En el reino nórdico de Valakay, donde las tradiciones dictan el destino de todos, el joven príncipe omega Leif Bjornsson lleva sobre sus hombros el peso de un futuro predeterminado. Destinado a liderar con sabiduría y fortaleza, su posición lo encierra en un mundo de deberes y apariencias, ocultando los verdaderos deseos de su corazón.
Cuando el imponente y misterioso caballero alfa Einar Sigurdsson se convierte en su guardián tras vencer en el Torneo del Hielo, Leif descubre una chispa de algo prohibido pero irresistible. Einar, leal hasta la médula y marcado por un pasado lleno de secretos, se encuentra dividido entre el deber que juró cumplir y la conexión magnética que comienza a surgir entre él y el príncipe.
En un mundo donde los lazos entre omegas y alfas están regidos por estrictas normas, Leif y Einar desafiarán las barreras de la tradición para encontrar un amor que podría romperlos o unirlos para siempre.
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Libro del deber.
Al regresar al castillo, siento el peso de lo que está por venir. Las palabras de Einar y su beso aún resuenan en mi mente como un eco cálido, pero no puedo ignorar la sombra que se cierne sobre nosotros. Mi madre, la reina Sigrid, es una mujer implacable. Sus ojos grises, idénticos a los míos, han visto más guerras y alianzas que cualquier otro en Valakay, y siempre encuentra la forma de imponer su voluntad.
Cuando entro al salón principal, Einer viene detrás a varios pasos de mi, ella ya está allí, esperándome. Lleva un vestido azul oscuro, con bordados plateados que imitan las estrellas del cielo nocturno. Su porte es majestuoso, y aunque me recibe con una sonrisa, sus ojos reflejan otra cosa: autoridad inquebrantable.
—Leif, ven, siéntate conmigo —dice, señalando un sillón junto al fuego—Te puedes retirar Einer, espéralo arriba en su recámara.
Ambos obedecemos, de mi parte sintiendo un nudo formarse en mi estómago.
—Sabes que te amo, ¿verdad? —comienza, con una dulzura que me desconcierta luego que Einer desapareció de mi vista.
—Sí, madre —respondo, aunque mi voz suena más débil de lo que esperaba.
—Entonces entiendes que todo lo que hago es por el bien de Valakay.
Aquí viene.
—Hoy es el segundo día de tus lecciones de apareamiento —continúa, su tono suave pero firme.
—¿Mis qué? —pregunto, aunque sé exactamente a qué se refiere.
—Como Omega y príncipe, es tu deber aprender a recibir a tu Alfa, te lo dije ayer. No hay espacio para dudas o errores. Astrid de la manada del norte será tu pareja.
La mención de su nombre me hace tensarme. Astrid es todo lo que se espera de un Alfa: fuerte, dominante y decidida. Pero nunca he sentido por ella más que una fría indiferencia.
— No quiero hablar de eso —digo con cuidado.
Sus ojos se endurecen, y aunque su expresión sigue siendo serena, siento la amenaza implícita en su mirada.
—No es cuestión de querer, Leif. Es cuestión de necesidad. Nuestra alianza con la manada del norte es crucial para la estabilidad de Valakay. ¿Como te hago entender?
Antes de que pueda responder, me entrega otro libro con una portada de cuero oscuro.
—Este libro te guiará en todo lo que necesitas saber para tu boda y para tu rol como Omega en esta unión. Léelo con atención. Ahí dice como complacer a tu Alfa.
Tomo el libro con manos temblorosas, sintiendo que cada palabra en sus páginas será un recordatorio de lo que se espera de mí, no de lo que deseo.
—Madre, ¿alguna vez consideraste que podría haber otro camino?
Ella suspira, como si mi pregunta fuera infantil.
—No, Leif. Porque no existe otro camino.
Flashback: El arroyo y el encuentro. Punto de vista de Einer.
No me gusta para nada la aptitud de la reina y el rey, Leif no quiere esa vida pero nadie lo escucha
Recuerdo ese día con claridad, como si fuera un sueño que se repitiera constantemente. El bosque estaba tan lleno de vida que incluso el aire parecía estar vibrante, lleno de promesas. Las hojas nuevas susurraban con el viento, y el aroma a tierra fresca me llenaba los pulmones mientras avanzaba a través del sendero. Los ciervos y los venados paseaban entre los árboles, ajenos a cualquier peligro, y el arroyo cantaba su eterna melodía.
Yo tenía diecisiete años, ya casi un adulto según las costumbres de mi gente, pero aún me sentía como un niño que no había encontrado su lugar en el mundo. En esos días, todo lo que deseaba era escapar del ruido de la manada y del peso de las expectativas. Nadie me obligaba, pero yo sabía que tenía que entrenarme, que algún día debía ser alguien importante, alguien respetado.
Mi camino me llevó hacia el arroyo, un lugar que conocía desde pequeño, donde me refugiaba cuando necesitaba pensar. Cuando llegué, el agua se deslizaba suavemente entre las piedras, y el sonido del agua era como una calma en mi corazón. Fue entonces cuando lo vi.
El joven príncipe Leif estaba allí, solo. Su cabello rubio brillaba bajo la luz del sol, y sus ojos grises reflejaban algo más allá de la serenidad del paisaje. Parecía perdido en sus pensamientos, sin una preocupación en el mundo. Pero todo cambió en un instante.
