Un Omega miembro de una manada de lobos de las nieves, huye con su hijo Alfa tras haber asesinado al Alfa de la manada en defensa.
En su huída por tierras nevadas, encuentran a un Alfa exiliado que vive en los bosques, y que cambiará sus destinos.
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Tormenta para lobos
Con pisadas suaves, sus patas se hundían en la nieve. Sus ojos de un intenso verde brillaban entre el pelaje de un pulcro blanco. Frente a él estaba un conejo adulto, hurgando en la nieve buscando alimento, cubierto por un grueso pelaje.
Kotine bajó su cuerpo mientras se acercaba, moviendo sus orejas para estar atento a cualquier señal de su ambiente.
No estaba del todo concentrado, ¿sus ropas las habría olvidado? Volteó ligeramente hacia atrás, viendo el pequeño costal donde las guardaba, oculto bajo un montoncito de nieve.
El joven lobo dirigió su atención inmediatamente al conejo, que parecía más descuido que él ese día.
La caza para un lobo, o al menos así funcionaba en su manada, era como una de las tareas más importantes, y los roles en estas estaban bien claros: los adultos buscaban presas grandes, y más peligrosas; el líder definía si él podía lidiar con la presa, o bien cuantos Betas necesitaría para asegurar el éxito.
En general, la caza en grupo era una de las más usadas por los Betas; de un Alfa se esperaba que pudiera conseguir su alimento, y más. En la manada existían cuatro Alfas incluyéndose: la pareja Alfa, y su cachorro—un chico de la misma edad—eran los otros.
A veces, cuando se cruzaba con el hijo del líder—Matya—, éste le lanzaba una mirada curiosa; no esperaban en la manada que los Alfas fueran juguetones cachorros, y mucho menos blandos entre ellos.
A decir verdad, ser simplemente amigables no era la forma más adecuada de llamar al tipo de lazo que se había formado entre ellos. Matya era un joven lobo más bien solitario y agobiado por la presión de ser el próximo Alfa de la manada, así que muchos lobos en la manada lo trataban con distancia y cautela por el temor a su padre.
Así era cómo vivía Matya, rodeado por una manada que mantenía la distancia, aunque había una excepción, el otro Alfa en la manada, un lobo de su edad que no lo despreciaba, y le recibía con una sonrisa cuando se encontraban a escondidas para jugar. Era por demás curioso cómo se habían conocido.
Konstantine quería ser amigo de él, al ser similares, pensaba que eso sería interesante. Algunos en la manada eran críticos con el carácter dulce de Kotine; pero él quería ser cercano con los otros miembros; cuando no estaban los adultos, y había terminado de cazar antes, jugaba un rato en su forma lobo con los otros jóvenes cuando se cruzaba con ellos—los cachorros en edad, estaban obligados a aprender a cazar por sus medios, generalmente solos.
Kotine vio los nubarrones oscuros a lo lejos, sobre el comienzo del bosque de altísimos árboles de coníferas. Y para que la tormenta no lo atrapara, se lanzó de una vez sobre su presa. Una bruma de nieve desperdigada los rodeo, cuando el lobo aterrizó sobre el conejo, encajando sus colmillos.
Cuando capturaba algo pensaba un poco melancólico: ¿Cómo habría sido cazar con su padre?
El blanco—que aún tenía pelaje marrón, vestigio de la niñez—lobo sintió el peso de la presa, y con sus ojos en el comienzo de una ladera bastante escarpada que conocía, decidió ocultarlo para su madre; optó por buscar otra presa para presentar algo.
Tenía que regresar pronto, aunque hubiese cazado poco. No sólo la tormenta lo apresuraba: su madre había estado extraño, y febril, su esencia incluso le parecía inusualmente notable.
Kotine había buscado las hierbas de siempre, tarea imposible en esos días, al parecer la vegetación resintió el frío de ese año; encontró unas pocas, y recordaba que no era ni la mitad de lo que su madre necesitaba.
La tormenta de la montaña cubierta por nieve se acercaba; Konstantine toma el montón de su ropa con su hocico, para volver corriendo con las patas sorteando la nieve blanda.