Cuando Légolas, un alma humilde del siglo XVII, muere tras ser brutalmente torturado, jamás imaginó despertar en el cuerpo de Rubí, un modelo famoso, rico, caprichoso… y recién suicidado. Con recuerdos fragmentados y un mundo moderno que le resulta ajeno, Légolas lucha por entender su nueva vida, marcada por escándalos, lujos y un pasado que no le pertenece.
Pero todo cambia cuando conoce a Leo Yueshen Sang, un letal y enigmático mafioso chino de cabello dorado y ojos verdes que lo observa como si pudiera ver más allá de su nueva piel. Herido tras un enfrentamiento, Leo se siente peligrosamente atraído por la belleza frágil y la dulzura que esconde Rubí bajo su máscara.
Entre balas, secretos, pasados rotos y deseo contenido, una historia de redención, amor prohibido y segundas oportunidades comienza a florecer. Porque a veces, para brillar
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Las Vegas.
Rubí despertó entre sábanas de lino, con un brazo fuerte rodeando su cintura y un olor a café recién hecho flotando en el aire.
—Buenos días, conejo salvaje —susurra Leo, con la voz aún ronca del sueño.
Rubí sonrió sin abrir los ojos, solo estirándose como un gato perezoso.
—¿Me estás llamando conejo por el traje o por lo adorablemente sexual que soy?
—Ambas. Te traje café. Y estaba pensando... ya que se acercan tus vacaciones ¿qué tal si nos vamos a las Vegas?
—¿Ese lugar que sale en las películas?
—Ese mismo.
—¡Me encantaría conocerlo!
Y así en menos de 15 días armaron su viaje y se fueron.
Rubí se rió bajo, sintiendo ese calor familiar en el pecho que ya no podía negar. Leo lo tenía… de una forma peligrosa.
Ya en las Vegas, espués de un desayuno servido en la terraza con vista a la ciudad, Rubí se arregló con su clásica mezcla de alta costura y actitud imbatible: camisa transparente, pantalones de cuero blanco y lentes de sol con forma de mariposa.
Leo, en cambio, llevaba solo una camiseta negra y jeans. Y aún así lograba verse como si saliera de un comercial de relojes caros.
—¡Esto es increíble! Gracias por traerme.
Caminaron por el hotel como realeza incognita. Fueron al spa, donde Rubí recibió un masaje con aceites perfumados mientras Leo le sostenía la mano, leyendo en voz alta un artículo ridículo sobre signos zodiacales y vida amorosa. Después, pasaron por la piscina infinita, donde Rubí posó con un cóctel azul eléctrico como si fuera portada de revista.
Pero la magia real no llegó hasta la noche.
Después de cenar sushi en un restaurante suspendido con vista a todo el Strip, Leo tomó la mano de Rubí sin decir nada, y lo llevó por un pasillo privado del hotel.
—¿A dónde vamos? —preguntó Rubí, con una ceja arqueada.
—Confía en mí.
Entraron a una habitación sin número, decorada como un palacio árabe, con cojines de terciopelo, luces suaves y pétalos de rosa. En el centro, una cama gigante redonda los esperaba, rodeada de espejos tenues, velas y una bandeja con frutas exóticas y una botella de champán frío.
Rubí se detuvo. Su expresión cambió.
—Es como una escena de esas novelas... o de Pinterest. —Se giró lentamente hacia Leo, los ojos brillándole con un asombro sincero—. Yo solo he visto cosas así en libros, en internet. Nunca en la vida real.
Leo se acercó por detrás y le acarició los brazos con suavidad.
—Pues esta vez no lo estás leyendo. Lo estás viviendo. Conmigo. Hasta siento que podríamos casarnos aquí.
Rubí se giró, mordiéndose el labio con una sonrisa vulnerable, casi temblorosa.
—Leo…
—Shhh —susurró él, acariciándole la mejilla—. Esta noche no hay etiquetas. No hay público. Solo tú y yo. Solo me dejé llevar...no actuaré posesivo ni desesperado.
Lo besó despacio, como si tuviera todo el tiempo del mundo. Como si lo hubiera esperado años. Y tal vez sí. Tal vez Rubí lo había esperado en cada historia romántica que leyó a escondidas, en cada video de propuesta en redes, en cada suspiro viendo películas con final feliz mientras aprendía cómo sobrevivir a ese nuevo mundo.
Leo lo llevó a la cama con cuidado. Acariciaba su piel como si le hablara con las manos. Besaba con fuego, pero con ternura. No había prisa. No había presión. Solo esa calma intensa de saberse deseado, pero también cuidado.
En un momento, Rubí se apoyó sobre un codo, mirándolo con los ojos vidriosos.
—¿Sabes lo que esto significa para mí? Que alguien… que tú... hayas preparado algo así, solo para mí. No me siento como una aventura. Me siento como un capítulo importante.
Leo le acarició el pelo, como si también estuviera aguantando algo más profundo.
—Eres mi historia favorita, Rubí. Y aún no hemos llegado ni al clímax.
