Nadie recuerda cuándo se fundó Velmont.
Nadie recuerda por qué cerraron el hospital.
Y nadie parece recordar a Elías Medina... ni siquiera él mismo.
Lo único más espeso que la niebla que cubre este pueblo es el silencio que lo envuelve.
Pero algo aún respira entre esas paredes abandonadas. Algo que espera.
Elías llegó buscando cumplir con su servicio médico.
Lo que encontró fue un lugar sin salida.
Y cuanto más intenta entenderlo… más se olvida de quién era.
Porque hay lugares que no se dejan atrás.
Y hay llamados que nunca deberían responderse.
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El corazón del hospital
Elías no podía dejar de mirar el lugar donde Lucía se había desvanecido. Su imagen aún vibraba en el aire como una luz residual, como una verdad que se resiste a desaparecer. Soledad permanecía en silencio, con los puños apretados y la mirada clavada en el suelo. Algo dentro de ella había cambiado, y aunque no lo decía, Elías lo sabía. Había empezado a recordar. Y recordar era peligroso.
—¿Estás bien? —preguntó él al fin.
—No —respondió Soledad—. Pero eso no importa ahora. Ya no podemos volver atrás.
El pasillo se había cerrado tras ellos. No quedaban puertas. Solo un largo corredor que descendía en espiral. Las paredes volvieron a ser de concreto, pero el concreto estaba agrietado, sangrante, como si ocultara un sistema circulatorio subterráneo. Cada paso que daban parecía alejarles más de la realidad.
—¿A dónde lleva esto? —Elías hablaba más consigo mismo que con ella.
—Al corazón —dijo Soledad—. Al corazón del hospital.
Él la miró, desconcertado.
—¿Cómo lo sabes?
Ella no respondió. Pero en sus ojos había algo nuevo. Una certeza. Un recuerdo que aún no era del todo claro, pero que comenzaba a tomar forma.
El descenso continuó por lo que parecieron horas. Sin relojes, sin ventanas, sin referencias. Solo el sonido de sus pasos y esa respiración sorda que parecía salir de las paredes. Finalmente, llegaron a una gran compuerta. De acero. Fría al tacto. Con un símbolo grabado en el centro: un círculo con un punto en el medio, como un ojo. O un corazón.
—¿Lo abrimos juntos? —preguntó Elías.
Soledad asintió.
Presionaron al mismo tiempo. La compuerta se abrió lentamente, con un quejido metálico que retumbó como un grito en el silencio. Lo que había al otro lado no era lo que esperaban.
Una sala circular.
Gigantesca.
Cubierta de monitores, cables, y pantallas que parpadeaban con imágenes sin sentido: rostros deformados, radiografías que latían, manuscritos escritos al revés. En el centro, una estructura inmensa: una especie de útero de metal suspendido por cadenas, latiendo. Era como si el hospital hubiera sido construido alrededor de eso.
—¿Qué demonios…?
Una voz resonó por toda la sala. Fría. Mecánica. Familiar.
—Bienvenidos al núcleo de Velmont.
Ambos miraron alrededor, buscando el origen.
Y entonces lo vieron.
En una de las pantallas apareció un rostro.
Doctor Morgan.
Pero no como lo recordaban.
Sus ojos eran negros por completo. Su piel parecía desgastada, casi traslúcida. Sonreía.
—No deberían haber llegado tan lejos. Pero debo admitirlo: estoy impresionado.
Elías se adelantó.
—¿Qué es este lugar?
—La mente del hospital. Donde todo comenzó. Donde todo fue alterado. Donde Lucía dejó de ser una paciente… y se convirtió en el catalizador.
Soledad sintió un escalofrío.
—¿Catalizador de qué?
Morgan inclinó la cabeza.
—De la ruptura.
Las pantallas comenzaron a cambiar. Una tras otra mostraban escenas del pasado. Cirugías con niños. Pruebas con pacientes psiquiátricos. Monitores cerebrales conectados a máquinas imposibles.