Un sonido sordo, como un grito ahogado, me sacó de mi ensimismamiento. Volteé y vi al príncipe tambalear, cayendo al suelo. La serpiente que lo había mordido ya se deslizaba hacia las sombras, y la escena se volvió caótica en mi mente. El miedo se apoderó de mí por un momento, pero algo dentro de mí sabía que no podía dejarlo allí.
Corrí hacia él, ignorando todo lo demás.
—¡Tranquilo, pequeño! —le grité mientras me arrodillaba a su lado. Mi voz salió más suave de lo que esperaba, intentando calmarlo, pero también para tranquilizarme a mí mismo.
Su pierna estaba visiblemente hinchada, el veneno ya comenzaba a hacer su efecto, y él estaba palideciendo rápidamente. Le tomé la mano, y vi el miedo en sus ojos. Me sentí como si todo el peso del mundo estuviera en mis hombros. ¿Cómo podía salvarlo?
Lo primero fue detener el veneno. Sabía lo que tenía que hacer: cortar un trozo de mi camisa, hacerlo en un torniquete, y usar las hierbas medicinales que conocía bien. No había tiempo para dudas, no había tiempo para pensar. Actué rápido, sin vacilar.
—Te han mordido, pero no te preocupes. Sé qué hacer —dije, aunque en mi interior sentía una desesperación creciente. El veneno estaba avanzando rápido, y si no lo ayudaba, el príncipe podría morir allí mismo, entre los árboles. ¿Qué habría dicho mi padre? ¿Qué habría hecho la manada?
Lo mantenía despierto, conversando con él, intentando distraerlo del dolor. Le vi luchar por mantener los ojos abiertos, su respiración agitada, pero escuchó. Al final, no pude evitar preguntarle su nombre, aunque ya lo sabía. Su rostro pálido y frágil me hizo darme cuenta de lo que significaba todo esto para él, para mí, para ambos.
—Leif —respondió, su voz tan suave que apenas la escuché.
—Leif —repetí, como una promesa en mi mente. El nombre de un príncipe, pero no solo eso. El nombre de alguien que necesitaba ser protegido, alguien que no debería estar solo.
Una vez que la herida estuvo lo suficientemente controlada, supe que no podía dejarlo allí. Así que improvisé una camilla con ramas y juncos, envolví al príncipe en mis brazos y lo cargué. Era sorprendentemente liviano, pero el peso de la responsabilidad sobre mis hombros se volvía más pesado con cada paso que daba.
Mi corazón latía rápido, no por la carrera, sino por el miedo de que no llegáramos a tiempo. El veneno aún hacía su trabajo, y yo sabía que la vida del joven príncipe estaba en mis manos. Le hablaba constantemente, manteniéndolo despierto. Necesitaba mantener su voluntad, porque su vida dependía de ello.
"¿Por qué lo haces?", me preguntó, su voz apenas audible, y eso me rompió un poco más por dentro.
—Porque es lo correcto —respondí, aunque sabía que la respuesta era más compleja. Porque no podía permitir que algo tan pequeño, tan frágil, se desmoronara tan fácilmente. Porque, al mirarlo, algo dentro de mí decía que había algo más, algo que nunca podría explicar completamente.
Finalmente llegamos al castillo. Lo entregué a los sirvientes, que nos esperaban ansiosos. Mi corazón aún latía fuerte, pero al menos sabía que lo habíamos logrado. Leif estaba a salvo.
Las recompensas fueron más de lo que había esperado. Un par de monedas de oro y la oportunidad de entrenar como caballero fue todo lo que pedí, aunque la gratitud de su madre, la reina, valió más que cualquier tesoro. No quería riquezas, no quería fama. Lo único que deseaba era algo que nunca podría explicar, algo que se había encendido en ese primer momento en el arroyo.
Cuando me entregaron las monedas, me sentí como si me hubieran dado el mundo. Pero en el fondo, lo que realmente quería no era el oro ni la posición que ahora tendría. Lo que quería era algo mucho más profundo, algo que sentía que ya no podía evitar.
Quería estar cerca de Leif. Quería cuidarlo.
Y lo que sucedió después fue inevitable. Tuve que ir al campo de entrenamiento. Mientras los años pasaban, el vínculo entre nosotros se fue estrechando, aunque en secreto. Nunca fue algo que ambos pudiéramos decir en voz alta, pero nuestros corazones sabían lo que sentían el uno por el otro. Cuando lo vi dos días antes del torneo de hielo, supe que debía ganar a toda costa.
Regreso al presente
Subo a mi habitación y me quito la capa.
Cierro el libro que mi madre me dio y lo dejo sobre la mesa. La idea de leerlo me asquea, pero sé que no tengo opción.
Unos golpes en la puerta interrumpen mis pensamientos, y cuando digo que entre, veo a Einar.
—Su Majestad me envió a buscarlo para la próxima reunión, los lobos del norte ya vienen —dice, su tono formal. Pero cuando nuestras miradas se cruzan, hay algo más, algo que ninguno de los dos puede ignorar.
Asiento, levantándome.
—Gracias, Einar.
Cuando paso junto a él, nuestras manos rozan por un instante. Es un contacto breve, pero suficiente para recordarme lo que realmente importa. Sigo mi camino, sin inmutarme, necesito ir a mi despacho antes de la reunión, se que mi padre me pedirá que soy un holganzán pero no me importa.