En Valmont, el poder y el deseo se entrelazan en un juego tan seductor como peligroso. Mi nombre es un susurro en los círculos más exclusivos; mi presencia, un anhelo inalcanzable. Pero en un mundo donde la libertad tiene un precio, cada decisión puede llevarme a la cumbre… o arrastrarme a la perdición.
Soy Isabella Rivas, mejor conocida como Sienna, y esta es mi historia.
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Oscuridad y miedo
Todo se siente irreal, como si flotara en el vacío. Un dolor punzante me taladra la cabeza y el pecho me pesa tanto que respirar se vuelve difícil. Parpadeo. La oscuridad es densa, sofocante. Me doy cuenta de que estoy despierta, pero desearía no estarlo.
Intento moverme y me doy cuenta que tampoco puedo. Algo me sujeta. Mis manos, mis pies. La tela áspera me quema la piel cada vez que intento moverme. ¡Estoy atada!
Un nudo de terror se forma en mi estómago. Trago saliva, pero mi garganta está seca.
Mierda. Mierda. Mierda.
Intento gritar, pero mi voz no sale. Mi boca está tapada. Me obligo a calmarme y miro a mi alrededor. La habitación es fría, huele a humedad y a algo más. Algo podrido. El único punto de luz es una rendija debajo de la puerta, demasiado tenue, demasiado inútil.
¿Dónde demonios estoy? Forcejeo con las cuerdas, ignorando el ardor en mis muñecas. No puedo quedarme quieta. No puedo.
Mi respiración se acelera y mi corazón late con tanta fuerza que casi me duele. Piensa, Isa. Recuerda.
Cierro los ojos y los recuerdos me golpean como una ola helada. Los pasos detrás de mí. El taxi que nunca alcancé. Las manos sujetándome. El trapo cubriéndome la boca. Y entonces… Ellos.
Mis ojos, ahora adaptados a la oscuridad, los encuentran. Los mismos dos hombres. El de la gorra, que antes se veía tan seguro de sí mismo, está apoyado contra la pared, con la cara entre las sombras. Pero sé que me está mirando.
El otro, el de la chaqueta azul, está al teléfono, como si nada de esto fuera importante. La rabia y el miedo se mezclan en mi pecho. Mis piernas tiemblan y vuelvo a tirar de las cuerdas. No me voy a quedar quieta.
—¿Crees que vas a escapar? —dice el de la gorra, dando un paso hacia mí.
Su mirada me recorre de arriba abajo y siento el estómago revuelto.
Dios. No.
Intento gritar, pero la cinta adhesiva ahoga el sonido. El hombre que estaba hablando por teléfono cuelga, molesto.
—¿Qué demonios estás haciendo, Malcom? —su voz es dura, autoritaria.
—Solo la estoy viendo —dice el de la gorra, con una sonrisa asquerosa.
—No me digas que no quieres probarla, Jim. Está buena.
—Incluso si lo está, sabes que no se toca la mercancía.
Las palabras me golpean más fuerte que cualquier golpe. Mercancía. ¿cómo que mercancía? El pánico me sube por la garganta, mi cuerpo entero se estremece.
—Tiene pinta de ser virgen —añade Malcom, con una risa baja.
No. No. No. Mi mente se apaga. No puedo respirar. No puedo. El aire se siente denso, pegajoso. Malcom da otro paso hacia mí.
¡No! Pero antes de que llegue, Jim lo agarra del brazo. Fuerte.
Malcom lo mira con furia, pero Jim no se inmuta.
—Ni se te ocurra tocarla. ¿Me oíste?
Silencio. Por un momento, incluso Malcom parece dudar. Luego suelta una maldición y se aleja. Mi cuerpo se afloja con un pequeño suspiro de alivio. Pero no estoy a salvo.
Jim camina hacia mí, su expresión impenetrable. Me observa como si fuera… nada. Como si estuviera decidiendo qué hacer conmigo. Se agacha y su aliento a tabaco y algo más me revuelve el estómago.
—Si te comportas, no te haremos daño —dice con calma, pero su tono no tiene ni una pizca de compasión.
Lo miro con odio, pero el miedo sigue ahí, atrapándome. Estoy indefensa. Empiezo a hacer ruidos, rogando en silencio que me quite la cinta de la boca. Él arquea una ceja.
—¿Quieres que te la quite?
Asiento. Me observa unos segundos, luego suspira.
—Bien. Pero si gritas, será peor para ti. ¿Entiendes?
Asiento otra vez, despacio. Y sin ningún cuidado, me arranca la cinta adhesiva. El dolor del tirón me hace querer gritar, pero el pánico me paraliza.
—¿Qué queréis de mí? —pregunto con voz temblorosa, apenas un susurro quebrado por la desesperación.
Jim no responde de inmediato. Me observa en silencio, como si estuviera analizándome, como si cada palabra que estuviera a punto de decir fuera a determinar mi destino.
—Lo que tú quieras, nena. —Su tono es burlón, sucio, como si disfrutara del miedo que desprendo.
"Nena". La forma en la que lo dice me revuelve el estómago.
—Pero por ahora —continúa con indiferencia—, solo asegúrate de comportarte y colaborar. Eso te mantendrá a salvo.
¿A salvo? No sabía si es una advertencia o una promesa vacía. Lo miro con el pecho oprimido por el miedo, pero también por la rabia que comienza a crecer dentro de mí. No puedo permitir que me vean débil.
—¿Qué va a pasar conmigo? —exijo, esforzándome por sonar firme, aunque mis manos tiemblan—. ¿A dónde me llevan? ¿Quiénes son ustedes?
Jim suspira, como si mi pregunta le resultara tediosa.
—De momento, te quedas con nosotros —responde sin dar más detalles.
—Las demás respuestas llegarán a su debido tiempo.
El silencio es sofocante. Mis pensamientos se arremolinan en mi cabeza, tratando de procesar la gravedad de la situación.
No. No puedo aceptar esto. Mi respiración se acelera, y la desesperación me golpea con fuerza.
—¡No pueden hacer esto! —grito, forcejeando con las ataduras.
—¡No soy un objeto! ¡No soy de ustedes!
Jim no se inmuta.
—Eso no depende de ti.
El miedo y la frustración se enredan en mi garganta. No puede ser real. Esto no puede estar pasándome. Malcom, en cambio, sí reacciona. Sonríe.
—Me gusta cuando son peleoneras —dice con burla—. Es entretenido ver cuánto tardan en rendirse.
Un escalofrío me recorre de pies a cabeza. Su mirada me incomoda, es invasiva, cruel. Sabe que tengo miedo y le gusta.
Jim lo observa con seriedad.
—Contrólate.
Malcom chasquea la lengua, visiblemente molesto, pero no replica. Se recuesta contra la pared con fastidio, desviando la mirada. Pero puedo sentir que está esperando. Jim me lanza una última mirada antes de alejarse, como si ya hubiera terminado conmigo por ahora.
Malcom sigue en su lugar, pero no deja de mirarme. Sus ojos recorren cada parte de mi cuerpo sin disimulo, como si ya me hubiera reclamado como suya.
Mi respiración es irregular, mi corazón late con fuerza. Mientras me preguntaba. Dios mío, ¿por qué a mí?