—Velmont fue un experimento. Pero no médico. Psicológico. Un intento de crear un puente entre las mentes humanas. Entre los traumas, los recuerdos, los sueños. Queríamos… unirlos. Pero alguien tenía que ser el ancla. Una mente pura. Una memoria potente. Una conexión emocional que lo sostuviera todo.
Elías entendió antes de que lo dijeran.
—Lucía.
—Exacto.
—¿Y por eso la mataron?
Morgan sonrió.
—¿Quién dijo que está muerta?
Soledad dio un paso atrás.
—¿Qué estás diciendo?
—Lucía es el hospital. Su conciencia se fracturó. Sus recuerdos se mezclaron con los de otros pacientes. Con los tuyos. Con los de Elías. Con los de todos los que pasaron por aquí. Cada alucinación, cada visión, cada pesadilla… es ella. O partes de ella. Por eso recuerda cosas que ustedes olvidaron. Por eso duele. Porque sus heridas son las de ustedes también.
La sala tembló.
El útero metálico se agitó.
Del techo comenzaron a caer gotas negras.
Soledad cayó de rodillas.
—Yo estuve aquí —susurró—. No fue solo una internación. Yo estuve en el núcleo. Me conectaron a eso.
Elías corrió a ayudarla.
—¡No lo recuerdes! ¡No lo hagas!
Pero ya era tarde.
Los recuerdos la atravesaban como relámpagos.
Niña.
Amarrada a una camilla.
Electrodos en su cabeza.
Lucía a su lado, también conectada.
Las voces de los doctores.
—“Si conectamos los recuerdos, quizás podamos aislar el dolor.”
—“¿Y si se mezclan?”
—“Entonces habremos creado un nuevo tipo de mente.”
Soledad gritó.
Un grito que no fue solo suyo.
Sino de todas las niñas que pasaron por esa sala.
Elías, desesperado, gritó hacia las pantallas.
—¡Detén esto! ¡Detenlo ahora!
Morgan los observaba con calma.
—No puedo. Ella despertó. Y lo recuerda todo. Si quieren salir, deben llegar al final.
—¿Qué es el final?
—El momento en que acepten lo que son. Y lo que perdieron.
El sonido de cristales rompiéndose llenó la sala.
El útero se abría.
De dentro, una figura descendía.
Una niña.
Pero no era Lucía.
Era una mezcla.
Entre Soledad y Lucía.
Una versión imposible.
Tenía el rostro de ambas, fusionado.
Los ojos de Elías.
Y una sonrisa tan triste que dolía.
—¿Quién… eres? —preguntó Soledad, aún de rodillas.
La niña habló.
—Soy el recuerdo que rechazaron. Soy el amor que no protegieron. Soy lo que fueron. Y lo que nunca pudieron ser.
Avanzó hacia ellos.
Cada paso que daba hacía que la sala temblara.
Las pantallas comenzaban a explotar.
Los cables a vibrar.
Morgan desapareció.
Y la voz de Lucía volvió a sonar.
—La última puerta está aquí. Dentro de ustedes.
Soledad se levantó con esfuerzo.
Elías la ayudó.
La niña se detuvo frente a ellos.
—Pueden irse. Pero deben entregarme algo a cambio.
—¿Qué?
—Sus heridas. Sus recuerdos. Su verdad.
—¿Y si no queremos?
—Entonces se quedarán aquí. Para siempre. Como todos los demás.
El silencio fue absoluto.
Soledad miró a Elías.
Y él la miró a ella.
Sabían que no tenían elección.
Soledad respiró hondo.
—Está bien. Llévatelo.
Elías asintió.
—También yo.
La niña sonrió.
Y los tocó.
Uno a cada uno.
Y cuando lo hizo, el mundo se fragmentó.
Recuerdos explotando.
Memorias reviviendo.
Gritos de dolor, risas lejanas, fragmentos de sueños olvidados.
Hasta que todo se volvió negro.