Rubí rió entre lágrimas, y luego lo besó de nuevo, esta vez con todo. Con todo lo que sentía y lo que no sabía cómo decir.
Esa noche, entre caricias, susurros y luces suaves, Rubí entendió que había una diferencia entre leer sobre el amor… y vivirlo con alguien que hacía que todo lo demás desapareciera.
Y por primera vez en mucho tiempo, no se sintió como una fantasía o un fantasma. Se sintió real. Y perfecto.
Las Vegas de noche era una criatura viva: luces parpadeantes, música en cada rincón, cócteles imposibles y el murmullo constante de la suerte girando en las ruletas.
Rubí y Leo llevaban tres días sumidos en una burbuja de lujo. Y ese tiempo les había dado libre a sus empleados. John se fue a ver a sus hermanas, y las demás a sus casas.
Los dos tortolitos, se hacen paseos en limusina, cenas en restaurantes donde hasta la sal tenía apellido francés, y tragos tan caros que Rubí juraba que venían con certificado de nacimiento y bautizo.
Pero esa última noche… ah, esa noche fue otra historia.
Rubí, vestido con un conjunto plateado de lentejuelas que dejaba poco a la imaginación y mucho a la envidia, estaba en su quinta copa de algo burbujeante y carísimo cuando un grupo de inversionistas reconoció su rostro.
—¡Hey, eres el modelo de la campaña de ropa interior! ¡El que salió con ese look de gladiador sensual!
Rubí, como buen profesional, sonrió con elegancia y posó para las fotos, aunque ya sentía el vértigo del alcohol pegándole justo en la autoestima. Había ligado muchos tragos solo por curiosidad.
Leo, desde el otro extremo de la barra, los observaba. Al principio con esa sonrisa divertida. Luego, con cejas fruncidas. Después, cruzado de brazos. Y, finalmente, marchando hacia ellos como un general ofendido.
—¿Todo bien aquí? —pregunta Leo, con voz calmada, pero sus ojos decían “voy a golpear a alguien con una silla de blackjack”.
Uno de los inversionistas, claramente pasado de copas, le guiñó a Rubí.
—¿Es tu guardaespaldas o tu juguete nuevo?
Y ahí fue cuando todo se fue al demonio con fuegos artificiales incluidos.
Leo explotó. En público. Con gente alrededor. Con flashes. Y, por supuesto, con Rubí a medio escándalo de champán y completamente rojo.
—¡¿Disculpa?! ¡No soy ningún juguete, hijo de puta! ¡Y él no provoca a nadie, solo es amable, así que guarda ese maldito comentario para tus noches solitarias con tu cuenta offshore!
—Ya amor, Tranquilizate.
—Mejor vámonos, Rubí para no tener que. cavar algún hoyo y enterrarlo.
Rubí, confundido, entre orgulloso y avergonzado, lo tomó del brazo para llevárselo. Pero Leo no terminó.
—¡Él está conmigo, imbecir! ¡Así que dejen de actuar como si lo pudieran comprar como si fuera una ficha de póker, él es mío!
Los tipos se encogieron de hombros, murmuraron algo y se alejaron. Rubí y Leo salieron del casino como dos tormentas con piernas.
Ya en la habitación del hotel, Rubí arrojó la chaqueta al suelo.
—¡¿Qué demonios fue eso, Leo?!
—¡Eso fue yo defendiéndote!
—¡Eso fue tú haciendo una telenovela pública con mi cara de protagonista borracho!
Leo se pasó las manos por el pelo.
—¡Es que no soporto que te miren como si fueras... un objeto, no debiste hablar con ellos! ¿Qué quieres que haga, que me quede callado?
—¡Claro que no! Pero tampoco que armes un número de celos delante de todas Las Vegas, ¿qué te pasa?
Leo explotó de nuevo, con los ojos encendidos de frustración.
—¡Entonces dime qué somos, porque ya me perdí! ¿Soy tu novio? ¿Tu amigo? ¿Un tipo que te lleva de compras y te regala trajes de coneja? ¡¿Qué soy para ti, Rubí?! ¡¿O acaso soy un puto más en tu colección?!
Rubí se quedó en silencio por un segundo, y luego, como si algo se le hubiera soltado dentro, gritó:
—¡Ni uno ni otro! ¡Soy LÉGOLAS! ¡No soy de cristal ni voy a romperme!
Un silencio tremendo llenó la habitación. Leo parpadeó, perplejo.
—¿Qué... qué significa eso?
Rubí se dejó caer sobre la cama, furioso y dramático, no ha caído en cuenta de lo que acaba de decir por el alcohol en su sistema nervioso.
—¡Significa que no puedes etiquetarme, Leo! ¡No te sientas ser mi dios! Vinimos a vacacionar y a disfrutar no a estar con esos celos— ¡Ya pase por tanto y ya sufrí lo suficiente!
Leo intentó no reír, pero fracasó estrepitosamente.
—¿Me estás diciendo que eres... otra persona?
Leo empieza a recordar cuando estaba enfermo, Rubí había mencionado algo parecido. En ese entonces pensó que todo era por la fiebre.