le vas a hacer eso a tu prometido? Diego te está buscando, así que es mejor que salgas o te aseguro que papá te va a traer arrastras hasta la fiesta.
No podía irme; Diego era la última persona que quería ver en ese momento. Y, por si fuera poco, Alberto, sintiéndose celoso, añadió en un tono sarcástico:
—Ernestina tiene razón; no debes hacer esperar a tu prometido. Se ve que está muy enamorado de ti, querida cuñada.
Fue un momento bastante incómodo en el que clavé una mirada fulminante a Alberto, con ganas de matarlo con mis propias manos. No me quedó más remedio que regresar a la fiesta para atender a Diego; él no se merecía lo que le había hecho. Me sentía peor que un zapato.
Tenía sentimientos encontrados; no sabía si lo de la enfermedad de Ernestina era verdad o si solo lo había dicho para ganar tiempo.
Cuando entré a la sala, inmediatamente se acercó mi padre, quien me tomó del brazo mientras decía:
—Hija, por fin apareces. Mira que esta fiesta es por tu cumpleaños y también para celebrar el regreso de tu hermana. Pero Diego también quiere darte una sorpresa.
—Bueno, familia, aprovechando esta celebración tan especial para la mujer que más amo en el mundo, quiero decirles que la fecha de la boda es en un mes.
Sentí que estaba a punto de caer tendida de largo a largo; lo último que esperaba era recibir una noticia como esa. Mis padres gritaron de felicidad, ya que eso era lo que ambos querían para sus intereses económicos. Diego inyectaba una fuerte cantidad de millones al bufete de papá, además de otros negocios que tenían en común, lo que implicaba que, al casarme con él, las ganancias se multiplicarían y, por supuesto, el ingreso económico para la familia sería mucho más grande.
La cara de asombro de Alberto, que entraba en ese momento con Ernestina, era igual o peor que la mía.
Ernestina salió corriendo a abrazarme, mientras yo intentaba mantener una sonrisa forzada.
—Felicidades, Salomé, me alegro tanto por ti. Alberto, cariño, ven y dale un abrazo a mi hermana, por fin se nos casa. ¡Qué felicidad! —exclamaba contenta, mientras Alberto se acercó a mí, me abrazó con fuerza y aprovechó el momento para susurrarme al oído:
—Mañana nos vemos; lo que siento por ti es real.
Aquellas palabras me estremecieron; era una sensación que no podía explicar. Por un lado, sentía que lo odiaba con todas mis fuerzas y, por otro, quería salir huyendo con él, sin importarme nada ni nadie.
(…)