La Princesa Y Andrómeda

La princesa sostenía aún la mano de la joven cuando, con paso decidido, irrumpieron en el vestíbulo dos figuras contrastantes: Nicky y Melancolía. La primera, de unos treinta años, era una mujer de espíritu temerario y andar brioso. Su estatura, si bien mediana, se veía engrandecida por la confianza con la que se conducía. Su piel, de un cálido tono moreno, resplandecía bajo la tenue luz de las lámparas de aceite, y sus ojos, de un ámbar radiante, poseían un brillo que evocaba la miel al sol. Su cabellera rizada flotaba en el aire con cada movimiento, como si danzara en complicidad con el viento. Poseía un cuerpo escultural, de curvas pronunciadas y cintura estrecha como la de una avispa, dotándola de una presencia tan arrebatadora como indomable.

Melancolía, en contraste, se deslizaba con el sigilo de un suspiro. Su porte, aunque distinguido, era ensombrecido por su natural timidez, la cual la llevaba a vestir siempre con holgados atuendos que disimulaban su delicada silueta de reloj de arena. Su cabellera rojiza, larga y frondosa como la melena de un león escarlata, permanecía recogida en una alta cola de caballo, de cuyos mechones sueltos caían tenues reflejos de fuego bajo la iluminación dorada del salón. Su piel, de una blancura inmaculada, se hallaba salpicada de finas pecas que adornaban sus mejillas con la gracia de un pincel sobre porcelana. Sus ojos, grandes y azulados como zafiros bañados por la luna, se ocultaban bajo una venda de fina muselina, pues sus lágrimas, tan etéreas como peligrosas, arrastraban consigo la condena de quien las contemplara: aquel que las viese, estaba destinado a sufrirlas en su lugar. Era, sin duda, una mujer de belleza singular, tan etérea como enigmática.

Nicky aclaró la garganta antes de hablar.

—¿Interrumpimos?

La princesa, con una serenidad inquebrantable, soltó con suavidad la mano de la muchacha y esbozó una leve sonrisa.

—En absoluto —repuso con tono afable—. De hecho, vuestra llegada es oportuna. Permitidme presentaros a Ari, nuestra huésped e invitada de honor. Viene de tierras lejanas, así que os ruego que no la abruméis con un torrente de preguntas.

Melancolía inclinó la cabeza en señal de cortesía y, con su voz pausada y serena, se dirigió a la recién llegada:

—Bienvenida, Ari. Si eres amiga de Ira, entonces también lo eres nuestra. Me llaman Melancolía, pero aquellos en quienes deposito mi confianza me llaman Mel. Puedes hacerlo tú también, si así lo deseas.

Ari, con una sonrisa cálida, estrechó la mano de Melancolía.

—El placer es mío —respondió—. Y por supuesto, te llamaré Mel. Es un nombre hermoso.

Pero la armonía del encuentro se vio pronto interrumpida por la voz incisiva de Nicky, cuya mirada centelleaba con una chispa de suspicacia.

—Conque vienes de tierras lejanas... —murmuró, ladeando la cabeza—. Dime, ¿no serás Tú quien ha traído a los monstruos que hoy vagan sueltos por Atenea?

La princesa se irguió, fulminándola con la mirada.

—¿De qué demonios hablas, Nicolasa? —espetó con indignación.

Nicky cruzó los brazos, frunciendo el ceño.

—Me refiero a unas criaturas que, por una extraña coincidencia, han aparecido hoy en distintos puntos de la ciudad —explicó—. Al igual que tu nueva amiga, no parecen originarias de estas tierras.

Ari, sin alterarse, fijó sus ojos en la joven que la acusaba con una curiosidad serena.

—¿Cuántas son? —preguntó, con un tono casi casual.

—Los aldeanos que han dado aviso afirman que son seis en total —respondió Nicky, clavando su mirada en ella—. ¿Y por qué, en nombre de Hades, te interesa saberlo?

Ari inclinó ligeramente la cabeza, sin perder la compostura.

—Meramente por curiosidad —repuso—. Solo deseaba entablar conversación. Mis disculpas si te ha incomodado.

La princesa Ira dio un paso adelante, su porte irradiaba autoridad.

—No le hables así, Nicolasa —ordenó con firmeza—. Ari no tiene nada que ver con lo que está ocurriendo, y no permitiré que viertas sobre ella tu oscuridad.

Nicky suspiró, relajando los hombros.

—Lo siento —se disculpó—. Me ofusca no conocer el origen de esas criaturas. Dejé que la frustración me dominara.

Ari asintió con comprensión.

—No hay nada que disculpar —respondió con amabilidad.

Melancolía, quien hasta el momento había permanecido en silencio, llevó una mano a su mentón en un gesto pensativo.

—Lo más probable es que esas criaturas hayan llegado como polizones cuando estalló el cuásar —sugirió—. Tal vez han permanecido ocultas hasta ahora y han salido a la luz por alguna razón. No tiene sentido discutir entre nosotros cuando hay un problema mayor que atender. Debemos apresurarnos a evaluar la situación.

La princesa asintió con determinación.

—Tienes razón —concordó—. Nos incumbe, como soberanos de estas tierras, hacer frente a lo que sea que han traído consigo esos engendros. No hay tiempo para disputas. ¡En marcha!

Y así, sin más dilación, el grupo partió con premura, dejando tras de sí el cálido resguardo del vestíbulo y adentrándose en la incertidumbre de la noche.