Pia es vendida por sus padres al clan enemigo para salvar sus vidas. Podrá ser felíz en su nuevo hogar?
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capítulo 15
La casa de campo de Leonardo De Santi estaba envuelta en un silencio pesado, ese que solo antecede a momentos importantes. Afuera, el cielo gris amenazaba con lluvia, como si incluso el clima supiera que algo diferente iba a ocurrir dentro de esos muros. Leonardo se encontraba en su despacho, de pie frente al ventanal, con una copa de vino tinto entre los dedos. Francesco, siempre leal, lo observaba en silencio desde el sofá.
—¿Estás seguro de esto? —preguntó Francesco, rompiendo finalmente el silencio—. No creo que sea buena idea traerla acá.
Leonardo se giró, los ojos celestes más apagados que de costumbre.
—Quiero hacer algo por Pia. Aunque sea una mínima cosa. Y su madre… —hizo una pausa—. Tal vez le haga bien verla. Está sola.
Francesco asintió sin discutir más. Sabía que, aunque Leonardo era un hombre duro, no tomaba decisiones a la ligera, y que en el fondo, había algo que comenzaba a removerle el pecho cada vez que se trataba de esa joven pelirroja.
Horas más tarde, el auto negro de la familia Moretti ingresó lentamente por la reja principal. Luciana, la madre de Pia, descendió con cierta rigidez. No estaba cómoda. El ambiente la tensaba. Llevaba un abrigo marrón claro, su cabello castaño recogido con prolijidad, y los ojos verdes —idénticos a los de su hija— se paseaban con nerviosismo por el jardín.
Fue Francesco quien la recibió en la entrada principal.
—Señora Moretti —saludó con formalidad—. Gracias por venir.
Luciana solo asintió, sin mirar directamente a los ojos al primo de Leonardo. Sabía perfectamente que aquel gesto no era una invitación amistosa. Estaba allí porque la habían mandado a llamar.
La llevaron al salón principal, donde Leonardo la esperaba. Al verla entrar, él no se levantó, solo la miró con el mismo rostro impasible que usaba para tratar con enemigos o traidores.
—Luciana —saludó con voz firme.
—Leonardo —respondió ella, con un deje de desafío.
Un largo silencio se instaló entre los dos, roto apenas por el leve crujir del cuero del sillón bajo el peso del cuerpo de Leonardo.
—La hice traer porque tu hija está sola —comenzó él—. Y pensé que, tal vez, tu presencia le haría bien.
Luciana entrecerró los ojos, sorprendida.
—¿Ahora te importa su bienestar? —disparó, sin filtro.
Leonardo no se inmutó.
—Más de lo que ustedes dos han demostrado que les importa —dijo él, dejando caer la frase como una piedra.
Luciana tensó la mandíbula. Leonardo se levantó entonces, caminando lentamente hacia ella, con sus manos cruzadas a la espalda.
—No estás acá como madre. Estás acá porque te lo pedí. Y antes de que subas a verla —dijo, con el tono helado de quien emite una sentencia—, quiero dejar algo muy claro.
Se detuvo a solo un paso de ella.
—Si abrís la boca para hacerla sentir culpable, si intentás manipularla, si le decís cualquier cosa que la lastime… juro por lo que más quiero que te vas de esta casa sin despedirte de ella. Y no volvés nunca más.
Luciana palideció. No esperaba ese tono. Tampoco esperaba que él supiera tanto.
—¿Estás insinuando que yo…?
—No insinúo. Sé perfectamente que tanto vos como Enzo estaban de acuerdo con lo que se planeó con Pia —interrumpió Leonardo—. Aunque no fue sobre esta entrega por la paz. Fue otra cosa y lo sabes perfectamente.
Luciana bajó la mirada. No podía negarlo. Aquel secreto, que se mantenía cuidadosamente enterrado, había dejado más cicatrices en Pia de las que ella misma podía entender.
—Ella no sabe la verdad completa —dijo Leonardo, casi con pesar—. Y no quiero que la sepa ahora. No cuando está comenzando a… —se interrumpió.
Luciana alzó la mirada.
—¿Comenzando a qué, Leonardo?
Leonardo apretó los dientes. No respondió. Volvió a su escritorio.
—Podés quedarte unos días. Francesco te va a indicar la habitación. Pero recordá lo que te dije.
—¿Puedo verla ahora?
—Sí. Está en su habitación. Elena te va a llevar.
Luciana asintió en silencio y salió del salón. Apenas cruzó el pasillo y subió las escaleras, sintió un nudo en el estómago. No veía a su hija desde que la habían corrido aquel día y aunque por fuera intentaba mostrarse fuerte, por dentro temblaba,y no precisamente por Pia.
Cuando tocó la puerta de la habitación, no hubo respuesta.
—¿Pia? —dijo en voz baja.
Del otro lado, se oyó un leve movimiento. Luego, la puerta se abrió apenas. Pia, con un suéter holgado y el cabello suelto, la observó sin hablar. Sus ojos verdes se abrieron sorprendidos al verla.
—¿Mamá?
—Hola, mi amor —dijo Luciana, con una sonrisa temblorosa.
Pia no respondió. Solo abrió un poco más la puerta, y Luciana entró con cuidado, como si pisara un campo minado.
—No sabía si ibas a querer verme —intentó ella, pero la tensión era palpable.
—¿Y qué pensás que voy a querer después de lo que me hicieron? Desde ese día no he vuelto a saber de ustedes—dijo Pia, con la voz cargada de reproche.
Luciana se sentó en el borde de la cama, evitando sus ojos.
—No vengo a justificar nada. Solo… vine a verte. A saber si estás bien.
—¿Ahora te importa? —Pia cruzó los brazos.
—Siempre me importaste, Pia. Aunque no lo creas.
—No te creo.
Un largo silencio se instaló. Luciana sintió que su hija era otra. Más dura. Más entera.
—¿Leonardo te obligó a venir? —preguntó Pia de pronto.
Luciana la miró sorprendida.
—No. Pero me dejó claro que si te lastimo… me echa de acá.
Pia frunció el ceño.
—¿Leonardo dijo eso?
Luciana asintió lentamente.
Por un instante, Pia quedó en silencio. Había algo en ese dato que la descolocaba. Algo que no esperaba escuchar.
—Estoy cansada —dijo entonces—. No quiero hablar.
—Está bien —dijo Luciana, levantándose—. Me quedaré en una habitación. Si algún día querés hablar… estaré ahí.
Pia no respondió. Solo se recostó de lado, dándole la espalda. Luciana salió de la habitación sin mirar atrás.
Esa noche, Leonardo volvió a asomarse por el pasillo que conducía al cuarto de Pia. No se atrevió a entrar. Desde la rendija, vio que ella dormía, abrazada a una almohada, mientras Luciana la observaba desde una silla.
Suspiró.
Francesco apareció detrás suyo, en silencio.
—¿Creés que fue una buena idea?
—No lo sé —respondió Leonardo—. Solo sé que… me duele verla así.
Francesco le palmeó el hombro.
—Estás cambiando, primo.
—Tal vez sí —murmuró Leonardo—. Pero no sé si ella me lo va a perdonar algún día.
Autora te felicito eres una persona elocuente en tus escritos cada frase bien formulada y sutil al narrar estos capitulos